Cristina Pacheco
Después de una
semana muy problemática en el trabajo, el viernes por la noche decidí
desconectarme del mundo, apagar mi cel, no abrir la puerta. Pensaba
darme un baño y comer algo ligero en mi cuarto viendo una película que
me hiciera olvidarme de todo.
Al bajar del Metrobús recordé que ya no tenía champú. Me detuve en la
farmacia. Las únicas clientas éramos yo y una mujer mayor parada frente
a los anaqueles de perfumes y lociones. Eligió una. Al tomarla se le
cayó de las manos. De inmediato inundó el local un olor que me resultó
familiar. La mujer, casi llorando, se deshizo en disculpas y ofreció
cubrir el importe de la loción. El responsable en turno le pidió que no
se preocupara, un accidente le sucede a cualquiera.
Sobre todo a quien tiene mi edad y artritis, le respondió la desconocida, ya rumbo a la salida.
Todos la seguimos con la mirada. La cajera opinó que una persona tan
mayor no debería salir sola. El mensajero aclaró que la señora vivía
cerca; él a veces le llevaba pedidos. Sentí tranquilidad y fui a mi
asunto. De paso a la sección de productos para baño quedé sorprendida
ante la cantidad de cremas y sueros para combatir las arrugas, la
flaccidez, las líneas de expresión. Lamenté que no hubiera algo
semejante para borrar las experiencias desagradables.
Un minuto más allí y caería en la tentación de comprar por lo menos una
bruma refrescante. Rápido elegí mi producto. Cuando llegué a la caja vi en el cesto de la basura los restos de la botella con la etiqueta
Loción Maja. La figura de la manola y el olor persistente en el aire me devolvieron el recuerdo de la señorita Aurora.
II
La conocí en cuarto de primaria. Aquel año ella formaba
parte del grupo de practicantes: normalistas que a lo largo de dos
semanas substituían a nuestros profesores a fin de ejercer sus
conocimientos y medir su habilidad para controlar a grupos mixtos,
formados por hijos de comerciantes y obreros.
Los practicantes eran muy jóvenes, casi todas mujeres, con poca o
ninguna experiencia en el aula. En el momento de conocerlas les
demostrábamos nuestra antipatía por considerarlas intrusas llegadas a
interrumpir el trato familiar con nuestros maestros.
El viernes anterior a la aparición de
nuestrapracticante, la maestra Eva nos pidió tratarla con el mismo respeto que a ella, poner atención a sus explicaciones, quedarnos calladitos, contestar a sus preguntas y mostrarnos amables para que se llevara una buena impresión del grupo y de la escuela.
Terminó su breve discurso al mismo tiempo que oímos la campana
indicando la hora de salida, pero no mostramos el entusiasmo ni la
precipitación de otros viernes. Estábamos desolados sólo de imaginar que
el lunes ocuparía el escritorio de la maestra Eva una extraña de quien
no sabíamos ni el nombre.
III
Me llamo Aurora. Estaré con ustedes por dos semanas. Espero que en ese tiempo lleguemos a ser buenos amigos. Voy a pasar lista. Les pido por favor que cuando escuchen su apelativo se levanten para que vaya conociéndolos.
Quien dijo esas palabras era nuestra practicante. Una muchacha de
ojos garzos, cabello rizado, mediana estatura. Iba vestida con su
uniforme azul y de su persona emanaba un olor muy agradable y fresco.
(Luego supe por ella que era a
loción Maja.)
Con voz incierta, la señorita Aurora comenzó a pasarnos lista:
Armenta Vidal Lucila. Bonilla Tizcareño Rafael. Carmona Hernández América...Al fin llegó al último nombre:
Zambrano Pérez Luis Antonio.Sorprendida por no escuchar la clásica respuesta de
presente, nos miró en espera de una explicación. El único que habló fue Mercado:
Zambrano siempre llega tarde y falta mucho porque trabaja con su tío en el rastro.
Y su papá es bien borracho, agregó Peláez con un dejo de burla que desató risitas.
En vez de hacer comentarios, la señorita Aurora explicó su esquema de
trabajo: revisión de la tarea, estudio de las materias correspondientes
al programa y dictado. Después del recreo tendríamos lectura en voz
alta y 15 minutos de conversación. Al advertir nuestro desconcierto
sonrió:
Se trata de que platiquemos de nuestras cosas.
Y eso, ¿para qué?, preguntó Mercado. La señorita Aurora guardó sus cosas y nos pidió que saliéramos al recreo.
V
Las dos semanas que la señorita Aurora estuvo con
nosotros se pasaron volando; fueron muy agradables y sorprendentes:
memorizamos poemas, aprendimos canciones, dramatizamos nuestras lecturas
escolares, hicimos viajes imaginarios en el mapamundi y, gracias a los
15 minutos de conversación, los alumnos del 4o C llegamos a entendernos
mejor. Nadie volvió a hacer mofa de Zambrano.
El último viernes que la señorita Aurora nos dio clases, todos la
acompañamos a la parada del camión. Le aseguramos que íbamos a
extrañarla. Sonrió y dijo que, con suerte, al año siguiente podrían
mandarla a nuestra escuela. Tan remota posibilidad nos alegró, pero hubo
lágrimas.
Al abrazarla para despedirme de ella percibí el olor de su
loción Maja, el mismo que siguió flotando en el aula durante algunos días, luego fue haciéndose más tenue y desapareció.
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