Por Lucía Lagunes Huerta*
México, DF, 21 ago 12 (CIMAC).-
Todavía se cree que lo que ocurre detrás de las puertas de la casa o lo
que ocurre entre las parejas y en la vida privada es un asunto que no
es de interés público, máxime cuando el agresor es un hombre con poder
y “reconocimiento” público.
Durante siglos la división entre lo
público y lo privado ha servido para mantener el honor masculino, y
dejar en mayor vulnerabilidad a las mujeres.
A un hombre que
participa en la política, la academia, el sistema de justicia, la
cultura o en la economía, no se le cuestiona si es o no buen padre, si
cumple con sus obligaciones económicas, si respeta o no a su compañera
y descendencia; eso no está en la línea de valores públicos que debe
cumplir, muy contrario a lo que ocurre con las mujeres.
Lo que
debe cuidar él es aparentar en público que es una buena persona aunque
en su vida privada atente contra los derechos de quienes le rodean. Es
así que los hombres han hecho de su doble moral un camino para la
impunidad.
Sin embargo, este orden social tiene ya una fractura que hoy está dejando ver la magnitud de esa doble moral masculina.
Durante
años la frase feminista “lo personal es político” se acuñó desde un
sentido: visibilizar en la vida pública el horror que viven las mujeres
en el ámbito privado, primer paso en el que hay bastante avance.
Ahora
estamos frente al segundo sentido de la frase: el actuar personal, las
creencias y la actuación privada es una medición inequívoca de su
actuar político. Valorar la coherencia de su dicho en la práctica.
Un
hombre, públicamente defiende los Derechos Humanos, logra prestigio
académico por investigar la violencia contra las mujeres, pero que es
violento en la vida cotidiana con quienes viven con él, con el
personal que colabora con él, no puede mantenerse en el escenario
público atentando contra lo que él pregona en público.
Esta
fractura es casi un ojo de alfiler que es necesario ensanchar. Por esa
pequeña abertura han logrado pasar el caso del hijo de Diego Fernández
de Cevallos, del cual después del escándalo de la agresión contra su
esposa e hijos poco se sabe.
La denuncia pública de la ex esposa
del consejero electoral Sergio García Ramírez, ante la violencia que
ejerce contra su familia y sus allegados cercanos e ira irracional, y
ahora, el señor Carlos Castresana Fernández, fiscal del Tribunal
Supremo de España.
En el caso de este último, la doble moral
masculina llega hasta las esferas más altas del poder, en las
estructuras más altas del Estado, para proponerlo a que investigue los
casos de feminicidio en Campo Algodonero, Ciudad Juárez.
Si sólo
se valora la experiencia profesional y académica de Castresana suena
lógico que la idea del Estado sea contratarlo, pero si a esa
experiencia académica se le cruza la coherencia personal, la propuesta
se derrumba al atentar contra lo que se quiere investigar.
Un
hombre que intimida, utiliza su poder para atentar contra su ex
compañera, no puede ser el mismo que investigue la verdad en un caso de
violencia feminicida, porque no cuenta con la calidad moral para ello,
y porque la violencia contra las mujeres es un delito y quien delinque
no puede ser el mismo que investigue a otros delincuentes.
Es como poner a un ladrón, asesino o torturador a investigar homicidios, asaltos y defender los Derechos Humanos.
El
Estado no puede permitirse ser usado para proteger al agresor y simular
acciones de justicia, por el contrario debe colocar en el máximo nivel
de prioridad nacional salvaguardar la vida de las mujeres y terminar la
impunidad. En esa lógica, la propuesta de Castresana debe ser retirada.
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