Ricardo Raphael
Diez días lleva secuestrado el edificio que hospeda la rectoría de la UNAM. Los responsables son un grupo de estudiantes cuyas demandas no han alcanzado contagio entre la opinión pública.
La exhibición de sus exigencias ha sido más importante que el contenido detrás suyo. La forma por encima del fondo. ¿Por qué llevan el rostro cubierto? ¿Qué piden a cambio de liberar esa instalación que hoy es su rehén? Es tarea compleja responder a ambas interrogantes.
Con todo, algunos de sus mensajes alcanzan a ser audibles: argumentan estar contra una suerte de conspiración para privatizar la UNAM; están enojados porque el inglés sea obligatorio en los CCH y no quieren que sus profesores trabajen jornada completa. (Extraña época cuando los alumnos secuestran edificios para que sus maestros laboren menos).
Poca confianza tienen los encapuchados en las palabras. No cabe en su imaginación que del otro lado se halle un interlocutor digno para dialogar civilizadamente. Por eso han optado por la política del empellón. Su circunstancia es hija de la sociología del extremismo. Es una cosmovisión que, de tiempo en tiempo, conduce a replegarse en la intimidad de las necedades propias para ahorrarse el gran esfuerzo que significa entenderse entre seres humanos.
La sociología del extremismo también explica lo que está ocurriendo en Guerrero. Los maestros de la CETEG decidieron prenderle fuego a las instalaciones de tres partidos porque los diputados locales votaron en contra de su propuesta de ley. Al igual que sus parientes encapuchados de la UNAM, los maestros disidentes no han logrado contagiar con sus consignas y tampoco han sido buenos para lograr empatía con sus argumentos. Insisten con empeño que la reforma educativa quiere privatizar las escuelas; rechazan que, para permanecer en sus cargos, deban esforzarse y no soportan la idea de sufrir evaluaciones similares a la que experimenta, en el mundo, cualquier otro profesional del magisterio.
Para ellos la forma es también más importante que el contenido. Los integrantes de la CETEG no usan capucha para esconder su rostro, porque en su repertorio prefieren las antorchas y los palos. Tienen predilección por el bloqueo de carreteras que tanto enoja, y con razón, a el resto de sus conciudadanos. Son expresión genuina de la sociología del extremismo porque no están dispuestos a aceptar otra solución que no sea la propia. Son tan autoritarios como los funcionarios a quienes señalan.
Son tan reacios a la práctica democrática de la conversación como una tanqueta a punto de estrellarse contra otra. La sociología del extremismo tiene tantos adeptos, de uno y otro lado del escritorio, que es fácil imaginar un crecimiento de estas y otras expresiones sociales.
Sin embargo, para existir, el extremista necesita toparse con otro de su misma naturaleza. La cerrazón no es actitud que pueda sobrevivir largo tiempo sin cerrazón en el lado opuesto. La sociología del extremismo se alimenta de la represión, de los mártires, de las víctimas. Aviva su lucha gracias a la mano dura, al Estado violento, a la autoridad que se impone con fuerza pero sin ley. Quienes pertenecen a tal visión del mundo, a veces están situados dentro de la sociedad y otras tantas son autoridad.
Ambos extremos se temen entre sí pero se necesitan para sobrevivir. Ambos descreen de la democracia porque saben que en el terreno del intercambio de razones y opiniones saldrían derrotados.
Por fortuna, ellos no son mayoría en el país. En México los extremistas no pesan más que otros y, al parecer, tampoco han logrado seducir al gobierno para que se vuelva instrumento suyo. No quiere decir que escaseen voces presionando por ver caer la fuerza del Estado sobre los revoltosos. Tampoco que estén callados quienes sueñan con ver multiplicarse, como torbellino, la ventisca de la violencia. Hoy sólo es evidente que esa sociología no es mayoritaria.
Por lo pronto esta semana, quienes exigen desalojo y punto se quedarán con las ganas. Nada menos atractivo que darle una oportunidad a la sociología del extremismo en la visita a México de Obama.
¿Y luego? Sería difícil hacer predicciones. Pero cabría apostar por la conversación democrática y por todas aquellas circunstancias que la garantizan. Sería fundamental dejar a los extremistas en los extremos y no dentro de la casa que todos compartimos. Pero hacerlo a través de la política y no de los palos y la mano que aplasta.
Analista político
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