Ferguson, Missouri e Iguala, Guerrero
A
menudo pasa inadvertida la relación que existe entre la convulsión
social en Estados Unidos y en México. No señalar la consanguinidad de
las dos agitaciones es un error que puede conducir a falsas
interpretaciones. Estamos frente a un cuestionamiento mucho más
profundo que la mera cuestión racial en EE.UU. o la inseguridad en
México. Ferguson, Missouri e Iguala, Guerrero son los focos sísmicos de
un proyecto geopolítico que se basa en la concentración de las fuentes
de riqueza y poder, en detrimento de las poblaciones involucradas en
esa insana modalidad de integración regional: a saber, el Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés).
Este bloque transterritorial, que comprende a Estados Unidos, Canadá y
México, tiene dos características fundamentales: uno, la confiscación
de patrimonios y derechos para una ulterior concentración de poder; y
dos, la criminalización de la totalidad de la población civil con base
en políticas confrontacionistas –la guerra contra el crimen y la guerra
contra el terrorismo–, administradas por un Estado configurado
policiaca y militarmente. Para los hiperacumuladores pone a disposición
todas las bondades; para la población sólo ofrece vacíos legales,
invisibilización, exposición a la muerte, controles rigurosos,
violencia militar.
Cabe hacer notar que la detonación de la
indignación en ambos países estuvo precedida por el asesinato de
personas que integran ese sector que, en los cálculos del poder, están
tipificados como “residuales” o “desechables”. No es un tema racial,
como sugieren algunos. Es un tema de clase. La comunidad afroamericana
en Estados Unidos y los normalistas en México están encuadrados en las
coordenadas de excepcionalidad y violencia que acarrea esa modalidad
específica de integración regional.
No es accidental que
los discursos públicos de los dos mandatarios –Barack Obama y Enrique
Peña– sigan más o menos la misma tesitura. Ninguno de los dos refiere o
atiende los problemas de fondo. Ambos se ciñen a un guión de soluciones
cosméticas, y falsos antídotos que redundan en una profundización del
autoritarismo. Los dos se apropian oportunistamente del reclamo
colectivo, con la típica lágrima de cocodrilo, manifestando
preocupación por los casos en cuestión, pero invariablemente seguido
por épicas alocuciones encomiásticas del orden establecido, y
condenando a la par todo acto ciudadano fuera del marco de la ley.
“Incendiar edificios, prender fuego a automóviles, destruir bienes y
poner personas en peligro… no hay excusa para eso” (Barack Obama); “El
dolor que siente el país tampoco es justificación para recurrir a la
violencia o el vandalismo. No se puede exigir justicia violando la ley”
(Enrique Peña).
La prueba más clara de la indisposición
de las autoridades para atacar la raíz del problema, y del carácter
falsario de sus discursos efectistas, es el incremento de efectivos
militares o policiales en las calles de los dos países. En Missouri, el
gobierno del estado, con la venia del gobierno federal, aprobó el
despliegue de más de 2 mil 200 elementos de la Guardia Nacional. Por
añadidura, en Estados Unidos y en México las detenciones están a la
orden del día. Tan sólo en Los Ángeles se estima que más de 300
personas fueron arrestadas. En México se tiene conocimiento de 11
personas, recluidas en penales de máxima seguridad, en procesos llenos
de irregularidades jurídicas y graves violaciones a las garantías
individuales.
Esta respuesta represiva e histérica es
sintomática de la magnitud de los intereses involucrados: a saber, dos
proyectos de Estado íntimamente entrecruzados que sólo consideran un
valor fijo: el beneficio irrestricto de las oligarquías regionales. Los
círculos del poder político están especialmente nerviosos con el curso
de las movilizaciones en los dos países. Temen la seriedad de la
consigna ciudadana en Estados Unidos: “We are a movement; not a
momento” (“Somos un movimiento; no un momento”). O la variante
mexicana: “Todos somos Ayotzinapa”. El temor cobra más fuerza cuando
descubren que las movilizaciones cuentan con una organización que no es
coyuntural, sino que está arraigada en experiencias de lucha homólogas:
Occupy Wall Street y #YoSoy132.
En
ambos casos, el fermento de las protestas es más o menos el mismo:
homicidios brutales, encubrimiento de los autores materiales e
intelectuales, respuesta represiva a las manifestaciones,
militarización de las calles, negligencia de las autoridades.
La tesis acá es que las causas profundas del malestar ciudadano también
son comunes: desvalorización de la fuerza de trabajo, militarización de
la seguridad, policialización de la vida pública, desprotección
jurídica de la población, concentración de las fuentes de riqueza,
desmantelamiento del piso de derechos sociales, bancarrota de las
instituciones políticas.
Ferguson, Missouri e Iguala,
Guerrero, apuntan en la misma dirección: el resquebrajamiento del
TLCAN-NAFTA, y la desarticulación del Estado policiaco.
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