Carlos Bonfil
El director francés Damien Chazelle acompañado de los protagonistas de La La Land, la estadunidense Emma Stone y el canadiense Ryan GoslingFoto Afp
Una película de amor para tiempos de odio. Según el diccionario Merriam Webster, la expresión La-La Land designa
un eufórico estado mental de ensoñación alejado de las más duras realidades de la vida. También es una manera de nombrar a la ciudad de Los Ángeles. La La Land, cinta más reciente de Damien Chazelle (Whiplash, 2014), es un emotivo tributo a un género fílmico casi olvidado: la comedia musical hollywoodense clásica, particularmente la de los años 40, su periodo más emblemático y brillante. Su historia, un guión del propio realizador, tiene tanta sustancia y trascendencia como las tramas románticas, de candor irredento, que desde la década de los años 30 servían de pretexto al frenesí musical y a la inventiva coreográfica de los maestros del género, desde Mervyn LeRoy, Busby Berkeley o Lloyd Bacon y sus emblemáticas Gold diggers, hasta Stanley Donen y Gene Kelly, creadores de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, 1952), en Cinemascope y en fastuoso technicolor.
¿Qué propone Damien Chazelle varias décadas después en La La Land?
Adopta sin ambages el esquema narrativo muy elemental de una comedia
romántica, con números musicales, al estilo de las estelarizadas por la
pareja Fred Astaire y Ginger Rogers, para referir el encuentro amoroso
de Mia (Emma Stone), mesera que aspira a triunfar en Hollywood como
actriz y dramaturga, y Sebastian (Ryan Gosling), oscuro pianista que
sueña con tener su propio club de jazz y rendir ahí tributo a ídolos
musicales como Thelonius Monk. Las continuas frustraciones profesionales
de la pareja conspiran contra su incipiente dicha ofreciéndoles como
perspectiva un duro dilema entre la realización personal y la
satisfacción sentimental compartida, un poco en el estilo del New York, New York, de Martin Scorsese (1977), aunque sin su afiladísima ironía.
Hay en La La Land fuertes cargas de desencanto, sueños
derrumbados que se levantan de nuevo providencialmente, y un doble
desenlace que confunde realidad y ficción, pero lo que interesa ante
todo a Chazelle, desde la primera secuencia del filme, es toda la
exuberancia escénica, el vértigo dancístico de la pareja, la
mitologización de Los Ángeles como capital de los sueños y los tropiezos
existenciales, y la pátina en colores primarios del almanaque muy vintage de un mundo desaparecido y entrañable. Ese La La Land suyo
–Arcadia y espacio utópico– semeja así el reverso feliz de una realidad
que actualmente se antoja desoladora. No es un azar que la comedia
musical hollywoodense haya sido, durante los años 30, una respuesta de
intenso optimismo a la gran depresión económica y a una época de
paranoias políticas, proteccionismo y embate ultraderechista muy
parecida a la que hoy vive Estados Unidos.
Damien Chazelle sabe que los jóvenes espectadores de este
nuevo siglo desconocen casi todo de esa vieja comedia musical
inaccesible para ellos en la pantalla grande y en su esplendor original.
De algún modo, su película restituye para esa generación algo de aquel
encanto perdido, sin pretender por supuesto que Ryan Gosling o Emma
Stone busquen o puedan competir en virtudes de baile, y en arrobo
amoroso, con la pareja Astaire y Rogers. Sería insensato siquiera
suponerlo. El modelo declarado no es únicamente Hollywood, sino también
las comedias de Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, 1964; Las señoritas de Rochefort,
1967), y la espléndida música de Michel Legrand, y todos los acentos de
melancolía por un mundo mejor percibido ya un tanto a la deriva. Cabe
tal vez ahora aventurar una hipótesis optimista. En esta patética era
Trump de cinismo triunfante, ¿no podría ser el La La Land hollywoodense
el espacio de una novedosa resistencia cultural y artística? La cinta de
Chazelle, nominada a varios Óscares, bien podría ofrecer al respecto,
durante la próxima ceremonia de premiación, una de las primeras
respuestas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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