La Jornada
Es exasperante y
desalentador llegar, hoy, a dos años de la agresión perpetrada el 26 de
septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, contra estudiantes normalistas
de Ayotzinapa y otras personas. En los 24 meses transcurridos desde
entonces las autoridades, lejos de esclarecer el cruento ataque y de
procurar justicia, han enturbiado los hechos a un grado difícil de
concebir y con propósitos que escapan al entendimiento de la opinión
pública nacional e internacional, y los 43 alumnos de la Normal Rural
Isidro Burgos que fueron desaparecidos aquella noche siguen ausentes.
Las versiones oficiales elaboradas tanto por el gobierno estatal como
por el federal han sido sistemáticamente derrumbadas por sus propias
contradicciones e incoherencias, así como por los aportes de
investigadores mexicanos y extranjeros. Han salido a la luz simulaciones
–como la del segundo peritaje de fuego en Cocula–, ocultamientos,
destrucción y
siembrade pruebas, indicios de fabricación de culpables, elementos que podrían apuntar a la construcción deliberada de pistas falsas –como la de las bolsas con restos calcinados supuestamente arrojadas al río San Juan–, y las investigaciones científicas han desvirtuado una y otra vez la factibilidad de que los 43 muchachos aún desaparecidos hubieran sido incinerados en una gigantesca pira en el basurero de Cocula.
En estos dos años el gobierno federal ha tenido oportunidades de
limpiar su propia investigación y las ha desperdiciado todas. Habría
podido atender las recomendaciones del Grupo Interdisciplinario de
Expertos Independientes (GIEI), contenidas en dos gruesos informes; las
de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; habría podido
aprovechar la salida como procurador general de la República de Jesús
Murillo Karam, patrocinador de la verdad histórica del basurero
de Cocula, y habría podido proceder con una investigación seria y
verosímil sobre las inexplicables e irregulares maniobras efectuadas por
el ahora ex director de la Agencia de Investigación Criminal Tomás
Zerón de Lucio, al margen de las diligencias oficiales, en cuanto éstas
fueron expuestas a la opinión pública por el GIEI.
Al confundir, oscurecer y revolver el caso y, en última
instancia, al persistir en lo que constituye una abierta denegación de
justicia para los muertos y heridos y en un desdén ante la suerte de los
43 desaparecidos, el gobierno ha causado un pronunciado deterioro en la
imagen nacional e internacional de las instituciones y en la ira
sostenida de grandes sectores de la población.
En el extremo opuesto, la incansable lucha de padres, madres,
familiares y compañeros de los ausentes, los muertos y los heridos, ha
concitado una solidaridad pocas veces vista en la historia contemporánea
y ha dado lugar a una multitud de expresiones de rechazo a los crímenes
perpetrados en Iguala y a la ineptitud, indolencia y falta de voluntad
del grupo gobernante para resolverlos y para encontrar a los
desaparecidos. Pero las innumerables movilizaciones, protestas y
reuniones con funcionarios de diversos niveles emprendidas por los
padres de Ayotzinapa han topado una y otra vez con la opacidad, con el
escamoteo de la verdad y con el constante aplazamiento de acciones
orientadas a esclarecer, procurar justicia y castigar a los culpables.
Por si fuera poco, el entorno de los 43 ha sufrido diversas campañas de
difamación, emprendidas desde el conglomerado de medios hasta hace poco
adeptos al poder, que han pretendido presentar a las víctimas como
delincuentes y a sus padres como individuos manipulados por intereses
oscuros e inciertos.
Entre las sucesos lamentables que caracterizan desde ahora a este
sexenio y que serán marcas históricas indelebles, la más dolorosa e
indignante es sin duda la que evocan las toponimias de Iguala y
Aytozinapa, asociadas a una cifra: 43.
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