Alejandro Encinas Rodríguez
Los pronósticos para 2013 apuntan hacia escenarios y reacomodos ya transitados en la vida política del país. Por un lado, el PRI se afanará en construir la legitimidad que no obtuvo en un proceso electoral cuestionado por el dispendio de recursos y la manipulación mediática, donde, paradójicamente, sus principales adversarios, PRD y PAN, se han convertido en su principal fuente de legitimación tras la firma del llamado Pacto por México, mismo que impondrá la agenda legislativa del Ejecutivo a un Congreso que no logra construir una agenda propia y que entrará en un proceso de definiciones puntuales al momento de desagregar los acuerdos suscritos, particularmente en asuntos tan polémicos como las reformas energética y fiscal.
Para ello, asumirá las prácticas tradicionales del priísmo mexiquense y propiciará la concentración del poder público con la disposición de vastos recursos, que bajo el aura de los programas sociales y el manejo de un conocido y poco prestigiado grupo de operadores políticos buscará acrecentar su control territorial y el desmantelamiento de la base social donde gobierna la oposición, sin menoscabo de los grandes negocios que desde la esfera pública se emprenderán a fin de cubrir los compromisos que permitieron su regreso. Pero también cabe reconocer que el partido en el poder ha tomado la iniciativa y, a diferencia de los gobiernos del PAN, tiene claro qué hacer con el poder y sabe cómo ejercerlo.
Por su parte, el PAN profundizará su crisis y la fisura derivada de la ineficiencia, la corrupción y el descrédito encarnado en sus ex presidentes —uno fuera de sus filas y otro con las manos manchadas de sangre—, situándose en un refuego pragmático y contradictorio en el que, por un lado, encontrará afinidad ideológica con la parte sustancial del proyecto priísta, mientras por otro buscará una asidera en el PRD, cuya dirigencia complaciente reproducirá la errática política de alianzas que ha sostenido, lo que acrecentará el conflicto que suscitó la firma del pacto, el surgimiento de Morena como partido político y el empecinamiento obsesivo de algunos de sus dirigentes por deslindarse de López Obrador.
El grupo dominante en el PRD ha empeñado especial interés por desacreditar a Morena ante la eventual desbandada de militantes, acusándolo de radical (sin precisar qué entienden por ello, pues ser radical es ir a la raíz de los problemas y no sinónimo de violencia), y alentando un debate estéril que reproduce lo peor del sectarismo estalinista que dividió durante décadas a la izquierda en una disputa entre reformistas y revolucionarios, mientras el PRI se consolidaba en el poder. Asimismo, resulta absurdo insistir en que para ser un factor de poder, el PRD debe dejar de ser el partido del “no”. Lo que en sí no debería ser un tema de discusión, pues cuando un partido tiene definida su identidad política e ideológica, no tiene problemas para establecer los umbrales de disenso o entendimiento con otras fuerzas políticas, y como oposición saber cuándo decir “no”, superando la tentación de convertirse en el partido del “sí señor”, como sucedió en 1986, cuando diputados del extinto PST llegaron al extremo de justificar el llamado “fraude patriótico” contra la derecha en Chihuahua, a quienes Arnoldo Martínez Verdugo llamó los “socialistas del presidente”. Curiosamente los defensores de tan trascendente concepto democrático son algunos de los principales promotores del pacto.
Más que deslindarse, el PRD debería retomar la iniciativa, construir el perfil transformador de los gobiernos que encabeza y avanzar hacia la conformación de un frente político electoral progresista, pues, como lo demuestran los resultados electorales, cuando la izquierda se unifica se consolida como fuerza nacional, ahí están como ejemplo los cerca de 16 millones de votos obtenidos en la elección presidencial, por lo que la lógica debería ser avanzar en las elecciones locales de este año, encontrando los mecanismos legales que permitieran su acción unificada y remontar su inminente fragmentación electoral. Sin embargo, son tan fuertes los intereses en juego, los compromisos adquiridos y la obsesión de perdurar en el poder, que la expectativa de cambio que se genera con la llegada de un nuevo gobierno pronto topará con un profundo desengaño.
Senador de la república
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