Cristina Pacheco
Muy apreciado Señor Secretario:
Hace nueve años me atreví a enviarle una carta. Lo hice cuando usted
se desempeñaba de Director de Procesos Turísticos. En los periódicos y
en la televisión se habló mucho de sus notables esfuerzos para
fortalecer nuestra industria sin chimeneas. Me imagino que por aquel
entonces le habrán llegado un sinnúmero de cartas escritas por personas
que pedían ayuda o se presentaban como sus antiguos compañeros de banca.
No disfruté de ese privilegio, pero estuve dentro de su área de
acción. Me explico: en aquella época yo trabajaba en una agencia de
viajes como Receptor de Cédulas Turísticas. Ese nombramiento me
obligaba a presentarme en el aeropuerto para recibir a excursionistas
que venían de todo el mundo, pero en especial del vecino país del
norte. Ya sabe usted: jubilados con lentes de sol, ropa estampada,
interés por retratarse con sombrero de charro y ansias por navegar en
Margaritas.
Descrito de ese modo, mi trabajo parece de lo más sencillo. Todo lo
contrario: era estresante y muy fatigoso, en especial cuando las
excursiones llegaban de madrugada o a medianoche. Para recibirlos
oportunamente, por órdenes de mi jefe, el señor Alcántara, debía
presentarme en el aeropuerto con una hora de anticipación, apostarme
frente a las pantallas y esperar a que mi vuelo aterrizara. Entonces
corría a la salida de viajeros y enarbolaba una cartulina con los
nombres de los visitantes hasta que ellos –por lo general con muy mal
aliento– se arremolinaban a mi alrededor con objeto de que los guiara
hacia la camioneta que los llevaría a su hotel.
II
Durante 27 años cumplí mi encomienda lo mejor posible;
me sentía bien afianzado en la agencia y, sin embargo, fui uno de los
primeros que entraron en el recorte de personal sólo porque me presenté
en mi trabajo sin uniforme y con l6 minutos de retraso. De nada sirvió
que le explicara al señor Alcántara los motivos de mi falla: había
pasado la noche en el hospital cuidando a mi hermana Emelia, y en la
mañana no tuve tiempo para ir a mi casa y cambiarme de ropa.
Por fortuna, mi hermana murió sin saber que estaba desempleado.
Conociéndola, estoy seguro de que se habría sentido culpable, cosa que
habría duplicado sus dolores y su angustia ante la evidencia de que
pronto iba a dejarme solo. Así fue.
A todas horas se me hacía intolerable la ausencia de mi hermana,
sobre todo cuando, después de buscar trabajo inútilmente, volvía a
nuestro departamentito. Llegó el momento en que no pude seguir viviendo
allí y se lo traspasé a un conocido a cambio de algún dinero. Me
alcanzó para rentar un cuarto de azotea y pagarle a mi amigo, el poeta
Juan Bosco
Malo, lo que me había prestado para los médicos y las medicinas que
necesitaba mi hermana. Todo fue inútil porque, como le dije, Emelia
murió.
En esa etapa de mi vida aparece usted por segunda vez. Guiado por
una inexplicable familiaridad, le escribí una carta referente a mi
situación y anunciándole mi voluntad de arrojarme al Metro. De verdad
pensaba hacerlo. Lo imaginé todo: desde la forma en que saldría de mi
cuarto, la respuesta que iba a darle al portero cuando me peguntar
adónde iba tan tarde, hasta la noticia de mi muerte en un periódico de
nota roja: “Esta noche otro hombre se arrojó a las vías del Metro. No
portaba identificación, sólo un librito de poemas, La vida que se va, de Juan Bosco Malo. La trágica decisión del anciano causó demora en el servicio y agrias protestas por parte de los viajeros.”
III
Como resulta obvio, no cumplí mi propósito. Durante
mucho tiempo me maldije por eso y a cada momento me preguntaba qué
objeto tenía seguir viviendo sin mi hermana, sin empleo ni esperanzas
de conseguirlo, sosteniéndome de la pepena y viviendo en un cuarto de
tres por tres, sin vista a la calle y perdido en una ciudad que ya no
reconozco.
Mi mundo se ha reducido al cuarto desde donde le escribo. No,
corrijo. Más bien pienso que es Emelia quien se la escribe con aquella
letra grande, clara como su voz, para agradecerle que al fin usted haya
hecho algo por mí al convertirme en la persona que ella ansiaba que
fuera: un hombre con trabajo pero de casa, tranquilo, sin ambiciones
que por inalcanzables acabarían torturándolo, dispuesto a renunciar a
las interminables caminatas diurnas y a las tentaciones nocturnas.
Mi hermanita siempre me tuvo en un concepto muy alto, y por eso
pensaba que yo podía ser escuchado hasta por funcionarios de tan alta
posición como usted. Nunca me dejé llevar por esa idea. Soy menos iluso
que Emelia: no creo que al ordenar ciertas medidas para hacer de los
capitalinos personas felices usted haya pensado en mí. Creerlo
implicaría una vanidad desmedida de mi parte. Sin embargo, reconozco
que sus acciones han determinado mi actual manera de vivir.
Dondequiera que se encuentre mi hermana –q.e.p.d– se sentirá feliz
de saber que soy todo lo que ella anhelaba, en resumen: un hombre con
trabajo pero de casa. La transformación no es fruto de mi voluntad,
sino de la de usted por cambiarlo todo. Si me permite la metáfora, le
diré que me siento como un animal que ha ido perdiendo su hábitat y no
tiene más alternativa que replegarse a una cueva: mi cuarto.
Ya le dije: mide tres por tres y carece de ventanas. Veo mi estancia
aquí como un ensayo para la tumba. Sin familia y en mis condiciones
económicas, no tendré ninguna. Terminaré en la fosa común. Saberlo no
me molesta, al contrario. La que hay en el Panteón de Dolores es
inmensa y la embellecen plantas y arbustos que la rodean.
Un domingo fui a conocerla. Lo hice como quien aprovecha su día
libre para ir a los nuevos complejos habitacionales, esperanzado de
encontrar en ellos una vivienda accesible, bonita, aunque sepa que para
cubrir las mensualidades tendrá que comprometer sus salarios durante
los próximos treinta años. Será un largo periodo de privaciones. Valdrá
la pena; lástima que cuando pague la última letra de su vivienda él o
ella –mejor ambos– estarán muy cerca de ir al panteón.
Mi carta ha sido larga. Quiero suponer que llegará a sus manos. La
remota posibilidad no excluye el hecho de que no me conteste ni me
mande acuse de recibo, por eso el sobre que voy a enviarle irá sin
remitente.
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