En
realidad, el IFE actuó tal como se le ordenó. No podía ser de otro modo
porque desde antes de las elecciones estaba hecho el acuerdo del triunfo de Peña Nieto
Con
el Instituto Federal Electoral (IFE) dando por concluida su
“investigación” sobre las irregularidades y abusos cometidos por el PRI
para imponer al candidato de la oligarquía, comienza una nueva etapa
orientada a enmendar las fallas, errores, omisiones de Felipe Calderón
y de este modo fortalecer la hegemonía del grupo en el poder. Así, el
IFE está demostrando no sólo su ineficacia, sino su lamentable papel de
esquirol que lo coloca definitivamente como un ente inservible para los
fines que fue creado.
Queda demostrado que la democracia en México no podrá avanzar desde las instituciones creadas por la oligarquía, sino mediante una organización cada vez más firme de la sociedad, bajo un liderazgo con plena autoridad y con capacidad ética para encabezar una lucha que será no sólo muy difícil, sino de alcances históricos, porque de sus resultados dependerá que México resurja de las cenizas, luego de tres décadas de imposiciones neoliberales. Con el aval pleno del IFE a la elección presidencial, al Tribunal Electoral sólo le resta firmar el acta de reconocimiento a Peña Nieto como presidente electo.
Nos esperan, en caso de concretarse la imposición, años de duras pruebas, porque el grupo priísta en el poder no se andaría con miramientos para poner en práctica sus designios. El problema sería mayor porque llegaría no para servir al país, sino para concretar un programa de alcance mundial en lo concerniente a la parte mexicana. Está más que claro que los gobiernos de las naciones periféricas obedecen instrucciones de los centros de poder trasnacional, los cuales consideran que este es el momento para concretar una división internacional del trabajo acorde a sus muy particulares intereses.
Así lo demuestran hechos categóricos, como la obsesiva terquedad de imponer un castigo ejemplar a Julián Assange, por su osadía de informar al mundo sobre las prácticas abusivas del imperialismo estadounidense. En este mismo renglón cabe la criminal represión de la policía de Sudáfrica contra un grupo de mineros por su “desfachatez” de demandar mejores condiciones laborales, con saldo de 10 muertos. Peña Nieto llegaría con la convicción de que contaría con el apoyo irrestricto de la plutocracia mundial, en tanto cumpla con las directrices que a sus miembros interesan, absolutamente ajenas a los intereses del pueblo mexicano.
Con el fin de contar con tiempo y espacios para establecer reglas de juego, Peña Nieto pondría en marcha una política demagógica al viejo estilo priísta, que no podría durar mucho porque se correría el riesgo de que surgieran líderes sociales que tratarían de aprovechar la coyuntura para hacer realidad avances concretos en favor de las clases mayoritarias. Pronto tendría que mostrar su verdadero rostro, para no dejar que las cosas se salieran de control y no exponerse a perder la confianza de quienes manejan al mundo desde sus lujosas oficinas. Tal es el compromiso del PRI en esta hora tan compleja para los mexicanos, que lo será aún más en la medida que dirigentes de las fuerzas progresistas no vean más allá de sus narices y comenzaran a actuar de manera ambivalente y corrupta.
En realidad, el IFE actuó tal como se le ordenó. No podía ser de otro modo porque desde antes de las elecciones estaba hecho el acuerdo del “triunfo” de Peña Nieto. Con todo, los dirigentes del Movimiento Progresista consideraron que tendrían una última oportunidad de actuar bajo las reglas del sistema político oligárquico y quisieron aprovecharla, quizá ingenuamente. Por esto es casi imposible que dentro de seis años volviera a repetirse el mismo error. Quedó ya plenamente demostrado que no tiene caso prestarse al juego perverso de la oligarquía, a la mascarada “electoral”, pues los únicos beneficiados son sus integrantes, a quienes se les da además la oportunidad de presentarse ante el mundo como demócratas impolutos.
En los próximos años, en caso de que Peña Nieto ocupara la silla presidencial, se habría de magnificar la profunda contradicción que caracteriza a México. Por un lado, el gobierno derechista estaría en imposibilidad de cumplir los anhelos democráticos del pueblo, y por lo mismo cada vez más necesitado de apoyo de los centros de poder trasnacional, el cual podría allegarse obedeciendo incondicionalmente sus directrices. Pero a nivel interno se iría descubriendo su catadura fascista, por lo que iría perdiendo a pasos acelerados el apoyo de sus propias bases.
La violencia que hoy tiene características atribuibles a una profunda descomposición social, en los años venideros se podría agravar por el creciente descontento de las clases mayoritarias, afectadas por los abusos de un gobierno al servicio de una minoría rapaz, a su vez muy comprometida con intereses extranjeros.
Queda demostrado que la democracia en México no podrá avanzar desde las instituciones creadas por la oligarquía, sino mediante una organización cada vez más firme de la sociedad, bajo un liderazgo con plena autoridad y con capacidad ética para encabezar una lucha que será no sólo muy difícil, sino de alcances históricos, porque de sus resultados dependerá que México resurja de las cenizas, luego de tres décadas de imposiciones neoliberales. Con el aval pleno del IFE a la elección presidencial, al Tribunal Electoral sólo le resta firmar el acta de reconocimiento a Peña Nieto como presidente electo.
Nos esperan, en caso de concretarse la imposición, años de duras pruebas, porque el grupo priísta en el poder no se andaría con miramientos para poner en práctica sus designios. El problema sería mayor porque llegaría no para servir al país, sino para concretar un programa de alcance mundial en lo concerniente a la parte mexicana. Está más que claro que los gobiernos de las naciones periféricas obedecen instrucciones de los centros de poder trasnacional, los cuales consideran que este es el momento para concretar una división internacional del trabajo acorde a sus muy particulares intereses.
Así lo demuestran hechos categóricos, como la obsesiva terquedad de imponer un castigo ejemplar a Julián Assange, por su osadía de informar al mundo sobre las prácticas abusivas del imperialismo estadounidense. En este mismo renglón cabe la criminal represión de la policía de Sudáfrica contra un grupo de mineros por su “desfachatez” de demandar mejores condiciones laborales, con saldo de 10 muertos. Peña Nieto llegaría con la convicción de que contaría con el apoyo irrestricto de la plutocracia mundial, en tanto cumpla con las directrices que a sus miembros interesan, absolutamente ajenas a los intereses del pueblo mexicano.
Con el fin de contar con tiempo y espacios para establecer reglas de juego, Peña Nieto pondría en marcha una política demagógica al viejo estilo priísta, que no podría durar mucho porque se correría el riesgo de que surgieran líderes sociales que tratarían de aprovechar la coyuntura para hacer realidad avances concretos en favor de las clases mayoritarias. Pronto tendría que mostrar su verdadero rostro, para no dejar que las cosas se salieran de control y no exponerse a perder la confianza de quienes manejan al mundo desde sus lujosas oficinas. Tal es el compromiso del PRI en esta hora tan compleja para los mexicanos, que lo será aún más en la medida que dirigentes de las fuerzas progresistas no vean más allá de sus narices y comenzaran a actuar de manera ambivalente y corrupta.
En realidad, el IFE actuó tal como se le ordenó. No podía ser de otro modo porque desde antes de las elecciones estaba hecho el acuerdo del “triunfo” de Peña Nieto. Con todo, los dirigentes del Movimiento Progresista consideraron que tendrían una última oportunidad de actuar bajo las reglas del sistema político oligárquico y quisieron aprovecharla, quizá ingenuamente. Por esto es casi imposible que dentro de seis años volviera a repetirse el mismo error. Quedó ya plenamente demostrado que no tiene caso prestarse al juego perverso de la oligarquía, a la mascarada “electoral”, pues los únicos beneficiados son sus integrantes, a quienes se les da además la oportunidad de presentarse ante el mundo como demócratas impolutos.
En los próximos años, en caso de que Peña Nieto ocupara la silla presidencial, se habría de magnificar la profunda contradicción que caracteriza a México. Por un lado, el gobierno derechista estaría en imposibilidad de cumplir los anhelos democráticos del pueblo, y por lo mismo cada vez más necesitado de apoyo de los centros de poder trasnacional, el cual podría allegarse obedeciendo incondicionalmente sus directrices. Pero a nivel interno se iría descubriendo su catadura fascista, por lo que iría perdiendo a pasos acelerados el apoyo de sus propias bases.
La violencia que hoy tiene características atribuibles a una profunda descomposición social, en los años venideros se podría agravar por el creciente descontento de las clases mayoritarias, afectadas por los abusos de un gobierno al servicio de una minoría rapaz, a su vez muy comprometida con intereses extranjeros.
Guillermo Fabela - Opinión EMET
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