El silencio es el peor castigo para una víctima de delitos sexuales, no importando quien sea el agresor
Será imposible calcular la dimensión del delito de incesto al menos que se denuncie.
Esta es una de las razones del porqué el incesto es uno de los crímenes más impunes y difíciles de erradicar. Sucede en la intimidad del hogar, un ambiente exento de vigilancia externa gracias a un condicionamiento social que lo considera el ámbito amoroso, seguro y educativo por excelencia. Este prejuicio es un castigo adicional para sus víctimas, condenadas al silencio absoluto por miedo y vergüenza. Hablar de incesto, por lo tanto, resulta extremadamente difícil aun cuando los delitos sexuales ya comienzan a ser debatidos en foros públicos y círculos familiares, aun cuando los perpetradores de esta clase de violencia deben enfrentar la acción de la justicia y la exposición pública de su conducta.
Si todas las víctimas de incesto hablaran, el coro sería ensordecedor. Quienes se han atrevido a exponer públicamente su tragedia resultan ser una minoría insignificante en comparación con quienes la ocultan. Las experiencias compartidas hablan de una patología social y no de actos aislados, como se suele –o se desea- creer. Niñas, niños y adolescentes son presa fácil de un depredador que los tiene a su alcance día y noche, en la soledad de un hogar supuestamente seguro. Cuando el hecho es revelado por la víctima, se estrella contra el conflicto de familiares más preocupados por el alcance social de la vergüenza que por el derecho del menor a ser protegido de su victimario.
Uno de los estereotipos frecuentes alrededor de este delito, es la creencia de que lo comete alguien desequilibrado por el alcohol o de conducta violenta. En la realidad, el depredador sexual puede ser una persona amable, respetable y cariñosa, por lo cual su víctima –especialmente si es muy joven- sufre una gran incertidumbre, por creer que la violación es también un acto de amor. Esto convierte al incesto en uno de los delitos más perversos y destructivos contra un ser humano indefenso.
Las consecuencias del incesto alcanzan y atraviesan a generaciones completas. Al ser cometido por personas del círculo familiar, cuenta de manera casi automática con un pacto de silencio cuyas repercusiones son devastadoras para las víctimas, pero también para quienes conocen el drama y lo callan. En este escenario amparado por un sistema patriarcal dominante, se colocan sobre la balanza la respetabilidad de la familia y la integridad del o la menor afectado, resultando por lo general más livianos los derechos de las víctimas en este juego de apariencias.
Quienes son presa de un padre, un hermano o un tío agresor muchas veces callan por miedo a la incredulidad de quienes deben protegerlos, agravándose todavía más el profundo daño psicológico y la sensación de indefensión, sentimientos cuyo efecto durará todo el resto de su vida manifestándose en patologías como baja autoestima y relaciones de codependencia. La sociedad tampoco ayuda al imputar toda la culpa a quienes padecen esta situación aparentemente irremediable en el seno de su hogar.
¿Cuál es la salida, entonces, a un fenómeno de tales dimensiones? Educación, vigilancia, justicia y sobre todo asumir que la denuncia de una niña, un niño o un adolescente es verdadera. La reacción automática de rechazo ante una verdad cruda como el incesto es un golpe adicional contra la integridad de un ser humano incapaz de defenderse e incluso de comprender aquello que le afecta. Quitar los obstáculos a la expresión libre es un paso vital en la lucha contra el secretismo de los delitos sexuales, no importando su naturaleza. La protección de la niñez no es un asunto negociable.
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