Pese a las condiciones infrahumanas de vida, miles de personas siguen llegando a esos sitios en busca de hogar
En La Agüita, de la sierra de Guadalupe, es un sacrificio conseguir el líquidoFoto José Carlo González
Son muy pocas las pertenencias de los habitantes de La Agüita, en la Sierra de GuadalupeFoto José Carlo González
Fernando Camacho Servín
Periódico La Jornada
Miércoles 20 de febrero de 2013, p. 3
Miércoles 20 de febrero de 2013, p. 3
Descolorida
y ajada por el viento y el sol, una bandera mexicana ondea en lo alto
de una casa de ladrillos sin pintar. Aunque le falta el rojo de su
último tercio, al menos se distingue como un intento de adornar un
paisaje monótono que se extiende hasta que la vista se pierde en el
horizonte.
Igual de maltrecha que esa bandera, a unos pasos del Río de los
Remedios se alza una inmensa muralla de pequeñas viviendas construidas
a ambos lados de las vías del tren. Por momentos parece que fuera una
tela remendada con pedazos de muchos materiales y colores carcomidos
por el sol.La llaman Cartolandia, por la sencilla razón de que las paredes y techos de este laberinto están hechas de cartón, láminas y tablas apiladas entre sí.
A una cabañita de madera con puertas desvencijadas, le sigue de inmediato una casa de tabiques grises, con su esqueleto de varillas oxidadas a la vista de todo el mundo. Después, un cuarto con luz mortecina y piso de tierra, en cuyo interior se asoma el póster de un equipo de futbol. Este escenario se repite una y otra vez hasta configurar una pequeña ciudad.
Sin importar que la zona se inunde con aguas negras cada temporada de lluvias, todos los días crece esta mancha de viviendas enanas, alimentada por miles de personas que siguen llegando en busca de un hogar.
En un cuarto de cinco metros de largo por tres de fondo, vive Macario con su familia. Un enorme y bien cuidado altar de la Virgen de Guadalupe ocupa gran parte de la única habitación de esta casa.
El piso de tierra hace que la vivienda luzca todavía más fría de lo que es, aunque las fotos de un bautizo sobre las paredes de lámina tratan de darle un poco más de vida.
Macario, un indígena nahua llegado a Cartolandia hace más de 20 años desde Orizaba, Veracruz, limpia las rosas que luego su familia vende en forma de pequeños ramos en los cruceros.
Con los 150 pesos que obtiene al día por esta actividad, se las arregla para mantener a su esposa y sus siete hijos, comprando un poco de frijoles, lentejas, tortillas y refresco.
La idea de vivir sin agua corriente, drenaje ni luz eléctrica ya no parece molestarle tanto. Pero si hay algo que aún no puede tolerar después de todo este tiempo es el sonido del tren que se aproxima.
Cuando pasa, como que no se siente uno bien, explica Macario en un español dificultoso. Él, como el resto de los habitantes de Cartolandia, siente terror de que el tren se vuelva a descarrilar. Como hace 20 años, cuando un vagón lleno de chapopote se volcó encima de las casas. O como hace unos meses, cuando una máquina se salió de las vías allá por el rumbo de San Juanico.
“El gobierno nos dice ‘nadie los metió’, y sí, es cierto, fue nuestra necesidad. Estamos conscientes y vivimos día a día con el pendiente, porque pasa duro el tren y hasta el estómago se nos anuda”, admite Guillermina Ramírez, una de las representantes de la colonia.
A la brava
Nadie sabe a ciencia cierta hace cuánto tiempo surgió Cartolandia
ni cuánta gente vive aquí, pero doña Guillermina calcula que ya tiene
al menos 40 años y es el hogar de unas 50 mil personas, muchas de las
cuales provienen de Centroamérica o el sur de México.
Este barrio está ubicado en Ecatepec de Morelos, estado de México,
municipio considerado como la tercera zona del país con mayor cantidad
de personas bajo la línea de la pobreza, tan sólo por debajo de la
capital del estado de Puebla y de la delegación Iztapalapa, en el
Distrito Federal.De acuerdo con datos de 2010 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 723 mil 599 habitantes de Ecatepec –40.8 por ciento de su población total– están en situación de pobreza, y más de 550 mil sufren carencias alimentarias. Por todo ello, forma parte de los 400 municipios donde se aplicará la primera fase de la Cruzada Nacional contra el Hambre.
“La pipa que nos surte de agua pasa cada 15 días o cada mes, pero a veces tarda más. El drenaje lo agarramos ora sí que a la brava y en cuanto a la luz, tú puedes verlo: aistán las bajadas de donde nos agarramos todos”, cuenta Guillermina.
En julio de 2011, los extremos económicos del país se tocaron. En las callejuelas sin nombre de la colonia se posaron por unos minutos los zapatos del hombre más rico del mundo, Carlos Slim, quien acompañó al entonces presidente Felipe Calderón a un recorrido con motivo de las obras del Túnel Emisor Oriente.
Su visita pasó de noche. Muchos habitantes de Cartolandia ni siquiera la recuerdan, tal vez porque cuando se fueron el político y el magnate, de todas formas ellos seguían sin tener ninguno de los servicios básicos.
Sólo en las campañas se acuerdan que existimos, pero nada más por el pinche voto. El día de las elecciones ahí andábamos, sacando a la gente casa por casa, pero no nos dieron solución a nada. ¡Que no mame, si nosotros fuimos los que más lo ayudamos a Peña Nieto!, reclama indignada una mujer, mientras intenta dar sorbos a un paquete de jugo que hace varios minutos ya se acabó.
Cartolandia, en Ecatepec, estado de México, donde son frecuentes las inundaciones con aguas negrasFoto José Carlo González
–¿Y pa’ qué se va tan lejos? ¡Que no se vaya a Chiapas, que venga a Cartolandia!
El agua de La Agüita
En la parte más alta de la Sierra de Guadalupe, también
en Ecatepec, se encuentra la colonia La Agüita, donde lo que más hace
falta –como si fuera una broma cruel– es justamente el líquido.
Mientras un par de gallinas picotean el suelo, en medio de botellas
de plástico, bolsas de basura y juguetes regados, Luz del Carmen cuenta
en la entrada de su casa, hecha con pedazos de cartón, lámina y madera,
que prefiere vivir aquí, porque ya no tiene que pagar renta en
Nezahualcóyotl.Sin embargo, su esposo tiene que trasladarse dos horas todos los días hasta Naucalpan para trabajar como ayudante de albañil, por un sueldo de mil pesos a la semana con el que debe mantener a sus dos hijos, su mujer y él, haciendo milagros para comprar algunos granos, sopa de pasta y refresco.
Pagamos cinco pesos por el tambo de agua, pero a veces me cobran 30 por uno más grande, y las pipas tardan hasta un mes en regresar, narra Luz, de 19 años de edad, quien, sin embargo, no deja de sonreír.
En los recientes 15 años, la mancha urbana se ha tragado por lo menos mil hectáreas de las 5 mil 600 de esta área natural protegida, que al ser el curso natural del agua de lluvia en su camino hacia las partes bajas del valle de México, se vuelve especialmente susceptible de inundaciones y deslaves.
Unas cuadras más abajo de la casa de Luz, Georgina Solís se esfuerza en aplanar lo más que se pueda el lote que ella y su familia compraron hace un año en este cerro de San Andrés de la Cañada. Está en la calle “Maravillas, una vereda de tierra por donde pasan las combis, rodeada de casitas precarias.
“No teniendo dónde, me vine p’acá, y como me dieron facilidades para comprar el terrenito, había que aprovechar”, afirma la mujer cuyo esposo va a trabajar todos los días a la delegación Iztapalapa, en el Distrito Federal.
El hecho de que su drenaje sea hoy un sistema de tubos de PVC remendados con cinta adhesiva no la inquieta. Tampoco que las verduras sean escasas en el mercado, pero lo que sí le preocupa es que siga llegando gente a un cerro antes virgen que en cuestión de meses se ha poblado hasta los topes.
Entre más llega gente, más se siente uno inseguro, lamenta.
Toque de queda
En El Gallito, las actividades callejeras se mueren
cuando se oculta el sol. A menos que alguien necesite salir de
urgencia, la mejor idea es guardarse y obedecer un toque de queda que
nadie declaró, pero que todos obedecen.
La seguridad es lo más pésimo que puede haber aquí. Así como lo ven, es un baldío y está inseguro con ganas. El límite para salir es a las seis de la tarde o cuando ya no haya luz. Ayer tuvimos que salir como a las siete para ir a la farmacia, pero a mí ya me da terror, narra Claudia Elena, quien apenas tiene un mes viviendo en este asentamiento irregular del pueblo de Santa María Coatitla, donde habitan unas 150 familias desde hace más de 16 años.
El lote, en su interior, está formado por callejones estrechos que el azar dejó entre casa y casa, ríos de agua sucia de donde beben los perros y una maraña de cables que llevan luz a los cuartos.
Isabel García también sabe cómo es vivir con miedo.
Apenas la semana pasada hubo un difuntito aquí a la vuelta. A mi esposo ya me ha tocado que me lo asalten cuando va a trabajar a Texcoco. La policía no hace nada; la verdad no sé si sea por flojos o por qué.
Uno de los motivos por los que alguien puede verse orillado a salir a deshoras –guiándose con la luz que dan los carros, por la falta de alumbrado– es comprar medicina para los niños, que por los cambios de temperatura se enferman seguido.
Si se ponen malos aquí, solamente está el consultorio del similar, porque el (hospital general) José María Rodríguez nos queda más retirado, dice un grupo de mujeres de El Gallito en medio de un coro de tos infantil.
–¿Cómo les gustaría ver la colonia en unos años?, ¿qué planes tienen para después?
–Más que nada queremos estar seguros. Que puédamos tener agua, luz. Que pasen las patrullas en las noches. Más que nada es eso.
No parece ninguna petición excesiva. Simplemente que puedan asomarse a la calle cuando el sol se va a acostar.
Con información de Javier Salinas Cesáreo, corresponsal
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