1/07/2012

Cumplí 52 años. ¡Soy una ruca!


María Teresa Priego
“Sabes que eres un ruco, cuando escuchas Radio Universal”. Me sentí en pleno uso de mi ruqueidad. Cumplí 52 años. Supuse que entraría en alguna catalepsia. Cada año lo supongo. Crisis. Nostalgia por “los encantos perdidos”. Irremediable resequedad de piel, cabellos, neuronas. Alma. Sofocamiento (por las malas razones) vicisitudes polifacéticas, renovadas, polimorfas, que terminan por devorar a la más plantada, hasta un punto en el que ya no le será dado imaginar nada feliz o interesante, creativo o suripántico, toda ella estará volcada en lo que nos presentan como la desgracia femenina de haber vivido más largo.

Ese discurso degenerativo, milenarista y quinto patio emocional con el que nos acosan a las mujeres casi desde que el ginécologo dice: “es una niña”. Desde chiquita he tenido miedos telúricos: que un día nadie a quien yo quiero me quiera. Ser frígida. Que mi amiga preferida me traicione. Y convertirme en una arpía. Lo de frígida no es casualidad. Desde el librero de mi casa de infancia me amenazaba un libro: La tragedia biológica de la mujer. Lo medí años sin abrirlo.

Era tragedia, era biológica y era de la mujer. Mejor no saber. En algunos casos la ignorancia guarda la fuerza de la esperanza. Y la esperanza logra cambiar “destinos”. Que me dije.Cuando escuché la palabra “frigidez” (es feísima) me pregunté si sería el punto de aquel ladrillo maledicente. Me sentí —supongo nos sucede a casi todas— susceptible de ser una de las —también irremediablemente— condenadas. Lo de que nadie me quiera sería tenebroso de explicar. Lo de arpía, bastó constatar que abundaban.

Eran abismalmente infelices. Y se regodeabean —quizá sin saberlo— en una maldad hacia las otras a través de la que perpetraba no sólo su infelicidad, sino el ejercicio de los lugares comunes más oscuros contra la femineidad. Una arpía es maestra del harakiri involuntario.Los arpíos existen. No podía ser mi “destino”. Sigo creyendo que los caminos masculinos y femeninos hacia la arpieidad, así como la manera en que este pantano emocional se manifiesta desde cada sexo, pueden ser muy distintos. La arpieidad femenina se deja marcar. Hondo. Por aquello que atraviesa el cuerpo. El atractivo. La edad.Nos quedamos frente a frente mi edad y yo.

Escudriñé los gestos de la arpía posible. Ante el espejo. Me concentré en mi ombliguito, le he tenido un cariño desaforado. Me unió a mi madre. A mi oportunidad de estar viva. Unió a mis tres hijos a mí. Además de favores comparativamente menores, de los que siempre le estoy agradecida. Es menos lindo que antes. Sí. En un antes que no puede referirse sino a mí misma. ¿Qué cuando? No podría precisar una fecha. Dato duro. Cambió. ¿Me asoleo en burka? No exageremos. Si lo dejo blancuzco.

Sería para peor.Me acerqué al espejo llena de malevolencia. Descubrí varias arruguitas más, seguro hace rato que estabán. ¿Será el momento de comenzar a lamentarlas? No logro lamentarme sin hacer muecas. Y si hago muecas, ¿me salen más? No dejé milímetro de pielecita sin analizar. Con los lentes puestos. Claro. Sin ellos no leo nada. ¿Por qué me dio por escudriñarme ahora? Qui lo sa. Supongo que el yoga me enfrentó a la realidad de tener los brazos enclenques, la espalda como tiesecita, y articulaciones que hacen ruiditos. Y no me gustó nada.¿Quién es cada una? ¿Quién quiere ser?

Mirando hacia sí misma. Una no es otra. Ni la de enfrente. Ni la de al lado. Una. Me he sentido inquieta cuando el tema de las cirugías plásticas se prolonga. Nada contra. Sólo me inquieta cuando se prolonga. Y la conversa comienza a saturarse de esa angustia tan culturalmente determinada de la edad en femenino. La que no tiene que ver con la salud. El pánico de hacerse “fea”.

De “ya no gustarle a los hombres”. La alerta de la fealdad no es el párpado traidorzuelo, sino el momento en que una mujer se vuelve hacia la otra y se la descuenta. Porque ella sí tiene el párpado en su sitio. Y la verdad, ¿alguna (que no sea la Monroe o similar) tiene la experiencia de “gustarle a los hombres”? Así tan en general. ¿Se siente rico? Porque acá terrenalmente, una le gusta a los que le gusta. Y no a los que no. Y viceversa. Así es. Así ha sido.El descontento con una misma.

Puede tomar el poder. Con el tiempo, una ya es más la que es. Una ya es menos la que creyó que era. ¿Cómo nos relacionamos con aquello que nos falta? Siempre hay falta. Humanas/os. Carentes. Escindidos. ¿Por qué idealizar el pasado como si la juventud hubiera implicado una plenitud inexistente, de belleza sin límites y hombres idílicos a volonté? Esa nostalgia la llevamos al cuerpo.

Hay mujeres que comienzan a hablar de ellas mismas en pasado: “fui guapa”. ¿Y por qué dejan de serlo? Una es la que es, habita su único cuerpo suyo. En su única vida suya. Más allá de avatares genéticos y biológicos. El atractivo. El estilacho. Se ganan. La singularidad se gana.Una empieza a escuchar a mujeres de cinco estrellas descalificando a otra. Mientras con ojos asesinos la recorren. Quién es guapa y quién no. A quién miran y a quién no. Quién se “conserva” y quién no. Como si fuéramos tarros de mermelada. O muñecas en formol.

Esa negación “coqueta” de la edad. ¿No es permitir que una cierta misoginia satisfaga sus amenazas? “No digo mi edad, podría parecer más joven” ¿Y luego? Pero lo que está detrás es peor: “Cumplir años me desvaloriza”. Harakiri. Como si una con los años aprendiera poquito. ¿Dispuestas a negar años de nuestra historia? ¿Cuáles? ¿Edito mi infancia?Celebrar cumples desnumerados y ahistoricistas. ¿A qué hora compañeras, comenzamos a vendernos cremas? A nosotras mismas.

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