En las casas todavía inundadas los niños recogen papeles, trastos de cocina, ropa, juguetes: todo inservible. Los hombres, secundados por sus mujeres, arrastran los muebles hacia el exterior y los apoyan contra la pared. Tienen la vana esperanza de que al secarse vuelvan a ser útiles; si no, de todas formas tendrán que seguir pagando los abonos de la tele, el refri, la recámara o el modular comprados a plazos.
La puerta del kínder Abejitas está desprendida y deja a la vista el patio donde un perro hociquea en el agua buscando desperdicios. Muy cerca, tres mujeres luchan por rescatar una máquina de coser hundida en el lodo. Elsa, vestida con camisa y pantalones de hombre, interrumpe su trajín al ver que se acerca Víctor, el tapicero: ¿Qué pasó en el asilo?
Jadeando, el recién llegado le contesta: Se inundó. Doña Meche, la encargada, no estaba. Los viejos se pusieron a pedir auxilo. Gracias a Dios los escucharon los hermanos que atienden la refaccionaria y entre los dos subieron a los ancianos a la azotea. Ya luego los bajarán.
Si el asilo quedó inundado, ¿dónde los van a meter?
Elsa no obtiene respuesta y sigue pensando en voz alta: Me imagino que esas personas tienen familiares. Doña Meche seguro guarda un registro de sus direcciones y teléfonos. Que los llame para que vengan por sus viejitos y se los lleven a sus casas, al menos mientras se arregla este desmadre. ¿O qué piensas tú, Víctor?
El hombre tarda en responderle: Que eso estaría muy bien, pero no va a funcionar. Si mandaron aquí a los ancianos es porque ya no los querían en sus casas. ¿Cree que ahora van a recibirlos? Yo digo que no. Raquel, Marcia, ¿qué opinan ustedes?
Marcia dice que no se le ocurre nada. Raquel se limita a verse los pies hundidos en el lodo. Elsa se impacienta ante la actitud de sus amigas: Ay, niñas, ¡piensen! Ni modo que los viejos se queden a vivir en la azotea del asilo. Tenemos que hacer algo con ellos, llevarlos a alguna parte
. ¿Pero adónde?
, pregunta Raquel. A otro asilo. Hay muchos
, asegura Víctor. Marcia interviene: ¿Usted cree que así nada más, de la noche a la mañana, van a recibir a siete ancianos en una misma institución? No. Hay que hacer trámites y esos se dilatan un montón.
Elsa la secunda: Es verdad, y esto urge. ¿Qué tal que vuelve a llover como el otro día? ¿Se imaginan? Los viejitos allí en la azotea hasta podrían morirse.
Marcia se persigna: Ni Dios lo quiera
. Víctor propone una solución inmediata: ¿Por qué no vamos a verlos?
Raquel suspira: Y eso ¿de qué va a servirles? Los vemos, los saludamos, les decimos que no se preocupen y luego ¿qué?
Dios dirá
, asegura Marcia y vuelve a persignarse.
II
Hundida en aguas negras, la casa que funciona como asilo parece un barco naufragado en medio de un mar turbio. En la azotea los ancianos están divididos en dos grupos. El de mujeres se instaló junto a los tinacos y se apoyan contra la pared húmeda; el de los hombres está a poca distancia del pretil. Desde allí pueden ver si alguien se acerca.
Nadie se aproxima. Parecería que esa sección se desprendió del resto de la colonia. Los ancianos sólo ven a la distancia grupos de personas que corren, entran o salen de las casas, perros que deambulan, máquinas que desaguan, soldados que ordenan costales de arena para contener el agua del canal desbordado.
La visión les recuerda otras inundaciones, otros desastres. Coinciden en que el más grave ha sido este último. La prueba está en que las aguas negras volvieron inhabitable la planta baja del asilo y a lo mejor ya invadieron la segunda, en donde están sus cuartos con sus objetos personales y sus pequeños tesoros: una muñeca, un chal, un libro, un tejido inconcluso, una peineta, un recetario, una baraja española. Esa nada significa todo para ellos.
