Foto Reuters
La primera fue La princesse de Montpensier, de Bertrand Tavernier, quien no había concursado en Cannes desde hace 20 años. A pesar de ser de casa, no es de los consentidos de La Croisette quizá porque se aprecie como un cineasta estimable, pero rara vez entusiasmante. La película en cuestión se sitúa a mediados del siglo XVI, durante la guerra entre católicos y protestantes, para describir la intriga amorosa entre nobles de la corte de Carlos IX, desatada por el personaje titular. Ciertamente una pasión que se antoja exagerada, pues la otrora modelo Mélanie Thierry encarna a la princesa con la tiesura y la inexpresividad propias de la pasarela. A Lambert Wilson le toca interpretar al único adulto supervisor de la interacción entre varios niñatos carilindos, en un valeroso intento por no repetir el papel de villano pedante que se le suele asignar.
Según demostró antes en La hija de D’Artagnan (1994), el cine de época muy antigua no es el fuerte de Tavernier. Por mucho que lo disfracen los valores de producción, la enérgica coreografía de los stuntmen en las contadas escenas de combate y la fotografía aplicada de Bruno de Keyzer, La princesse de Montpensier se ve más anticuada y convencional que La reina Margot, intensa recreación del mismo periodo debida a Patrice Chéreau, y estrenada en este mismo festival hace 16 años.
Casi tan ausente como Tavernier, el cine africano tampoco se ha manifestado mucho en la competencia de Cannes. Un homme qui crie (Un hombre que grita), cuarto largometraje de Mahamat-Saleh Haroun, es la excepción de este año. Coproducida entre Bélgica, Francia y Chad, la modestísima realización plantea cómo la guerra civil en el tercer país ha afectado moralmente a los ciudadanos. El protagonista es un viejo movido a impulsos mezquinos con su propio hijo, cuando es rebajado de su puesto de cuidador de la alberca de un hotel.
Haroun ejerce ese estilo basado en la desdramatización a partir de planos largos y distantes, la coartada de moda para el cineasta que no sabe cómo construir su discurso ni mantener un ritmo narrativo. Asimismo, no logra crear una atmósfera convincente de amenaza. Uno aceptaría que las limitaciones de presupuesto no permitan ilustrar una guerra civil, pero el ruido de helicópteros, planos de gente dándose empujones por la calle y un hotel vacío no son elementos suficientes, cuando se ignora cómo generar tensión dentro del cuadro. La película recibió discretos aplausos al final de su función de prensa, que uno supone que fueron consecuencia de la mala conciencia colonialista de algunos.
Otro tipo de guerra más definitivo lo plantea Lucy Walker en el documental Countdown to Zero (Cuenta regresiva), exhibido en función especial. Una sucesión de expertos, científicos o políticos, exponen sobre qué tan cercana es la posibilidad de un devastador ataque nuclear ya sea por error, mal cálculo o locura. Walker se aparta del desfile de cabezas parlantes con una serie de recursos gráficos, pero es tal su insistencia en la misma información que acaba por imponerse el efecto machacón. Además, es muy probable que la mayoría de los espectadores potenciales estén ya convencidos de la urgencia de un desarme nuclear. Son los grupos terroristas o algunos jefes de Estado quienes necesitan prestar atención a la advertencia. Y uno duda que tengan tiempo para ver documentales bienintencionados.
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