Cristina Pacheco
Herminia,
tan orgullosa de su buena memoria, daría cuanto tiene por olvidar aquel
jueves de l985. Sus esfuerzos por conseguirlo obran el efecto
contrario: le devuelven cada detalle de una jornada que se anunció con
la alarma del despertador.
Julio, ya es hora. El frío del piso recubierto de linóleo. La carrera al baño y la advertencia:
Mi cielo, pasan de las seis. Se te va a hacer tarde. El murmullo del agua. El aroma del jabón que le provocó la curiosidad infantil de siempre: ¿a qué olerían los jardines de California?
Su voluntad de olvidar la traiciona: le recuerda la prisa con que se
arregló frente al espejo del botiquín y los planes que hizo para
teñirse el cabello el domingo con la ayuda de Rocío: su hija de tres
años, su tesoro, que ya daba pruebas de haber nacido memoriosa, como
ella: “Dile a miss Flora cómo se llama tu abuelita”.
Cuéntale a tu tía adónde fuimos el domingo. “¿Cómo va la canción de Pin Pon?”
Platícale a Santa lo que quieres para tu cumpleaños.
Por todo lo que Rocío ya no puede hacerlo, Herminia recuerda lo que
su tesoro quería de regalo: una muñeca como la de su prima Evangelina,
un triciclo rojo y unos zapatos de tacón alto. Por el simple gusto de
oírla explicarse con palabras mochitas, Herminia le preguntaba para qué
quería zapatos altos una niña que apenas iba al kínder.
Para ser grande, grande, grande como tú, mami. Conmovida por la respuesta, Herminia abrazaba a su niña y le decía lo maravilloso que era tenerla.
II
Sin posibilidad de refugiarse en el olvido, Herminia
recuerda a Julio prometiéndole que regresaría temprano, la forma en que
él se volvió hacia el reloj que marcaba veinte para las siete y el beso
apresurado que se dieron en los labios. Han pasado treinta años desde
entonces y aún escucha el golpe de la puerta al cerrarse y el silencio
taladrado por una gota de agua en la cocina:
Mañana llamo al plomero.
Contenta, despreocupada, se encaminó a la recámara conyugal donde su
niña, su tesoro, tenía su cama junto a la pared con sus retratos y una
repisa para los juguetes: una tortuga, una muñeca despeinada, un pato
amarillo y un oso al que la niña llamaba con el nombre de su mejor
amigo en el kínder: Toño.
Herminia tiene muy presente que se acercó a la cama de Rocío y se
quedó viéndola dormir mientras se preguntaba en qué estaría soñando. Le
dio risa pensar que, de seguro, en unos zapatos de tacón. Las
campanadas en la iglesia de Santa Brígida la devolvieron a la realidad.
Nena, mi vida, despierta, levántate para que te arregle: hoy es día de escuelita. Herminia recuerda el mohín de la niña, su negativa a levantarse y la forma en que ella intentó convencerla de abandonar la cama:
¿No quieres ver a Toño? ¿Sí? Pues ándale: a la una, a las dos y, a las tres. ¡Arriba! Uy, ¡qué brinco tan aguado!
Herminia
recuerda que, pese a todos sus intentos por animarla, Rocío estuvo de
malhumor, tristona: lloró porque no quería ponerse el suéter rojo que
tanto le gustaba y en la mesa desayunó muy poco:
Mira, no te has acabado la leche. Si no comes no vas a tener fuerzas para ayudarme el domingo a que me pinte el pelo. Eso bastó para que Rocío gimiera remolineándose en la silla. Tal comportamiento de su hija la irritó pero logró disimularlo:
No, mi vida, no me hagas caprichitos porque no va a servirte de nada. Y órale: tómate la leche para que nos vayamos. Ya pasa de las siete y tu kínder está lejecitos.
Herminia no ha podido olvidar la expresión de repugnancia con que
Rocío empezó a beber la leche. Temió que su hija estuviera enferma, se
acercó para preguntarle si le dolía algo y ella en seguida negó con la
cabeza.
Qué bueno, porque así no tendré que llevarte al doctor. Más tranquila, observando de reojo a la nena, se puso a acomodar en la lonchera una gelatina de vasito, una naranja y cuatro galletas con malvavisco:
Dos son para ti y dos para Toño. Oye, ¿qué pasa con la leche? Dale otro traguito. Piensa que si no la tomas no vas a crecer como mamá.
Herminia esperaba oír la risa de Rocío, un comentario alegre, pero
sólo escuchó una cadena de gimoteos nerviosos que la desconcertaron: “Y
eso, ¿a qué viene? ¿Te molestaste por lo que dije? Bueno, allá tú si
quieres quedarte para toda la vida chiquitilla. Ah, y si vuelves a
llorar voy a decirle a tu miss que hoy no te ponga estrellita porque te has portado muy mal”.
Como si la escena estuviera ocurriendo en este momento, Herminia
recuerda la agilidad con que Rocío saltó de la silla, fue a su
encuentro, se aferró a sus piernas y le dijo algo incomprensible que
ella interpretó como una disculpa. Como prueba de que la aceptaba se
hincó para limpiarle las lágrimas y le propuso que cantaran juntas: Pin
Pon es un muñeco / muy guapo y de cartón. / Se lava la carita / con
agua y con jabón.
Rocío apenas entreabrió los labios y en vez de seguir el ritmo de la
tonada –como había hecho otras veces–, con pasitos graciosos y torpes,
permaneció inmóvil, mirando a su madre. Herminia le dijo que la amaba,
la besó y le dio un abrazo muy largo, como si fuera la última vez que
podría hacerlo.
IV
Pasadas las 7:19 de aquella mañana, su presentimiento se
volvió la más espantosa realidad: a los tres años, vestida con su
suéter rojo y su faldita azul, Rocío quedó sepultada bajo los escombros
del edificio destruido por el sismo.
Aunque se proponga evitarlo, Herminia sigue escuchando con nitidez
aquella especie de sinfonía del horror nacida en las profundidades de
la tierra y entonada por todas las cosas y la gente: rumores,
estruendos, tañidos, gritos, explosiones, llantos, sirenas. Después,
para ella, sobrevino un silencio muy largo: el de Rocío, su hija, su
tesoro.
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