12/29/2008

Lydia Cacho
Plan B
29 de diciembre de 2008

Cuando era niña, unos días antes de Navidad dormía en casa de mi abuela materna. Lo suyo era cocinar, sonreír y ver gozar a las y los demás con sus platillos. Salíamos tempranito al mercado Jamaica. Mi abuelo conducía mientras recordaban dónde habían comprado el bacalao el año pasado. Los romeritos de la marchanta Ifigenia, al igual que el mole y las papas, eran los mejores de México. Uno por uno mi abuela escogía los higaditos para hacer el paté. Las fiestas comenzaban con los rituales familiares de la comida, las bebidas, las compras para que toda la familia gozara de esa noche y de los recalentados.

A mi hermana grande y a mí, la abuela y mamá nos daban tareas menores. Pelar las papas para el bacalao y los romeritos; limpiar los camaroncitos secos y picar el ajo hasta hacerlo una pasta aromática, gracias a un cardo semicircular traído de Francia por la abuela desde que llegó a México. En la cocina se hablaba de todo, de la familia y los viajes, de cómo preparar el mejor conejo al vino tinto, o las anécdotas de cómo la bisabuela curaba sus ollas de barro para el paté.

La tradición pasó a casa y mi madre involucró a mis hermanos. Los tres hombres cocinan estupendamente; aunque la que se sabe todas las recetas de memoria es mi hermana mayor.

Por eso a mí la Navidad no me sabe a nada si no cocino, si no hay prolegómenos en el mercado y el súper, si no escojo el pavo y el vino. El goce comienza días antes, cuando decidimos qué cocinaremos y acabamos con las mismas recetas de siempre; lo mío es el bacalao y las torrejas de vino tinto, aunque el pavo no me queda mal. Calculo de memoria cuántas papas por cada kilogramo de bacalao, y gozo pasar horas limpiando las vainas de romero escuchando música y platicando con una buena cerveza helada.
Nuestra Navidad nada tiene que ver con un viejo barbudo y regalos de compromiso. Casi nada ya con un rito religioso. Estas fechas se convirtieron con los años en un ritual de amor y alegría, en la fabricación de alimentos para el alma y el cuerpo, en la convivencia alrededor de una estufa, un fregadero y varias tablas de picar. Las fiestas adquieren un nuevo significado cada año, con las nuevas amistades o amores que se unen al festejo, con las sobremesas. El aroma trae consigo la presencia de mi madre y mi abuela, que aunque murieron vuelven con la alegría de sus sabores.

Buscamos a las amistades y familiares que viven en otras tierras. Por unos días rescatamos la noción de la tribu que se nutre de sus ritos, de lo esencial que nos une sin la cursilería de la seudofelicidad prefabricada por Wal-Mart.
Hace tres años, unos días antes de Navidad fui arrestada y encarcelada; una amiga me dijo entonces que diciembre quedaría para siempre marcado por el dolor y el miedo. Sé que siempre es más fuerte el poder de la familia que el poder del mal y sus esbirros. La violencia y el dolor que nos rodean son reales, simplemente tenemos la posibilidad de gozar la vida construida sobre los recuerdos del amor y nutrirnos de él. El miedo y el dolor existen, pero siempre podemos elegir no abrirles la puerta de nuestras vidas y celebrar un nuevo ciclo.

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