Uno
de los más vergonzosos errores de las y los ex marxistas, desertantes y
resentidos autodenominados desde la conciencia intelectual como
“maduros” es la ligereza de asumir al marxismo casi como sinónimo de
machismo. Cuando una mujer feminista se define como marxista no faltan
las feministas que la condenan como traidora, eurocéntrica o
trasnochada; de la misma manera, cuando una marxista se define como
feminista, no faltan los camaradas que la acusen de revisionista,
posmoderna o pequebú. En efecto, durante el siglo XX se han construido
fronteras falaces a causa de la enajenación generada por el mal manejo
de las teorías que son en sí mismas libertarias.
El ocaso del siglo XX ha ignorado que Marx y Engels ya en el Manifiesto Comunista
evidenciaron que el modo de producción capitalista dejaba la peor plaza
en la sociedad a las mujeres, incluso en el hogar. Lenin lo tenía
presente, sus camaradas más entrañables también. La revolución
bolchevique se encargó de liberar espacios jurídicos, espacios
familiares y espacios formales para las mujeres, en una sociedad que no
dejaba de sentir el olor del zarismo.
El amor de las abejas obreras y la bolchevique enamorada,
entre otras, son de las mejores proyecciones del alma de Aleksandra
Kollontái (1872-1952), una de las luces más resplandecientes del
comunismo revolucionario ruso y, en definitiva, del marxismo feminista.
Es menester decir que ciertos camaradas varones de ese entonces sufrían
de miopía en lo que respecta al apremio de revolucionar el “mundo de
hombres” y convertirlo en un mundo también de mujeres; la avanzada
intelectual al respecto, como no podía ser de otra manera, estaba
vestida de mujer. Así, Aleksandra -de origen aristocrático y a pesar de
éste- levantó la bandera de la liberación femenina estacándola en los
intersticios de las leyes, del partido y de las familias, siendo de las
principales impulsoras del derecho al aborto, al divorcio y al salario
igualitario como responsabilidades estatales, responsabilidades de un
Estado revolucionario y comunista.
Aleksandra fue la primera
mujer elegida en el soviet de Petrogrado y, posteriormente, la primera
mujer en el mundo en fungir como embajadora. Su lucha desde la más
rigurosa formación marxista y desde dentro del Estado jamás dejó de
atender las necesidades de organizarse como mujeres y entre mujeres
para hacer en la URSS una verdadera y profunda revolución, desde las
entrañas. Lamentablemente, después de 1925 muchos de los alcances en
contra de la privatización de las relaciones personales y de la
enajenación del cuerpo propio fueron rifados en la reinstauración de la
moral burguesa –el aborto en 1936, la homosexualidad en 1934-.
La
educación mixta, el adulterio y el divorcio fueron algunos de los
elementos que fueron señalados como incómodos y que fueron modificados
para aquella reinstauración. Su misión diplomática desde 1923 fue su
forma de sobrevivir a las purgas de stalinistas. La amiga de Lenin
volvió a Rusia después de la segunda guerra mundial y murió en su
tierra en a los 80 años, sin dejar de confiar en la revolución
bolchevique, incluso -apostaría- a pesar del dolor en el alma que le
producían las fallas, los errores y las muertes injustas. Lo que es
irrefutable es que permaneció firme y al servicio hasta el final.
Ser abeja obrera es pertenecer a la colmena. Ser abeja obrera es ser
mujer. Ser abeja obrera es ser marxista y militante. Ser abeja obrera
es asumir que camarada no es aquel que a pesar de formación y de su
militancia es un canalla con su pareja, con sus hijas, con su madre o
con sus hermanas. Ser abeja obrera es combatir la moral burguesa en la
casa, en el trabajo, en el Estado y en la cama. Así eran las abejas
obreras que aparecen en el libro de Aleksandra en los 20’s, así fue
ella misma, así tenemos el deber de ser las mujeres del proceso de
cambio.
Valeria Silva es marxista feminista
Twitter: @ValeQinaya
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