Foto Reuters
La tendencia del que llamo minimalismo chamagoso se ha vuelto en el cine iberoamericano refugio de moda para todo realizador sin pericia, ni recursos para un discurso cinematográfico convencional. Entonces, se confía en que los planos fijos, las tiesas actuaciones amateurs y la superficialidad del tema califiquen como minimalistas y le ganen un sitio en el circuito festivalero. Este relato sobre un auténtico marimbero chapín que, viéndose extorsionado por la mara salvatrucha, decide formar un grupo de rock fusión con un dúo metalero, empieza con el único momento emotivo de la película. En una entrevista real, el hombre confiesa que, debido a la extorsión, ha perdido todo menos su marimba, su objeto más preciado. El quiebre y llanto del protagonista dice todo lo que los siguientes 70 minutos balbucean entre escenas reiterativas y chistes malos.
La segunda fue Verano de Goliat, de Nicolás Pereda, cuya anterior Perpetuum mobile fue de lo más satisfactorio en los festivales de Guadalajara y Monterrey este año. Esa mirada fresca, de humor caprichoso sobre la soledad y el tedio chilangos, no se repite en lo que parece un muestrario de tics de dicho minimalismo: planos-secuencias tipo walkie-talkie, donde dos personajes se enfrascan en diálogos de banal cotidianidad mientras la cámara los sigue (casi siempre por atrás, de manera que sólo vemos sus nucas); largas tomas en penumbra o de intencional fuera de foco, que vuelven poco discernible la acción en pantalla; una mezcla no integrada entre el documental y la ficción, y una estructura abierta por la cual la película podría durar igual sólo 15 minutos o un día entero.
Lo paradójico es comprobar cómo ese minimalismo supuestamente renovador ha caído, en muy poco tiempo, en fórmulas que se sienten tan manidas como el boy-meets-girl. Como siempre, sujetarse a una moda implica también condenarse al envejecimiento prematuro. En unos años, Verano de Goliat se verá tan vetusto como las películas a go-gó de los años 60.
En el registro opuesto de la escala, ayer se estrenó The Town, segunda realización del actor Ben Affleck. Desmintiendo el interés generado por su opera prima, Desapareció una noche (2007), ahora ha emprendido un proyecto a la medida de su narcisismo y se asigna a sí mismo el papel protagónico: un duro pero sensible líder de una banda de asaltantes de bancos y carros blindados.
Affleck rinde homenaje a su ciudad natal, Boston, y al barrio obrero de Charlestown de dónde han salido –según nos informa un letrero al inicio– más asaltabancos que de cualquier otro en el mundo. También debe ser pródigo en clichés. Ahí están el sicopático colega matón, el no menos duro agente del FBI obsesionado con la captura de la banda, los despiadados gánsteres irlandeses que dominan el barrio, las interminables persecuciones convertidas en derby de demolición, los flashbacks en blanco y negro… no falta ninguno. Affleck filma con ese estilo enfático de tomas de helicóptero y vueltas de 360 grados, practicado por cualquier director a destajo del programa CSI. Obviamente ha visto Fuego contra fuego (1995) más de una vez, pero aún se encuentra a años luz de alcanzar la dimensión épica que Michael Mann confiere a sus historias de crimen. La película se estrenará pronto en México con el título, igualmente olvidable, de Atracción peligrosa.
Ese fenómeno del actor hollywoodense vuelto autor se verá en Toronto en sus dos vertientes más inversas. Por un lado Hereafter, reciente realización de Clint Eastwood, uno de los estrenos más esperados dada su sorprendente trayectoria desde los años 60. Por otro, The Conspirator, de Robert Redford, que quizá sólo confirme la manifiesta postura liberal del ex galán a través de un relato tan chato y obvio como todos sus anteriores esfuerzos.
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