12/24/2011

Libertad y religión




Ilán Semo

La ley sobre libertad de cultos que Benito Juárez expide en 1860 contiene la versión jurídica de la libertad religiosa que acabaría por fomentar una peculiar idea sobre el orden secular a lo largo del Porfiriato. Su texto decía así: Las leyes protegen el ejercicio del culto católico y de los demás que se establezcan en el país, como expresión y efecto de la libertad religiosa, que siendo un derecho natural del hombre no tiene ni puede tener más límites que el derecho de tercero y las exigencias del orden público. En 1917, los constituyentes reunidos en Querétaro formularon este principio de una manera muy distinta: Todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo siempre que no constituyan un delito o falta penada por la ley. Las diferencias entre una y otra versión son sustanciales. Una notable es que, en la primera, el límite de la libertad religiosa es el derecho de terceros; en la segunda, las prácticas religiosas, llevadas al orden público, pueden ser sinónimo de un delito prescrito.

Sea como sea, ¿por qué retornar en 2011, tal como lo dictaminó la mayoría de la Cámara de Diputados, al espíritu de 1857, si fueron precisamente las contradicciones que propició ese orden las que desembocaron en una de las catástrofes político-religiosas más graves que fijó, desde los años 20, los dramáticos paralajes entre el Estado y la Iglesia a lo largo del siglo XX? Como las ideas, como las leyes, los conceptos tienen su historia. Y el de la libertad religiosa parece haber dado, 150 años después, un giro de 180 grados.

En primer lugar, la ironía de este paralelismo. Si algo distingue a la tradición liberal mexicana a lo largo del siglo XIX es, sin duda, su espíritu secular. Mora, Prieto y El Nigromante vindican, sucesivamente, la libertad religiosa no sólo para abolir monopolios que la Iglesia ejerce sobre conciencias, cuerpos y patrimonios, sino para hacer posible la emergencia del estado de derecho y del concepto mismo de ciudadanía. Hoy resulta en cierta manera paradójico que sean los círculos religiosos quienes vindican el antiguo principio liberal para actualizar (o, si se prefiere, para reordenar) la relación entre las instituciones eclesiásticas y el orden público.

Sin duda, la distancia que separa (y que une) a lo político y lo religioso se ha modificado sustancialmente en las recientes dos décadas, acaso desde que Carlos Salinas de Gortari expidió en 1992 las reformas al artículo 130 constitucional. En rigor, la Iglesia pasó de la criptopolítica, que unió su destino al Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante la guerra fría, a la política pública en la que se desplazó cada vez más hacia las causas conservadoras. Después de 12 años de afectar todos y cada uno de los delicados tejidos del Estado laico, no debería caber duda de que el Partido Acción Nacional (PAN) es una expresión orgánica e histórica de una franja peculiar (y muy rudimentaria) del universo católico en la esfera pública. Tampoco debe desvalorarse el hecho de que la Iglesia es bastante más que el PAN y un organismo entrecruzado por corrientes incluso contradictorias, un auténtico complexio oppositorum, como muestra por ejemplo el conflicto entre Javier Sicilia y Felipe Calderón en torno a la guerra contra el crimen.

Cuando el mundo conservador habla hoy día de libertad religiosa, habla en realidad de libertad para administrar medios masivos de comunicación, obtener recursos públicos y permitir a sus políticos llevar lo religioso al seno mismo del Estado (como lo han hecho Vicente Fox y Calderón desde el año 2000). En suma: la deslaicización del orden público. El retorno de lo religioso no es una signatura privativa de la sociedad mexicana. Es un fenómeno que se observa por igual en los países de Occidente como en las naciones donde predomina el Islam. Lo que impresiona es el contraste de las respuestas a los retos que plantea. En Francia, España y Estados Unidos, la reforma ha seguido los pasos que llevan del Estado laico al Estado secular: un orden en el que las políticas de contención a la expansión de la esfera institucional de los diversos credos son cada día más marcadas y demarcatorias. En cambio, en los régimenes del norte de África y el Cercano Oriente, la dirección del cambio ha sido prácticamente la opuesta. Todo indica que la mayoría de las rebeliones de la primavera árabe tienen el sustento de fuerzas empeñadas en erigir Estados post-seculares (o religiosos que siguen el ejemplo iraní).

El caso de México no se asemeja a ninguna de estas dos variantes, por más que guarde un lejano parecido con el segundo. El infortunio de la alternancia que se inició en 2000 reside acaso en el carácter groseramente rudimentario y confesional de las franjas del integrismo católico que lo tomaron en sus manos. El mundo conservador mexicano provino de las catacumbas de la criptopolítica en las que lo encerró el antiguo régimen autoritario. Pero ya en la Presidencia, nunca tuvo la audacia ni la sensibilidad para dejarlo atrás.

Frente a la degradación de la novedad que significó la alternancia, lo más equívoco sería vindicar esa versión del Estado laico que predominó durante los años y las décadas del corporativismo. Una versión hipócrita que en la esfera pública fomentaba una retórica de la crítica y, por debajo, negociaba apoyos y sustentos con la jerarquía ecleseástica. Esa ambigüedad creó un PRI (a partir del salinismo) dependiente de la propia Iglesia, y una Iglesia convencida de que la religión era requerida en el seno del Estado para convalidar su legitimidad: un auténtico engendro de las mentalidades del antiguo régimen. Para cambiar el estatuto de las libertades, es inevitable reformar tanto al Estado como a la Iglesia misma. Si hoy se pretende crear un nuevo territorio que responda a las transformaciones de lo público en aras de garantizar un espectro cada vez más diverso de espacios de representación, la única opción es pasar del Estado laico al Estado secular.

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