Cristina Pacheco
Aunque sé
cuánto le gustaba su trabajo en la escuela, ya no tengo esperanzas de
que Úrsula acceda a retomarlo. Hace un rato, cuando le pedí que lo
hiciera, se sorprendió mucho. Le resultaba increíble que ninguna de las
personas que la habían sustituido a lo largo de su ausencia hubiera sido
capaz de ser buena conserje. Era su puesto. Renunció a él, hace ya ocho
años, cuando se juntó con Adalberto. Él no quiso que vivieran en el
departamentito que está al fondo de la escuela. Prefirió traer a Úrsula a
la casa que había sido de su madre y ahora es suya. Si no la ocupan es
muy posible que la invadan gentes de otras colonias.
Úrsula me había llamado varias veces a la escuela para invitarme a
visitarla. Siempre tuve la intención de hacerlo, pero hasta hoy pude
venir, no sólo por el gusto de ver a quien considero una amiga, sino
también para pedirle que volviera a su puesto. El lunes comienza el
nuevo ciclo escolar. Sarita, la conserje que teníamos, abandonó el
trabajo porque su embarazo es de alto riesgo. Necesitamos, ¡pero ya!,
quien vigile la puerta y reciba a los niños el primer día de clases.
II
La casa de Úrsula es de tabicón blanco, los techos de
lámina acanalada y aún no pasa de ser una obra negra. La rodean
infinidad de construcciones idénticas, algunas de dos plantas, pero
otras de tal modo precarias que el techo o las paredes están hechos con
la propaganda de los partidos políticos que visitan la zona en época de
campaña. En sus azoteas abundan los desperdicios; de un lado a otro
corren lazos con ropa puesta al sol que, mecida por el viento, da la
inevitable impresión de ser cuerpos muertos, balanceándose.
La charla con Úrsula fue breve. Había quedado de reunirse con
Adalberto en la megaplaza al otro lado de las torres, para comprar a
Tadeo y Napoleón los útiles faltantes y algo de ropa. Por su entusiasmo
entendí cuánto la emocionaba que sus hijos estuvieran a punto de volver a
la escuela. Confía en que puedan seguir adelante, por lo menos hasta la
secundaria. Ella tuvo que dejar sus estudios cuando iba en tercero de
primaria: su mamá necesitaba que la ayudara a vender en los tianguis la
ropa usada que conseguía en el tiradero de Neza.
A partir de que renunció al puesto de conserje, Úrsula retomó el
negocio que conocía desde pequeña. Me aseguró que no le va mal; hay
semanas que saca hasta cuatrocientos pesos. Le hice notar que era mucho
menos de lo que ganaría si volviera a su puesto en la escuela; con la
ventaja adicional de poder instalarse, como antes, en el departamentito
al fondo de la escuela. Cuando Úrsula llegó a ocuparlo, colgó en su
ventana una lata con una siempreviva. Luego fue agregando otras plantas
hasta que todo el frente quedó completamente verde. Una maravilla.
Se lo recordé y ella pensó también en los frascos en donde
metía los insectos que encontraba en los matorrales alrededor de la
escuela. Ya no existen. En su lugar hay bloques de casas tan reducidas
que parecen de juguete. Lamentó el cambio. Le dije que en compensación
de esa pérdida ya hay combis que pasan a tres cuadras de la escuela.
Adalberto podría ir y regresar con facilidad a la refaccionaria en donde
trabaja.
Esa ventaja le costaría diario tres horas de viaje en Metro y combis, y 48 pesos en pasajes. ¿Se imagina qué gastos?Entendí su argumento y no encontré ninguno capaz de rebatirlo, así que procuré que habláramos de otras cosas.
III
Úrsula me preguntó por los maestros. Le dije que seguían con nosotros la señorita Garfias, miss Laura y miss
Raquel, pero que el maestro Julio (tan guapo, dijo) y don César, el
profesor de quinto, se habían ido: uno por edad y el otro no sabíamos
por qué motivos.
Úrsula dejó de ponerme atención y se puso a ver mi reloj con
insistencia: una manera discreta de recordarme su compromiso con
Adalberto. Si hoy no hacían la compra de ropa, pero sobre todo de
útiles, no iba a alcanzarles el tiempo para forrar cuadernos y hacer
márgenes –fallas por las que tal vez les prohibirían a sus hijos la
permanencia en el salón de clases. Me despedí con la promesa de volver.
Úrsula se ofreció a acompañarme hasta la avenida en donde está la base
de combis. Dudaba de que, sin una conocedora del terreno, pudiera llegar
sola hasta allá.
Mientras caminábamos por las veredas (siempre a punto de ser
asfaltadas, me dijo Úrsula) le pregunté si era feliz. Creyó que me
refería a su vida sentimental y me aclaró que Adalberto era un hombre
bueno, trabajador y considerado con ella. Corregí:
Me refería a esta colonia. Respondió que aunque faltaban el alumbrado eléctrico y el drenaje, era agradable vivir allí porque el cielo siempre está limpio y entre las yerbas silvestres todo el año brotan lindas flores amarillas y azules. Además, tiene muchas amigas con quienes, los domingos, sale a jugar futbol en la cancha –un terraplén inmenso, sin redes– que dos veces al año sirve como pista de baile.
El motor de
un
avión la hizo levantar los ojos y quedarse mirándolo hasta que se
convirtió en un punto blanco. Entonces Úrsula me dijo que su sueño era,
alguna vez, poder subirse a uno que los llevara, a ella y a su familia,
al mar. Me dio un abrazo rápido y se fue. Pronto se perdió en la grisura
del paisaje saturado de casas idénticas a la suya: de tabicón gris,
inconclusas, precarias y que también abrigan esperanzas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario