Sara Sefchovich
En las últimas semanas, se han llevado a cabo dos bodas sonadas: la de un empresario y la de un gobernador. En ninguno de los dos casos me invitaron. ¿Por qué?
Eso es lo que quisiera saber, pues a decir verdad, podían haberlo hecho porque los conozco bien (salen todo el tiempo en la televisión, en las revistas y en los periódicos, los veo más que a mis parientes, sé lo que visten, lo que comen, con quién se llevan) y porque muchos de los que sí estaban invitados no son tan diferentes a mí. ¿Entonces?
Quizá a estas alturas del artículo, el lector esté sorprendido de que me plantee siquiera esta cuestión. Pero hacerlo me sirve para lo que es el propósito central de mi trabajo, que consiste en tratar de entender a la sociedad y a la cultura mexicanas.
Y es que si yo viviera en Inglaterra, ni siquiera me podría plantear el tema y sonaría completamente absurdo que me pregunte por qué ninguno de esos dos personajes me consideraron entre sus amigos cercanos. Pero sin embargo, viviendo en México, no lo es. Y la razón es la siguiente: en la aristocracia inglesa o española, se nace, se vive y se muere. Algunos se cuelan por amistad o matrimonio, pero al hacerlo inmediatamente tienen que adoptar las costumbres y modos de ser de ellos y mimetizarse.
En México, en cambio, la crema y nata de la sociedad es cambiante y sobre todo siempre es reciente. En las revistas de sociales muy pocos de los personajes incluídos son los mismos que aparecían hace 50 ó 30 años. Los Trouyet o Espinosa Yglesias desaparecieron del mapa dejando en su lugar a los Salinas Pliego y a los Peralta, a los Azcárraga y a los Slim. Ello nos dice que el requisito para formar parte de la aristocracia mexicana no es el pedigrí sino otros elementos. ¿Cuáles?
En primer lugar el dinero. En Inglaterra el señor Fayed es riquísimo pero ni así le dan la nacionalidad o lo admiten en los cerrados círculos de arriba. Aquí en cambio, es cosa de ser rico y ya está. Y eso mismo pasa en todo. Por ejemplo, la intelectualidad. Si en Inglaterra se pertenece a ella de manera casi automática por la relación con ciertas universidades y cofradías de pares, que se precian de no servir a los políticos aquí, por el contrario, eso depende de la capacidad de impresionar al poder con las ideas y los escritos y, sobre todo, con la visibilidad en los medios. Esto asegura la pertenencia y las invitaciones a cenas, yates y fiestas.
Dicho de otro modo: que en México la aristocracia o lo que pasa por serlo, está compuesta de nuevos ricos, nuevos políticos y nuevos intelectuales. No hay viejos títulos y no hay herencias.Y todos se pueden mezclar porque todos son recién llegados.
Ahora bien: he de dejar muy claro que esto me parece excelente, pues significa que el pedigrí se adquiere no por origen sino por talento. Los incluídos son personas como nosotros, que fueron a las mismas universidades, que nos encontramos como pacientes en los mismos hospitales, como comensales en el mismo restorán, como vacacionistas en la misma playa, como clientes en las mismas tiendas. Todos van a los mismos cines, leen de los mismos periódicos y ven los mismos canales de televisión que yo.
Historias como la del pastorcito que llegó a presidente, o la del hijo de inmigrante que llegó a ser el intelectual de cabecera del presidente o la del provinciano que se colocó muy bien y se hizo muy rico, son aquí cosa de todos los días. Aquí cualquiera puede ocupar un lugar en la sociedad, sea la del dinero, la del poder o la del pensamiento sin necesidad de casarse con alguien que le permita unir fortuna y título. Y eso hace que todos podamos aspirar a pertenecer al círculo de la aristocracia a la mexicana y suponer que podemos estar invitados a sus fiestas. Más aún cuando ello va acompañado del omnipresente discurso igualitarista, ese que reitera el tu puedes igual que pude yo, el todo es cosa de saber a quién acercarse.
Dichas así las cosas, ¿me entienden por qué me pasó por la cabeza que me podían haber invitado y me ofendió que no lo hicieran? ¿Qué tiene esa escritora a la que sí invitaron que no tenga yo? sarasef@prodigy.net.mx Escritora e investigadora en la UNAM
En las últimas semanas, se han llevado a cabo dos bodas sonadas: la de un empresario y la de un gobernador. En ninguno de los dos casos me invitaron. ¿Por qué?
Eso es lo que quisiera saber, pues a decir verdad, podían haberlo hecho porque los conozco bien (salen todo el tiempo en la televisión, en las revistas y en los periódicos, los veo más que a mis parientes, sé lo que visten, lo que comen, con quién se llevan) y porque muchos de los que sí estaban invitados no son tan diferentes a mí. ¿Entonces?
Quizá a estas alturas del artículo, el lector esté sorprendido de que me plantee siquiera esta cuestión. Pero hacerlo me sirve para lo que es el propósito central de mi trabajo, que consiste en tratar de entender a la sociedad y a la cultura mexicanas.
Y es que si yo viviera en Inglaterra, ni siquiera me podría plantear el tema y sonaría completamente absurdo que me pregunte por qué ninguno de esos dos personajes me consideraron entre sus amigos cercanos. Pero sin embargo, viviendo en México, no lo es. Y la razón es la siguiente: en la aristocracia inglesa o española, se nace, se vive y se muere. Algunos se cuelan por amistad o matrimonio, pero al hacerlo inmediatamente tienen que adoptar las costumbres y modos de ser de ellos y mimetizarse.
En México, en cambio, la crema y nata de la sociedad es cambiante y sobre todo siempre es reciente. En las revistas de sociales muy pocos de los personajes incluídos son los mismos que aparecían hace 50 ó 30 años. Los Trouyet o Espinosa Yglesias desaparecieron del mapa dejando en su lugar a los Salinas Pliego y a los Peralta, a los Azcárraga y a los Slim. Ello nos dice que el requisito para formar parte de la aristocracia mexicana no es el pedigrí sino otros elementos. ¿Cuáles?
En primer lugar el dinero. En Inglaterra el señor Fayed es riquísimo pero ni así le dan la nacionalidad o lo admiten en los cerrados círculos de arriba. Aquí en cambio, es cosa de ser rico y ya está. Y eso mismo pasa en todo. Por ejemplo, la intelectualidad. Si en Inglaterra se pertenece a ella de manera casi automática por la relación con ciertas universidades y cofradías de pares, que se precian de no servir a los políticos aquí, por el contrario, eso depende de la capacidad de impresionar al poder con las ideas y los escritos y, sobre todo, con la visibilidad en los medios. Esto asegura la pertenencia y las invitaciones a cenas, yates y fiestas.
Dicho de otro modo: que en México la aristocracia o lo que pasa por serlo, está compuesta de nuevos ricos, nuevos políticos y nuevos intelectuales. No hay viejos títulos y no hay herencias.Y todos se pueden mezclar porque todos son recién llegados.
Ahora bien: he de dejar muy claro que esto me parece excelente, pues significa que el pedigrí se adquiere no por origen sino por talento. Los incluídos son personas como nosotros, que fueron a las mismas universidades, que nos encontramos como pacientes en los mismos hospitales, como comensales en el mismo restorán, como vacacionistas en la misma playa, como clientes en las mismas tiendas. Todos van a los mismos cines, leen de los mismos periódicos y ven los mismos canales de televisión que yo.
Historias como la del pastorcito que llegó a presidente, o la del hijo de inmigrante que llegó a ser el intelectual de cabecera del presidente o la del provinciano que se colocó muy bien y se hizo muy rico, son aquí cosa de todos los días. Aquí cualquiera puede ocupar un lugar en la sociedad, sea la del dinero, la del poder o la del pensamiento sin necesidad de casarse con alguien que le permita unir fortuna y título. Y eso hace que todos podamos aspirar a pertenecer al círculo de la aristocracia a la mexicana y suponer que podemos estar invitados a sus fiestas. Más aún cuando ello va acompañado del omnipresente discurso igualitarista, ese que reitera el tu puedes igual que pude yo, el todo es cosa de saber a quién acercarse.
Dichas así las cosas, ¿me entienden por qué me pasó por la cabeza que me podían haber invitado y me ofendió que no lo hicieran? ¿Qué tiene esa escritora a la que sí invitaron que no tenga yo? sarasef@prodigy.net.mx Escritora e investigadora en la UNAM
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