Lydia Cacho
Adiestrados para matar
En los retenes a lo ancho de la geografía nacional los soldados mexicanos perciben un cambio de actitud en la gente que detiene sus vehículos para revisión. Cuando los militares suben a los autobuses, las mujeres abrazan a sus pequeños, las parejas se toman de la mano con ansiedad y nadie sonríe.
En las universidades privadas, donde hasta hace un año los jóvenes de altos recursos celebraran la presencia del Ejército en las calles para deshacerse de “los otros”, esos delincuentes que aparentemente no se rozaban con su clase social, ahora marchan en contra de la violencia militar y acusan de asesinos a algunos soldados.
Muy lejos están los días en que la sociedad mexicana miraba al Ejército como ángeles guardianes en terremotos e inundaciones, porque ese papel jugaron en general hasta que el presidente Calderón, a falta de policías capaces y honestos, los mandó a las calles.
Los soldados lo saben 26 mil muertos después. Para ellos tampoco es fácil este subrepticio cambio de papeles que se les ha impuesto al otorgarles el papel de policías antinarco. Sus enemigos no son solamente los delincuentes que buscan a toda costa darles plata o plomo; vivir a diario las amenazas o los ofrecimientos para rendirse ante la corrupción o mirar al otro lado es algo para lo que las tropas no están preparadas. Esta guerra no estaba planeada y por eso parece tener poca importancia que las tropas vivan hacinadas en pequeños campamentos sin servicios de agua y luz, durmiendo casi nada y comiendo mal. Lo cierto es que son pocos los soldados de élite que han sido capacitados para vivir bajo altos niveles de presión y estrés.
Recientemente en Estados Unidos el Pentágono ha admitido que las tropas que combaten en Irak y Afganistán llenan los hospitales con enfermedades sicoemocionales que son resultado de estrés postraumático. No son las heridas de bala, ni las explosiones las que causan más bajas, sino las reacciones síquicas para enfrentar el miedo, el peligro y para manejar la ira. Soldados que vuelven de la guerra y que sufren insomnio, ataques de llanto e ira y que no solamente han golpeado a su esposa e hijos, sino algunos incluso les han asesinado en arranques de rabia. A diferencia de los estadounidenses, los mexicanos combaten a sus hermanos, no al enemigo de otra tierra del que, según expertos, sería más fácil desapegarse.
David Grossman, teniente coronel del Ejército de Estados Unidos especializado en pedagogía militar, ha demostrado que contra lo que se supone no es nada fácil enseñar a matar al prójimo. La educación para la violencia que brutaliza al soldado exige un intenso y prolongado adiestramiento para perder la sensibilidad hacia el dolor ajeno. Sedena imparte cursos de derechos humanos a los soldados, cierto, pero al mismo tiempo les ordena hacer tareas policiacas que no pueden cumplir porque la Constitución se los prohíbe. Paralelamente la sociedad exige que los soldados que violen derechos o que asesinen gente, aunque sea “por error”, sean juzgados en tribunales civiles. Entre las tropas mexicanas permean el miedo y la inseguridad, las nuevas generaciones nunca más les verán como héroes, sino como enemigos potenciales. Una arista más sobre esta fallida guerra antinarco es el daño colateral dentro del propio Ejército.
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