A Guillermina no le importa imaginarse que están inservibles todas sus pertenencias. Lo único que le pesa es haber dejado al san Judas Tadeo que tenía junto a su cama. Se lo regaló una de sus compañeras cuando a Guillermina le dio pulmonía y hasta le llevaron los santos óleos. Imaginarse al san Judas que le salvó la vida, rodeado de pestilencia y desorden, revive sus lágrimas a cada momento y enseguida le provoca una catarata de estornudos que la cimbran y le enrojecen la nariz.
Efraín, el más anciano de sus compañeros, le aconseja que se calme porque los está poniendo nerviosos. Ya bastantes problemas tienen con estar montados en la azotea y sin saber cuándo irán a rescatarlos como para preocuparse por un santo de bulto. A Guillermina no le extrañan las palabras de Efraín. Siempre lo ha tenido por ateo, pero la ofende que aluda a su santo protector sin respeto alguno.
Carmen, que experimenta una sorda antipatía hacia Efraín, toma el partido de Guillermina: Usted no se desespere, Minita. Acuérdese de que san Judas Tadeo es el abogado de las causas imposibles. De seguro se salvó y andará ayudando a la gente sin tomar en cuenta en que creen o si no creen en nada.
Efraín comprende la indirecta y asume una actitud provocativa: Como su santo es tan poderoso sabrá en dónde estamos, ¿o no?
Pues claro que sí, pero si no lo saben los muchachos que nos subiera acá.
Fermín, el asilado más reciente, murmura con desánimo: A lo mejor ellos ya se olvidaron de nosotros y nos quedamos aquí hasta quién sabe cuándo, a menos que vayamos bajándonos por los peldaños volados que están en la pared de atrás.
Ninguno se siente con valor para semejante proeza y rechazan la posibilidad. Fermín no discute, pero dice lo que piensa: ¿Se imaginan que mañana o pasado vayan a encontrarnos muertos de frío y hambre?
Efraín lo fulmina con la mirada: “¡Cállese! Primero Guillermina con sus tonterías y ahora usted…. ¿Qué quiere?” Que hagamos algo.
Como bajar por los peldaños de afuera ¡Imposible! seguro nos matamos. ¿Qué otra cosa se le ocurre?
Angustiados, todos esperan la respuesta de Fermín: Si tuviéramos un periódico y unos cerillos podríamos prender fuego para llamar la atención de la gente, pero como no tenemos nada de eso podemos gritar o acercarnos a la orillita para que nos vean.
Vuelve a escucharse la voz temblorosa de Carmen: ¿Pero quién? Todo el mundo anda procurando sus cosas y además, creo que a nadie le importamos
. Fermín se da por vencido: Bueno, como ustedes digan.
Carmen llora. Guillermina la consuela: No se ponga así. Esto se va a arreglar, estoy segura de que san Judas no va a dejarnos de su mano.
III
Un relámpago marca el cielo y enseguida se escucha un trueno. Fermín estira la mano con la palma hacia arriba para asegurarse de que no llueve. Efraín se asoma desde la altura y mira la calle. Se emociona cuando ve aparecer a Víctor, Elsa, Marcia y Raquel. Los cuatro al mismo tiempo le preguntan si están bien. Primero Efraín y luego el resto de los asilados dicen que sí, nada más tienen frío y miedo de bajar.
Víctor camina entre el agua y los escombros para acercarse y que los ancianos puedan oírlo mejor: Los bomberos andan por el mercado. Voy a ir a buscarlos. Sólo ellos tienen un escalera tan grande como la que necesitamos para bajarlos. No se preocupen si nos tardamos un poquito.
Los viejos se quedan observando al grupo que se aleja hasta que desaparece. Guillermina levanta los ojos al cielo y después mira a sus compañeros con expresión satisfecha: Ya ven, se los dije: sólo era cosa de darle tiempo a san Juditas Tadeo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario