8/14/2012

Violencia imparable

A
unque en meses recientes la atención nacional se ha centrado en el proceso electoral aún en disputa, permanece inmutable –así sea como telón de fondo– el panorama de violencia y muertes cotidianas asociadas a la guerra contra la delincuencia que ha durado todo este sexenio. En estos días decenas de personas fueron asesinadas, en episodios vinculados a la criminalidad organizada, en Michoacán, San Luis Potosí, el estado de México, Chihuahua, Coahuila, Durango, Nuevo León, Sinaloa y Jalisco. La primera de esas entidades –donde se inició la estrategia de seguridad vigente– hubo de recibir refuerzos de centenares de policías federales ante el descontrol y la zozobra en sus regiones. En la segunda, el domingo fueron asesinados un alcalde que acababa de ser electo en julio pasado y un colaborador de su campaña.

Paradójicamente, el problema de la violencia y de la inseguridad, con todo y ser de los más acuciantes que padece el país, permaneció en segundo plano durante las campañas políticas de la primera mitad de este año y no estuvo entre los asuntos prioritarios en los mensajes de los candidatos en la elección. Sin embargo, en los meses de campaña y durante el litigio poselectoral presente, los asesinatos, los secuestros y los enfrentamientos no han disminuido ni se ha conseguido revertir el enorme poderío acumulado por las organizaciones delictivas, pese a la campaña oficial en su contra o, tal vez, gracias a ella. Por añadidura, en diversos puntos del país se multiplican las expresiones de descomposición institucional generadas por la guerra contra el narcotráfico.

Por más que la estrategia oficial contra la criminalidad ha mostrado su inoperancia o incluso su carácter contraproducente, el mundo institucional y la clase política no se muestran muy preocupados por formular una política alternativa y ni siquiera por debatir el tema. Incluso, la sociedad civil parece haber perdido interés en la solución de un fenómeno que amenaza de manera directa su seguridad y su vida cotidiana.

La barbarie instaurada en el país debe ser parte integrante del debate nacional. Es necesario exigir que, sean cuales fueren las autoridades en turno, se emprenda la tarea de realizar un diagnóstico crítico e integral de las acciones gubernamentales en materia de seguridad durante el sexenio en curso; se esclarezcan los casos en que la autoridad, en lugar de hacer respetar la legalidad, la ha violentado, y se formule una estrategia integral –es decir, económica, política y social, además de policial– para hacer frente a la pronunciada degradación del estado de derecho, al desastre de seguridad pública y al control que el crimen organizado ha logrado en zonas del territorio, en instituciones públicas y hasta en algunas actividades económicas. A contrapelo de lo que han sostenido algunos representantes de la actual administración, no debe permitirse que la violencia, la inseguridad y las rupturas de la legalidad tengan una proyección transexenal, y el país no tiene por qué resignarse a vivir en un estado de guerra permanente.

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