La Jornada
En su anteproyecto
de presupuesto para 2018 presentado ayer, el Instituto Nacional
Electoral (INE) solicitó un monto 63 por ciento mayor al que se asignó
en 2012 a las últimas elecciones presidenciales organizadas por el
Instituto Federal Electoral (IFE), con lo que el organismo alcanzaría
una asignación de 25 mil 45 millones de pesos, de los cuales 18 mil 256
millones se destinarían a su gasto operativo y 6 mil 788 millones de
pesos a las distintas fuerzas partidistas. Como el mismo INE reconoce,
esto significa un encarecimiento de 39 pesos por elector, con lo que
garantizar cada sufragio pasaría de costar 166 a 205 pesos.
El primer hecho que debe considerarse al analizar este incremento de
nueve mil millones de pesos es que a partir de la reforma electoral
promulgada en enero de 2014 el INE adquirió una serie de atribuciones y
responsabilidades con las que no contaba su antecesor, lo cual, aunado
al componente inflacionario –en el primer semestre de 2017 la inflación
rebasó 6 por ciento, un techo no alcanzado en varios años– provee una
sólida justificación operativa para el ajuste.
Sin embargo, la razón operativa no equivale a legitimidad social. Es
necesario recordar que los organismos encargados de organizar y vigilar
los comicios han experimentado severos problemas de transparencia en el
manejo de recursos, como ocurrió con el proyecto para edificar un nuevo
complejo que albergara la sede del INE a un costo inicial de mil
millones de pesos. Cancelado a principios de año debido a los recortes
presupuestales implementados por el gobierno federal, la onerosa idea
causó un escándalo social no sólo por carecer de cualquier
justificación, sino porque el instituto electoral arrastra un severo
déficit de credibilidad que se remonta a 2006: 11 años en que los
principales procesos electorales han concluido con el escepticismo y la
desconfianza de los ciudadanos en la medida que el IFE/INE y el Tribunal
Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) han sido omisos
en hacer cumplir la ley y mostrado su aquiescencia hacia los partidos en
el poder.
Tanto en 2006 como en 2012, los respectivos comicios
presidenciales fueron repertorios de desaseo e incluso franca
ilegalidad. En el primer caso, el entonces titular del IFE, Luis Carlos
Ugalde, violó sus atribuciones al adelantar el anuncio del triunfo de
Felipe Calderón y no hizo nada para impedir que el presidente Vicente
Fox usara el poder público para distorsionar las preferencias
ciudadanas, delito admitido por el propio mandatario en turno en una
entrevista realizada en 2010. En 2012, el último encargado de ese
instituto antes de la reforma, Leonardo Valdés Zurita, decidió ignorar
el escándalo del reparto de tarjetas Soriana y Monex por parte del
equipo de campaña priísta, pese a que se encontraba a la luz el
operativo de compra masiva de votos mediante los denominados monederos
electrónicos.
Como consecuencia, los gobernantes han llegado a sus cargos con un
déficit de legitimidad de origen, lo que ha significado un enorme costo
económico, político y social: durante más de una década, la vida
nacional se ha desenvuelto bajo presidencias impugnadas, carentes de la
capacidad de producir consensos y generar en torno suyo la unidad
necesaria para un proyecto de Estado. Queda claro que la responsabilidad
de esta prolongada crisis institucional recae en las autoridades
electorales por su incompetencia para conducir con pulcritud los
procesos.
En suma, el debate no radica en la justificación operativa de los 25 mil millo
nes
solicitados; por el contrario, el malestar social ante los abultados
gastos del instituto deriva de la reiterada constatación de que el
organismo electoral no sirve a su función declarada, consistente en
realizar y calificar elecciones limpias y con resultados creíbles.
Mientras prevalezca tal estado de cosas, los procesos que en una
democracia sana debieran ser una forma de resolver diferencias y
conflictos –naturales en toda sociedad– seguirán conformando nuevas
fuentes de disputa, y alimentarán la sensación de que el asignado al INE
es dinero tirado a la basura.
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