Lenguantes
Por: Ethel Z. Rueda Hernández*
Con frecuencia la tarea de elaborar un texto me resulta tortuosa. Entre
otras muchas razones, porque la palabra tiene una fuerza que está más
allá de mí, una fuerza que escapa a toda intención, a todo cálculo, y
eso me abruma. Decir implica llegar a términos con esos efectos, siempre
imprevisibles, que el discurso público tiene, plantarles cara. La mayor
parte del tiempo no siento otra cosa que una profunda incompetencia en
ese terreno.
En el caso de temas relacionados con el feminismo, se añade una
inquietud debida a la existencia de amplio número de publicaciones que
han abordado ya, una y otra vez, casi cada tema que pueda pensarse desde
una perspectiva feminista. ¿Qué valor puede tener entonces un texto
más, sobre un tema discutido y vuelto a plantear innumerables veces?
¿Cuál es el sentido de revisitar problemas, debates, temáticas, que
parece que deberían haber sido superadas varias generaciones, y
publicaciones, atrás? No se trata sólo de considerar lo que voy a decir
en función de hipotéticas personas receptoras, en establecer el qué, el
cómo y el por qué debería importarles. Se trata también de añadir algo,
de no repetir sin sentido, de no ser autocomplaciente en mis múltiples
descubrimientos del agua tibia.
Tomemos por caso la cuestión del lenguaje incluyente, que era mi interés
primero cuando me planteé comenzar con este texto. Las exclusiones de
género que operan por medio del lenguaje, y los modos en que pueden
subsanarse, o en que el lenguaje mismo puede servir al menos para
visibilizar esos sesgos (misóginos, homofóbicos, racistas, clasistas),
es un debate que de ninguna manera puede llamarse nuevo, y que se ha
tratado ya desde diversas esferas del feminismo. Esto es evidente desde
la forma misma de nombrar la problemática, que puede aparecer como
lenguaje inclusivo o incluyente, como no sexista, o con perspectiva de
género. Cada una de esas maneras de nombrar es testimonio de una serie
de posicionamientos y reflexiones en torno al sexismo que inadvertida(o
advertida) mente producimos con/en el lenguaje.
Se puede abordar el asunto desde el periodismo, y proponer manuales de
estilo, o guías editoriales. También se puede hablar del tema desde la
lingüística, y discutir en qué sentido la consabida economía de la
lengua confronta la producción de nuevos cánones, y la voluntad
explícita de politizar ciertos usos de la lengua de las personas
hablantes. Se puede pensar si la exigencia de un lenguaje inclusivo
tiene sentido en ámbitos públicos, o académicos; si es susceptible de
volverse coloquial, de generalizarse; si es una forma que cae siempre
del lado de lo informal, inaceptable en contextos formales
(universidades, instituciones del estado, medios de comunicación).
O puede discutirse la forma en que se presenta esa inclusión, si por
multiplicaciones de sustantivos, pronombres, artículos (niñas y niños,
ellos y ellas, las y los, etc.), o por sustitución de las terminaciones
de género (amigxs, alumn@s, otres). Puede pensarse en quién se incluye
en esta inclusión, si se trata de afirmar una cierta paridad entre
hombres y mujeres, o si se trata de establecer un lenguaje tan despojado
de esa determinación de género como sea posible, para que personas que
no se identifican ni como hombres, ni como mujeres, puedan también ser
nombradas.
Todos estos puntos de hecho se han discutido ya, en múltiples ocasiones,
en diferentes contextos, por personas más competentes y conocedoras que
yo respecto al lenguaje, sus cambios y sus efectos. Lo cual me lleva,
por un lado, a cuestionarme sinceramente: ¿qué puedo yo aportar a esta
conversación? Y a la vez me refiere a una pregunta igualmente personal,
pero más amplia: ¿cuándo puede considerarse que una discusión ha sido
superada en el feminismo?
Aquí quiero volver al tema de la lengua, en particular al cambio
lingüístico, que sería propiamente el terreno en el que se desenvuelve
el debate sobre el lenguaje incluyente. La lengua, la nuestra, pero
también todas las demás, mientras está viva, es decir, mientras tiene
una comunidad de hablantes, está en un proceso permanente de cambio.
Diferentes niveles de la lengua cambian a velocidades distintas:
mientras que el léxico se renueva a una velocidad acelerada, tanto que
nosotras mismas no reconocemos muchas de las palabras que usan personas
más jóvenes, o mayores, la sintaxis puede mantenerse por siglos, e
incluso milenios.
Cuando aprendemos una lengua, esta se adquiere como una serie de
conocimientos cuya validez tiene distintas temporalidades. Algunos serán
ciertos durante nuestra vida entera, lo han sido durante la de
numerosas generaciones que nos preceden y probablemente lo serán para
muchas generaciones venideras. Esto no implica que sean inmutables,
quiere decir más bien que cambian de un modo casi imperceptible en la
temporalidad de una vida humana. Se trata de conocimientos que cada
nueva generación debe aprender para poder hacerse con la lengua. Ser
hablante del español es tener esos conocimientos: cómo se conjugan los
verbos, cuáles son los pronombres personales, cómo se ordenan en una
oración los constituyentes sintácticos, etc.
No porque esa adquisición se repita, generación tras generación, dicho
aprendizaje causa fatiga, o es motivo de desesperación. No se considera
anticuada o retrógrada la repetición de estos aprendizajes. En cambio,
por supuesto que se considera anticuado pretender que hay una distinción
fonética entre "b" y "v" en español. Y con razón.
Tal vez el feminismo funciona igual. Tal vez, en este continuo hacernos
feministas, tropezamos con una estructura casi lingüística: hay
conocimientos, discusiones, problemas, que son insuperables. Cuya
adquisición conforma el núcleo de lo que implica ser feminista. El
sexismo de la lengua podría ser uno de ellos, un aprendizaje por el que
cada nueva feminista debe pasar en algún momento de su construcción como
tal. Y es posible que como ese haya muchos más temas y problemas que,
aunque no son inmutables, no van a ser superados, porque inmiscuirse en
ellos es lo que significa ser feminista. Por ejemplo la brecha salarial,
los derechos sexuales y reproductivos, la representación mediática, el
acceso a la educación, la visibilidad en el espacio público.
No se trata de una repetición superflua, sino de una necesaria, como
aprender la diferencia entre ser y estar es parte de aprender español. Y
así, volver a decir, una vez más, lo mismo que ha sido dicho tantas
veces antes, no necesariamente implica un trabajo inútil. Así como hay
elementos de la lengua que envejecen, hay elementos en el feminismo que
no son susceptibles de ser actualizados. Pero no toda discusión caduca,
no todo problema pasa de moda, ni ha de superarse. Hay tensiones que se
mantienen, que son ellas mismas lo que es el feminismo. Hay saberes que
no se vuelven obsoletos. Con esto en mente, tal vez pueda poner en
perspectiva mi propia colaboración en el debate. Y que la escritura
fluya de manera menos tortuosa. O no.
*Estudió Filosofía en la UNAM con interés en el pensamiento crítico y las problemáticas de género @alzilei
CIMACFoto: César Martínez López Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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