Ricardo Raphael
02 de mayo de 2011990 lecturasIgual que en la canción infantil de Francisco Gabilondo Soler, desde el desván rondando fueron bajando las canicas, sin ton ni son, saltando libres y locas. Una a una, las reformas y leyes anunciadas con tanta expectativa por los liderazgos parlamentarios se fueron cuesta abajo sin que nadie pudiera perseguirlas.La primera en descender el escalón fue la reforma laboral. Sorprendentemente, el PRI, partido que la presentó, al final se convirtió en su principal enemigo.
Luego se sumaron en angustioso tropel la ley de seguridad nacional, la reforma política, el nombramiento de los consejeros del IFE, la ley reglamentaria de las acciones colectivas, la ley de guarderías, las reformas a la ley de competencia y también al ordenamiento para prevenir la discriminación.Absurdamente todos estos asuntos, y varios más, debían ser dictaminados y votados —por una o las dos cámaras del Congreso de la Unión— durante la misma semana. Las iniciativas más maduras o las mejor cabildeadas lograron aprobación (un ejemplo del primer caso fue la ley de guarderías; la regulación sobre las acciones colectivas pertenece al segundo cajón).Sin embargo, a última hora fue arrojada por los aires la gran mayoría de los expedientes parlamentarios.
La ley de seguridad nacional sufrió una fuga hacia adelante, lo mismo que las reformas políticas. Acaso el asunto más indignante fue el aplazamiento, otra vez, para nombrar a los consejeros del IFE. De su lado, la reforma laboral quedó sepultada varios metros bajo la tierra.Cada instante más amigos, el PAN y el PRD se pusieron de acuerdo para señalar como responsables de este ridículo espectáculo a los legisladores del tricolor. Se les acusa de haber descarrilado el tren de los grandes acuerdos.
En esta misma hebra de argumentos perredistas y panistas afirman que la eventualidad de un próximo periodo extraordinario de sesiones dependerá de la buena (o mala) voluntad del PRI.El primer argumento padece una premisa falsa. En la Cámara Alta los senadores priístas fueron motor potentísimo para producir iniciativas, discutir dictámenes, construir mayorías y aprobar reformas y leyes. Como el resto de sus pares, los legisladores priístas en el Senado dieron prueba de que el segundo piso del Congreso mexicano funciona y lo hace muy bien.En revancha, los males más severos se concentran en la Cámara de Diputados. Un espacio del Estado que lleva ya casi tres lustros de crisis sistemática. Los diputados federales se han vuelto expertos en colocarle problemas a las soluciones, en vez de invertir la aritmética.
Si en algún recinto público es patente la brevísima evolución de las instituciones democráticas mexicanas ese es el Palacio de San Lázaro.Este hecho no es nuevo y, sin embargo, es francamente difícil acostumbrarse a los discursos frívolos que ahí se pronuncian, a las mantas ramplonas, a los improperios y majaderías persistentes, al caos, a los arreglos oscuros, a los cabilderos inmunes, a la opacidad recurrente, a la falta de preparación y a la muy penosa improvisación.Se dice que esta vez fueron los diputados cercanos al gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, quienes dinamitaron los acuerdos entre las fuerzas partidarias.
Aceptando —sin conceder— ese dato, tengo para mí que la mediocridad parlamentaria de la Cámara Baja mexicana antecede largamente a este episodio y por tanto merece observarse con mayor rigor y seriedad.Cabe preguntar por qué los partidos son máquinas tan deficientes a la hora de encumbrar legisladores. ¿Por qué registran a sus peores militantes? Debería también revisarse por qué la agenda parlamentaria es siempre tan alérgica a establecer prioridades. Lo mismo habría que hacerse con respecto a la contrahecha mecánica que se sigue para discutir, dictaminar y aprobar en comisiones.
El proceso parlamentario mexicano es actualmente un ducto reacio a someterse tanto a la rendición de cuentas como a la transparencia. Resulta siempre difícil saber cuál representante votó a favor (o en contra) de cada iniciativa, a qué intereses (legítimos o ilegítimos) responden los parlamentarios, qué actores cabildean con ellos y a partir de qué recursos lo hacen.Por supuesto que un día el parlamento mexicano dejará de ser un sitio tan dispuesto para la comedia, la farsa y el fingimiento. Así ha sucedido en la mayoría de los países que han tenido paciencia suficiente como para esperar a que las instituciones de la democracia maduren.Pero tal cosa no sucederá si antes no se remoza la estructura ósea de esta institución fundamental del Congreso mexicano.Analista político
Luego se sumaron en angustioso tropel la ley de seguridad nacional, la reforma política, el nombramiento de los consejeros del IFE, la ley reglamentaria de las acciones colectivas, la ley de guarderías, las reformas a la ley de competencia y también al ordenamiento para prevenir la discriminación.Absurdamente todos estos asuntos, y varios más, debían ser dictaminados y votados —por una o las dos cámaras del Congreso de la Unión— durante la misma semana. Las iniciativas más maduras o las mejor cabildeadas lograron aprobación (un ejemplo del primer caso fue la ley de guarderías; la regulación sobre las acciones colectivas pertenece al segundo cajón).Sin embargo, a última hora fue arrojada por los aires la gran mayoría de los expedientes parlamentarios.
La ley de seguridad nacional sufrió una fuga hacia adelante, lo mismo que las reformas políticas. Acaso el asunto más indignante fue el aplazamiento, otra vez, para nombrar a los consejeros del IFE. De su lado, la reforma laboral quedó sepultada varios metros bajo la tierra.Cada instante más amigos, el PAN y el PRD se pusieron de acuerdo para señalar como responsables de este ridículo espectáculo a los legisladores del tricolor. Se les acusa de haber descarrilado el tren de los grandes acuerdos.
En esta misma hebra de argumentos perredistas y panistas afirman que la eventualidad de un próximo periodo extraordinario de sesiones dependerá de la buena (o mala) voluntad del PRI.El primer argumento padece una premisa falsa. En la Cámara Alta los senadores priístas fueron motor potentísimo para producir iniciativas, discutir dictámenes, construir mayorías y aprobar reformas y leyes. Como el resto de sus pares, los legisladores priístas en el Senado dieron prueba de que el segundo piso del Congreso mexicano funciona y lo hace muy bien.En revancha, los males más severos se concentran en la Cámara de Diputados. Un espacio del Estado que lleva ya casi tres lustros de crisis sistemática. Los diputados federales se han vuelto expertos en colocarle problemas a las soluciones, en vez de invertir la aritmética.
Si en algún recinto público es patente la brevísima evolución de las instituciones democráticas mexicanas ese es el Palacio de San Lázaro.Este hecho no es nuevo y, sin embargo, es francamente difícil acostumbrarse a los discursos frívolos que ahí se pronuncian, a las mantas ramplonas, a los improperios y majaderías persistentes, al caos, a los arreglos oscuros, a los cabilderos inmunes, a la opacidad recurrente, a la falta de preparación y a la muy penosa improvisación.Se dice que esta vez fueron los diputados cercanos al gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, quienes dinamitaron los acuerdos entre las fuerzas partidarias.
Aceptando —sin conceder— ese dato, tengo para mí que la mediocridad parlamentaria de la Cámara Baja mexicana antecede largamente a este episodio y por tanto merece observarse con mayor rigor y seriedad.Cabe preguntar por qué los partidos son máquinas tan deficientes a la hora de encumbrar legisladores. ¿Por qué registran a sus peores militantes? Debería también revisarse por qué la agenda parlamentaria es siempre tan alérgica a establecer prioridades. Lo mismo habría que hacerse con respecto a la contrahecha mecánica que se sigue para discutir, dictaminar y aprobar en comisiones.
El proceso parlamentario mexicano es actualmente un ducto reacio a someterse tanto a la rendición de cuentas como a la transparencia. Resulta siempre difícil saber cuál representante votó a favor (o en contra) de cada iniciativa, a qué intereses (legítimos o ilegítimos) responden los parlamentarios, qué actores cabildean con ellos y a partir de qué recursos lo hacen.Por supuesto que un día el parlamento mexicano dejará de ser un sitio tan dispuesto para la comedia, la farsa y el fingimiento. Así ha sucedido en la mayoría de los países que han tenido paciencia suficiente como para esperar a que las instituciones de la democracia maduren.Pero tal cosa no sucederá si antes no se remoza la estructura ósea de esta institución fundamental del Congreso mexicano.Analista político
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