1/22/2017

Mar de Historias: Toda una eternidad



Cristina Pacheco
En abril se nos presentó el licenciado Zavaleta, el administrador de la señora Robles, para informarnos que su patrona quería que le desocupáramos los departamentos. En su lugar piensa construir una torre ejecutiva. Esos términos no significaban nada para nosotros. Lo importante era saber de cuánto tiempo disponíamos para mudarnos. Hasta enero.
La breve respuesta nos dejó aún más aturdidos y sólo Magali, mi vecina, se atrevió a preguntar: ¿A qué alturas de enero, licenciado? El mes tiene treinta y un días. Que no pase de enero, fue la respuesta. Argumentando nuestras exigencias familiares y limitaciones económicas, le pedimos un plazo más amplio. Dijo que era imposible. Hubo protestas, súplicas, gemidos. El licenciado Zavaleta no hizo el mínimo intento por comprender lo que significaba para nosotros abandonar el edificio donde habíamos vivido durante años, y algunos, como Esthercita y Marco Antonio, desde que se inauguró, en el 80.
El administrador interrumpió nuestras explicaciones porque, según dijo, necesitaba hacer una llamada en su celular. Con el pretexto de que la recepción era muy mala salió a la puerta, luego a la calle y al fin se largó en su coche dejándonos como regalito dominical una muy mala nueva y el olor empalagoso de su loción.
II
Mis vecinos y yo pasamos el resto de la mañana comentando la noticia, lamentando no haber destinado el dinero de las rentas a pagar las mensualidades de una casa o un simple cuarto redondo, ¡pero nuestro!
Pronto surgió la pregunta más inquietante: ¿adónde iríamos? Las posibilidades de alquilar otro departamento eran lejanas, si no es que inalcanzables, por los altos costos de las rentas y las absurdas exigencias de los arrendadores. Algunos cobran en dólares, otros no aceptan a familias con niños, la mayoría no permite que sus inquilinos fumen o tengan animales.
Nico gimió. Tiene siete perros, incluido Gonzo, un cachorro que recogió, a punto de ser atropellado, en pleno Circuito Interior. Dijo que prefería vivir en plena calle antes que separarse de Pocho, Taco, Fiel, Dandy, Pecas, Jade y Gonzo: sus niños.
Por animarlo, Elvira, la vecina del 12, le dijo que no se preocupara, la situación no era tan dramática. Faltaban nueve meses para enero. En ese tiempo podían suceder muchas cosas: desde que él encontrara un lugar apropiado donde alojarse con sus perros hasta que la dueña se olvidara de construir la dichosa torre ejecutiva.
Esto nadie se lo creyó. Lo otro sí: de abril a enero había una eternidad. En vez de torturarnos imaginándonos en situaciones extremas, debíamos serenarnos y, muy importante, mantener el ritmo de siempre y esperar un milagro. ¿Por qué no? Todavía suceden. Como prueba, el increíble rescate de Gonzo.
Acatamos los consejos de Elvira y, siempre inquietos ante las perspectivas, seguimos adelante con nuestra vida llena de trabajo, compromisos, exigencias, sorpresas, visitas al médico, desencuentros, celebraciones. En medio de tan frenética actividad ¿quién volvió a pensar en enero? ¡Nadie! Hasta que llegó.
¿Pero cómo? ¿Tan pronto?, dijimos al recibir la visita del administrador. A finales de diciembre fue a recordarnos que antes del l5 de enero el edificio debía estar completamente desocupado. Aprovechó para decirnos que no se explicaba nuestra demora. Arrebatándonos la palabra, le explicamos que nos habíamos quedado allí por apego al edificio, por no tener adónde ir, por no encontrar una vivienda al alcance de nuestras posibilidades. Todo era cierto, pero en el fondo creo que permanecimos en nuestros departamentos en espera de que algo desviara el proyecto de la señora Robles en nuestro beneficio. No fue así.
III
La última semana en el edificio fue espantosa. A pesar de los adornos navideños, todo se veía triste. Los corredores y las escaleras se volvieron intransitables a causa de los muebles, cajas y maletas dejados en cualquier parte mientras llegaban los camiones de mudanza. Por las puertas abiertas de los departamentos se veía el mismo desorden.
Vivo sola. No pensé necesario pedir ayuda para empacar mis cosas. Me sorprendió que fueran tantas y que hubieran cabido en un espacio tan pequeño. Con los muebles amontonados, se me volvió inmenso y hostil. Insoportable.
Salí de prisa. La mudanza esperaba. Mientras los cargadores iban a mi departamento me quedé en la puerta, tratando de no pensar en nada, ni siquiera en que mis muebles irían a dar a una bodega y yo al cuarto que me prestó Irene, una antigua compañera de trabajo. Lo ocupa su hijo. Podré quedarme allí hasta que él regrese de viaje, en abril. El lunes empezaré a buscar otra vivienda. No quiero que llegue el momento en que tenga que salirme del cuarto y decir: ¿Tan pronto? ¿Pero cómo? Tres meses no son una eternidad. Ningún tiempo lo es.

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