Mientras
sostenía el Premio Tata Vasco 2014, entregado por la Universidad
Iberoamericana en Puebla a Fudem (Fuerzas Unidas por Nuestros
Desaparecidos en México), uno de los pocos varones del grupo de 25
familiares que acudieron al acto gritó:
Esto es una guerra. El dolor inimaginable de los familiares los fuerza a mirar de frente y sin vueltas la realidad que sufren.
En
efecto, hay una guerra contra los pueblos. Una guerra colonial para
apropiarse de los bienes comunes, lo que supone la aniquilación de
aquellas porciones de la humanidad que obstaculizan el robo de esos
bienes, ya sea porque viven encima de ellos, porque se resisten al
despojo o, simplemente, porque
sobran, en el más crudo sentido de que son innecesarios para la acumulación de riqueza.
Una
guerra colonial, además, por el tipo de violencia que utiliza. No sólo
se asesina. Se decapita y se desmiembra para regar las partes a la
vista de la población, como escarmiento y advertencia. Para infundir
miedo. Para paralizar, impedir cualquier reacción, en particular las
acciones colectivas.
No se trata de una tecnología novedosa. Fue
utilizada por la Corona española para aniquilar las luchas indígenas.
Allí la aprendieron los nuevos colonizadores. Túpac Amaru fue
descuartizado vivo delante de la multitud reunida en la plaza de armas
de Cusco.
Amaru fue obligado a presenciar la tortura y asesinato
de sus dos hijos mayores y de su esposa, además de otros familiares y
amigos. Antes de morir fueron torturados, les cortaron la lengua, todo
un símbolo de lo que realmente molestaba a los conquistadores. El hijo
menor, de sólo 10 años, fue obligado a presenciar la tortura y muerte
de toda la familia, para ser luego desterrado a África.
La
cabeza de Amaru fue colocada en una lanza exhibida en Cusco y después
en Tinta, sus brazos y piernas fueron enviados a ciudades y pueblos
para escarmiento de sus seguidores. Túpac Katari y sus seguidores
sufrieron más o menos los mismos tormentos y sus restos fueron también
esparcidos por los territorios de lo que hoy es Bolivia. No es nueva la
crueldad de los nuevos conquistadores. Antes se trataba de apoderarse
del oro y la plata; ahora es la minería a cielo abierto, los
monocultivos y las hidroeléctricas. Pero en el fondo, se trata de
mantener a los de abajo en silencio, sometidos y quietos.
La
masacre es la genealogía que diferencia nuestra historia de la europea.
Aquí las formas de disciplinamiento no fueron ni el panóptico ni el satanic mill, la
fábrica del diablode la Revolución Industrial y la explotación capitalista, retratada por el poeta William Blake y analizada con rigor por Karl Polanyi. El cercamiento de campos a partir del siglo XVI en Inglaterra,
una revolución de los ricos contra los pobres, es analizada como el quebrantamiento de los viejos derechos y costumbres por los señores y nobles, “utilizando en ocasiones la violencia y casi siempre las presiones y la intimidación” (
La gran transformación, La Piqueta, p. 71, subrayado mío).
Aquí
la violencia fue, y es, la norma, el modo de eliminar a los rebeldes
(como en Santa María de Iquique, Chile, en 1907, cuando fueron
masacrados 3 mil 600 mineros en huelga). Es el modo de advertir a los
de debajo de que no deben moverse del lugar asignado. Aquí hemos
tenido, y tenemos, esclavitud; nada que se parezca al
trabajador libreque promovió el desarrollo del capitalismo europeo al robarles las tierras a los campesinos.
Nótese
que en las guerras de independencia entre criollos y españoles, los
insurgentes apresados por los realistas no fueron torturados. Miguel
Hidalgo y José María Morelos, por mencionar destacados rebeldes
criollos, fueron juzgados y luego fusilados como se hacía en la época
con los prisioneros de guerra. Sólo el color de piel explica el
diferente trato que tuvieron Túpac Katari y Túpac Amaru, como todos los
indios, negros y mestizos de nuestra América.
No es historia. En
el Brasil democrático, la organización Madres de Mayo contabiliza,
entre 1990 y 2012, 25 masacres, todas de negros y pardos, como la que
dio origen a su militancia: en mayo de 2006, en el contexto de la
represión al Primer Comando de la Capital de Sao Paulo (narcos organizados
desde las cárceles), fueron asesinados 498 jóvenes pobres, varones de
15 a 25 años, entre las 10 de la noche y las 3 de la madrugada por la
policía.
El narco es la excusa. Pero el narco no existe. Son los negocios que forman parte de los modos de acumular/robar de la clase dominante. No estamos ante
excesospoliciales esporádicos, sino ante un modelo de dominación que hace de la masacre el modo de atemorizar a las clases populares para que no se salgan del libreto escrito por los de arriba, y que le llaman democracia: votar un día cada cinco o seis años y dejarse robar/asesinar el resto del tiempo.
Lo peor que podemos hacer es
no mirar la realidad de frente, hacer como si la guerra no existiera
porque todavía no te han golpeado, porque todavía sobrevivimos. Esto es
contra todos y todas. Es cierto que hay una porción que aún pueden
expresarse libremente, manifestarse incluso, sin ser aniquilados.
Siempre que no se salgan del libreto, que no pongamos en cuestión el
modelo. Bien mirado, los que podemos manifestarnos a cara descubierta
somos algo así como los criollos de las guerras de independencia, los
que pueden esperar una muerte digna, como Hidalgo y Morelos.
Pero
el tema es otro. Si queremos de verdad que el mundo cambie, y no usar
la resistencia de los de abajo para treparnos arriba, como hicieron los
criollos en las repúblicas, no podemos conformarnos con maquillar lo
que hay. Se trata de tomar otros rumbos.
Tal vez un buen
comienzo sea continuar los pasos de los seguidores de Amaru y Katari.
Reconstruir los cuerpos despedazados para reiniciar el camino, allí
donde el combate fue interrumpido. Es un momento místico: mirar el
horror de frente, trabajar el dolor y el miedo, avanzar tomados de las
manos, para que los llantos no nos nublen el camino.
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