A
unque
en meses recientes la atención nacional se ha centrado en el proceso
electoral aún en disputa, permanece inmutable –así sea como telón de
fondo– el panorama de violencia y muertes cotidianas asociadas a la
guerra contra la delincuenciaque ha durado todo este sexenio. En estos días decenas de personas fueron asesinadas, en episodios vinculados a la criminalidad organizada, en Michoacán, San Luis Potosí, el estado de México, Chihuahua, Coahuila, Durango, Nuevo León, Sinaloa y Jalisco. La primera de esas entidades –donde se inició la estrategia de seguridad vigente– hubo de recibir refuerzos de centenares de policías federales ante el descontrol y la zozobra en sus regiones. En la segunda, el domingo fueron asesinados un alcalde que acababa de ser electo en julio pasado y un colaborador de su campaña.
La barbarie instaurada en el país debe ser parte integrante del debate nacional. Es necesario exigir que, sean cuales fueren las autoridades en turno, se emprenda la tarea de realizar un diagnóstico crítico e integral de las acciones gubernamentales en materia de seguridad durante el sexenio en curso; se esclarezcan los casos en que la autoridad, en lugar de hacer respetar la legalidad, la ha violentado, y se formule una estrategia integral –es decir, económica, política y social, además de policial– para hacer frente a la pronunciada degradación del estado de derecho, al desastre de seguridad pública y al control que el crimen organizado ha logrado en zonas del territorio, en instituciones públicas y hasta en algunas actividades económicas. A contrapelo de lo que han sostenido algunos representantes de la actual administración, no debe permitirse que la violencia, la inseguridad y las rupturas de la legalidad tengan una proyección transexenal, y el país no tiene por qué resignarse a vivir en un estado de guerra permanente.
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