Ricardo Raphael
Votar es un acto que va más allá de elegir gobernantes. La acción de acudir a una casilla, tachar la boleta y depositarla en las urnas suele poseer un componente emocional que trasciende el mero ritual democrático.Elegir entre una y otra opción tiene más que ver con la persona que se encuentra detrás del votante que con el o la candidata que se oferta para ser votada.
Decía el fundador de la semiótica, Roland Barthes, que en gran medida el ciudadano vota por sí mismo, o para ser más preciso, por el reflejo que de sí mismo se proyecta en el espejo del candidato.Si el acto de acudir a las urnas fuera solamente racional, si fuera el producto de un balance exacto entre los beneficios o los costos de tal o cual opción, los comicios poco tendrían que ver con las pasiones humanas.
Serían insoportablemente aburridos.La ciencia política lleva más de medio siglo tratando de convencer que es el cálculo frío, casi matemático, el que determina los resultados finales en una contienda.Para esta disciplina, aún tan joven, la cabeza del votante funciona como caja registradora que al término de cada campaña suma los haberes, resta las deudas y produce un resultado preciso.¡Es la economía, estúpido!, aseguran los más soberbios. ¡Es la seguridad!, tratan de convencer los conservadores. ¡Es el hartazgo con el partido en el gobierno!, explican los doctos. ¡Se trata de la opción que ocupó justo el centro del espectro político!, argumentan los que saben de mediocridades. ¡Solo se equivocan quienes tienen la información incompleta! afirma uno que otro tocado por la humildad.
Una pregunta impertinente se introduce sin embargo en tan robusta reflexión: hoy que estamos más informados que nunca antes, ¿porqué una mayoría de actores inteligentes puede terminar votando por dirigentes tan imbéciles?Probablemente sea necesario regresar al viejo Barthes: las razones son menos relevantes que la emotividad a la hora de enfrentarse a la papeleta en blanco.La democracia moderna es una forma de organizar el poder que tiene como presupuesto (¿mito?) a la representación perfecta: se presupone que quienes triunfan en las urnas son una extensión del resto de la demografía.
Sería extrañísimo que un candidato tomara el micrófono y les dijera a sus seguidores: “¡yo NO soy como ustedes, comparen mi riqueza, mi color de piel, la educación que tuve, mis relaciones familiares y sociales, comparen todo lo grande que soy y la inmensa distancia que guardo con ustedes y sin embargo los invito a votar por mí!”Tanta verdad no sería soportable. Al contrario, lo fundamental es que tal sujeto convenza en campaña a los electores sobre su enorme talento para proyectar las ambiciones, los dolores, las traiciones, la pasión, los desamores y hasta el cinismo cotidiano del ciudadano de a pie.
Un candidato que rompa la promesa de ser reflejo se volvería tan desagradable como la bruja en el cuento de Blanca Nieves. Ha de ocultar entonces todo lo que le distancia de sus semejantes y crecer hasta el limite de la ignominia las empatías entre su singularidad y la de los demás.Hasta muy recientemente Enrique Peña Nieto era el precandidato presidencial con mejor vocación para jugar este papel.
El virtual abanderado del PRI se esforzó por hacer brillar el mercurio de su cristal: joven dinámico, mesurado, eficaz, suertudo con las mujeres, amigo de la farándula, guapo, experimentado y siempre triunfador.El suyo es un espejo más que admisible para una sociedad que desea dejar de mirarse tan jodida .No obstante, errores como el de los libros, los proles, la tortilla, el salario mínimo, y los que en esta misma semana puedan acumularse, producen el efecto contrario al recomendable.
Rompen el hechizo de la empatía y colocan a cada cual en su lugar.Si Peña Nieto pierde preferencia en los sondeos de opinión será porque ni él ni su equipo de campaña lograron sostener el mito del espejo; o porque alguno de sus adversarios pudo convencer de lo atractivo que hay en su propia pantalla para que los demás nos proyectemos.Por lo pronto, nada debe darse por resuelto. Los espejos que se caen desde lo más alto son aquellos que luego es imposible recuperar. Al romperse, traen además siete años de mala suerte. Los ejemplos sobran.
Twitter; @ricardomraphael
Analista político
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