Arte y Tiempo
Raúl Díaz
En 1959, apenas ayer, si se consideran los tiempos del desarrollo histórico, en Estados Unidos –país que se autonombra el mejor del mundo–, en un distinguido colegio de Nueva Inglaterra, en la Academia Welton aún se castigaba a los jóvenes alumnos, haciendo que se bajaran los pantalones y se les golpeaba en las nalgas con una vara. Este era el grado de avance de los métodos educativos de ese país. Por supuesto, la parte académica era igualmente rígida y enseñaba a aprender y a repetir; nunca a pensar y menos a cuestionar. Este es el contexto en que se desenvuelve la película Dead Poets Society (La sociedad de los poetas muertos, en español), que fue un éxito desde su estreno, en 1989, protagonizada por Robin Williams.
La impronta del filme se extendió tanto que unos años después de su estreno se hizo la versión para teatro, y ese trabajo, de Tom Schulman, llegó a México y ahora tiene una muy exitosa temporada en el teatro Libanés.
La cuestión es importante porque aunque la trama es sencilla, La sociedad de los poetas muertos plantea una situación de alguna manera existente y la necesidad de denunciarla y exponerla a la luz pública para que no siga sucediendo. Esto se hace particularmente interesante en México por dos cosas. Una, la llamada reforma educativa impulsada por la actual administración y, dos, por la nueva visión formativa que necesariamente tendrá que impulsar el próximo gobierno que entrará en funciones en cuatro meses.
En la tradicional y rancia Academia Welton se inician los cursos; acude un nuevo profesor de literatura, quien fue alumno años atrás. El nuevo maestro rompe los cánones. Desde el primer momento muestra a los muchachos un poema de Walt Whitman dedicado a Abraham Lincoln al verlo muerto en la proa de un barco, que comienza diciendo ¡Oh capitán, mi capitán!
El capitán de una nueva nave, que dará alas al pensamiento y hará vislumbrar la libertad espiritual a los adolescentes escolapios, será, naturalmente, el maestro irreverente quien, al insuflar rebeldía en los jóvenes, los hará crear la sociedad secreta de los poetas muertos, donde, por las noches escondidos en una cueva cercana, harán que sus poemas broten como la savia de un árbol herido.
Empero, esa libertad, esa nueva forma de ver la vida y contemplar el horizonte, no es para nada acorde con lo establecido, con las normas que son sustento y dan razón de ser a la señorial Academia Welton. Por ello, al desatarse los acontecimientos que pondrán al descubierto la irreverente sociedad y ocasionarán situaciones trágicas para uno de sus miembros, la sociedad se venga y expulsa al culpable. La semilla, sin embargo, no ha caído en terreno estéril, parados en la proa (sus pupitres añosos), los muchachos lo despiden: ¡Oh capitán, mi capitán!
Con una muy buena dirección de acciones y de actores, Francisco Franco ratifica la calidad que le conocemos y logra que se desenvuelvan con bastante homogeneidad cumpliendo a cabalidad la tarea encomendada. Como es natural, por el papel que les toca jugar y la experiencia que poseen, sobresalen las actuaciones de Alfonso Herrera como el profesor y de Luis Couturier como el director de la academia. Mal en realidad, porque se queda en el estereotipo del malo, quien hace el papel de padre del estudiante que quiere ser actor.
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