1/04/2010


La política y el olfato

León Bendesky

Puede ser cierto que la mejor política sea aquella de la que no se habla demasiado. Aquí hemos estado lejos de esa situación por mucho tiempo; más bien en el polo opuesto.

En los últimos tres años esta distancia incuso se ha ampliado, abarcando los temas eminentemente políticos y electorales, aquellos de naturaleza económica y social y los de la inseguridad pública. Vaya, cubre todo el espacio de la existencia colectiva.

Esta es una cuestión que no debería ni puede en realidad eludirse cuando se plantean las condiciones en las que está el país. Un nuevo año da, aunque sea, una breve –demasiado breve– oportunidad para hacerlo aunque sea por su mero significado en la medición del tiempo que, seguramente, no pasa en vano.

El asunto que marca el entorno de decadencia y falta de asidero que experimentamos es político en su esencia y tiene, por supuesto, manifestaciones muy diversas. Una de ellas es técnica y en ese entorno los límites ya se han alcanzado también.

El campo de la política está agrietado en su visión y capacidad para gobernar y cumplir las tareas clave de un entorno que enfrente la disfuncionalidad que agobia a la sociedad. Esta grieta afecta gravemente la capacidad misma de imaginar; un aspecto que es clave en la actividad política.

Le damos vueltas una y otra vez, de modo tan reiterativo que se desdibujan los objetivos, a los asuntos que se han puesto en una agenda nacional que es ella misma un tanto artificial.

Esta ha sido impuesta, por las condiciones imperantes que llevan ineludiblemente a la urgencia y por las visiones dominantes que ya están completamente agotadas. No hay un consenso comprensible y menos aun operativo con respecto a los objetivos que se fijan y a la forma en que se intenta conseguirlos.

En todo caso, esa agenda no corresponde necesariamente a las prioridades de una sociedad castigada y sobre todo muy desigual. Pero es parte de la manifestación del quehacer político y de sus crecientes limitaciones el que dicha agenda sea la referencia aceptada.

Desde ahí comienza el problema que se convierte en uno y otro de los frentes que se abren en formas de conflicto. Hacer política debería ser en primera instancia cuestionar primero el qué, luego el cómo y para qué.

Dentro de la confusión reinante es difícil que las reformas hacendaria, energética, laboral, financiera, educativa y las demás que compongan una lista tan larga como se quiera, puedan hacerse en medida suficiente y con un horizonte amplio que encamine a una transformación social de la magnitud que hoy se exige.

Así, tampoco será posible que converjan en un escenario propicio para alcanzar unos objetivos que se enuncian todavía de manera abstracta, insuficiente y sin cohesión y en donde las responsabilidades se diluyen y las pérdidas y ganancias siguen distribuyéndose muy mal, o muy bien, como quiera verse.

Este escenario ha sido útil para generar grades rentas políticas y económicas durante mucho tiempo. Pero son, cada vez más, motivo de fricciones, de ineficiencia y un freno para una reordenación institucional de amplia extensión que redefina cómo funciona esta sociedad. No obstante, las rentas no se agotan, están en cambio en un proceso de redistribución bajo los mismas patrones establecidos en los últimos treinta años. Así no hay salida, solo puede irse en círculos cuyos costos crecen.

Ese es un callejón sin salida aparente. Y si la política es en buena parte ponerse al sol que más calienta, la temperatura es entonces más bien baja. Pero, curiosamente, la creación de astros en este sistema planetario de la política a la mexicana se reproduce de modo sistemático, estrecho, predecible, aunque, eso sí, es crecientemente riesgoso en cuanto a sus repercusiones para la gente.

Es, aunque incomode que lo digan, una mala condición no poder remontar el pasado y seguir tenerlo como horizonte del futuro. Así se ve ahora 2012. En eso va acabar la política de los arreglos debajo de la mesa; la desadaptación de los poderes del Estado y de las formas de gobierno con respecto a lo que pasa en la calle; la decadencia de los partidos y el freno a otras formas de organización política. Y también el desgaste de la estructura empresarial constituida en cúpulas y los esquemas de concentración que siempre encuentran un reacomodo a la medida.

Entretanto sería bueno ir desarrollando sin parar el sentido del olfato ciudadano. Me animaría a decir que este es un sentido primordial que puede orientar las decisiones individuales y las acciones colectivas que se emprendan y que en verdad no pueden eludirse indefinidamente.

No pienso que la participación política sea una obligación, ni siquiera una exigencia, pero es inevitable hasta cuando uno decide aislarse. De alguna manera estamos en un duelo permanente con la política y sus expresiones, sean estas formales o no. Es todavía un duelo muy desigual y lo será en tanto que la fortaleza institucional siga siendo postergada.

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