Para los multimillonarios, el futuro de la tecnología
consiste en su capacidad de huida. El objetivo es trascender la
condición humana y protegerse del cambio climático, los grandes flujos
migratorios, las pandemias globales...
El año pasado me
invitaron a dar una charla en un resort de superlujo ante un público que
suponía integrado por unos cien banqueros de inversión. Nunca antes se
me había ofrecido tanto dinero para dar una charla –la mitad de lo que
gano en un año como profesor– y todo por intentar arrojar algo de luz
sobre “el futuro de la tecnología”.
Nunca me ha gustado hablar
sobre el futuro. Los actos en formato pregunta y respuesta tienden a
acabar siendo como una especie de juego de salón en el que se me pide
opinar sobre la última palabra tecnológica de moda como si fueran
indicadores para potenciales inversiones: cadena de bloques, impresión
3D o CRISPR. Rara vez tiene el público un interés real en aprender
acerca de las nuevas tecnologías ni sobre su potencial impacto, más allá
de poder discernir entre invertir o no en ellas. Pero el dinero es lo
primero, así que acepté el bolo.
A mi llegada, pensé que me
conducirían hasta el camerino, pero en lugar de colocarme un micrófono o
llevarme hasta el escenario, me dejaron sentado ante una mesa redonda e
hicieron pasar a mi audiencia: cinco tipos súper ricos (sí, todos ellos
varones), y de las altas esferas en el mundo de los hedge funds.
Después de intercambiar unas breves palabras no tardé en advertir que
tenían nulo interés en los contenidos que me había preparado sobre el
futuro de la tecnología. Venían con su propia batería de preguntas
preparada.
Empezaron planteando cuestiones bastante inocuas tales
como ¿Ethereum o bitcoin? ¿Es real la computación cuántica? Sin embargo,
sin prisa pero sin pausa, fueron escorando sus preguntas hacia los
temas que verdaderamente les preocupaban.
¿Qué región se vería
menos afectada por la crisis provocada por el cambio climático, Nueva
Zelanda o Alaska? ¿Realmente Google está construyéndole a Ray Kurzweil
un hogar para albergar su mente? ¿Logrará su conciencia sobrevivir a la
transición, o por el contrario perecerá y renacerá una completamente
nueva? Y, por último, un director general de una agencia de bolsa
comentaba que estaba a punto de terminar de construirse un búnker y
lanzó la pregunta:“¿Cómo conseguiré imponer mi autoridad sobre mi
guardia de seguridad después del acontecimiento?”.
El
acontecimiento. Este era el eufemismo que empleaban para el colapso
medioambiental, la agitación social, la explosión nuclear, la
propagación imparable de un virus o el momento en que el hacker de Mr.
Robot acabe con todo.
Esta fue la cuestión que nos mantuvo
ocupados durante toda la hora restante. Eran conscientes de que
necesitarían vigilantes armados para proteger sus instalaciones de las
masas encolerizadas. ¿Pero, con qué iban a pagarles cuando el dinero ya
no valiera nada? ¿Y qué impediría a su guardia armada elegir a su propio
líder? Estos multimillonarios barajaban recurrir a cerraduras de
combinación especiales para proteger el abastecimiento de alimentos, que
sólo ellos controlarían. O poner a sus vigilantes algún tipo de collar
disciplinario a cambio de su propia supervivencia. E incluso, crear
robots capaces de servir como guardias o trabajadores, si es que daba
tiempo a desarrollar la tecnología necesaria.
Fue en ese punto
cuando me di cuenta de que al menos para estos caballeros, esos eran los
temas que pretendían escuchar en una charla sobre el futuro de la
tecnología. Siguiendo el ejemplo de Elon Musk y su colonización de
Marte, o del envejecimiento revertido de Peter Thiel o del proyecto de
Sam Altman y Ray Kurzweil de subir sus mentes a supercomputadoras, se
preparaban para un futuro digital que tenía bastante más que ver con la
intención de trascender la condición humana y protegerse del peligro
real y presente del cambio climático, el aumento de los niveles del mar,
los grandes flujos migratorios, las pandemias globales, el pánico
nacionalista o el agotamiento de los recursos que con la construcción de
un mundo mejor. Para ellos, el futuro de la tecnología en realidad
consiste en una cosa: la capacidad de huida.
No es que haya nada
de malo en las valoraciones súper optimistas sobre los beneficios de la
tecnología para las sociedades humanas. Es que la actual tendencia hacia
una utopía posthumana es algo muy distinto, que tiene más que ver con
una cruzada para trascender todo lo humano: el cuerpo, la
interdependencia, la compasión, la vulnerabilidad y la complejidad que
con cómo imaginar la gran migración de la humanidad hacia un nuevo
estado existencial. Los filósofos de la tecnología llevan advirtiéndolo
varios años: la visión transhumanista reduce con demasiada facilidad
toda la realidad a los datos, y concluye que “los seres humanos no son
más que objetos procesadores de información”.
Es la reducción de
la evolución humana a un videojuego en el que alguien gana la partida al
encontrar la ventanilla de salida, dejando que se unan al viaje algunos
de sus mejores amigos. ¿Musk, Bezos, Thiel… Zuckerberg? Estos
multimillonarios son los presuntos ganadores de la partida de la
economía digital, vamos, más de lo mismo según la lógica empresarial de
la supervivencia de los más aptos y que, para empezar, es la misma que
alimenta toda estas especulaciones.
Obviamente, las cosas no
siempre han sido así. A principios de los años noventa, durante un breve
espacio de tiempo, el futuro digital ofrecía un final abierto a nuestra
imaginación. La tecnología era como un patio de recreo que permitió a
la contracultura crear un futuro más inclusivo, distributivo yacciones o los futuros de algodón, un nicho ideal para hacer predicciones y apuestas. De modo que, la relevancia de cada discurso, artículo, estudio, documental o papel en blanco solo dependía de que apuntara a un indicador bursátil. El futuro se convirtió no tanto en algo en lo que influyen las pro
humano. Sin embargo, los intereses económicos establecidos sólo veían en
ella un nuevo nicho para la extracción de beneficios de toda la vida y
demasiados tecnólogos fueron seducidos por las empresas unicornio. Los
escenarios del futuro digital pasaron a ser más como los futuros sobreopciones por las que apostamos hoy, o
nuestras esperanzas para la humanidad de mañana sino en un escenario al
que estamos predestinados y sobre el que apostamos con nuestro capital
de riesgo, pero al que llegamos sin más capacidad de acción.
Este
enfoque permite a todo el mundo librarse de cualquier implicación moral
de sus actividades. El desarrollo tecnológico tenía que ver cada vez
más con la supervivencia individual que con una perspectiva de mejora
colectiva. Y, lo que es aún peor, como pude comprobar, cualquier
comentario de advertencia en este sentido te convertía a tu pesar en un
enemigo del mercado o en un tecnófobo gruñón.
De modo que la mayor
parte de los académicos, periodistas y escritores de ciencia ficción en
lugar de detenerse en la dimensión ética del empobrecimiento y la
explotación de la mayoría por parte de unos pocos, optaron por
plantearse problemas más abstractos y elaborados: ¿Es justo que los
agentes de bolsa utilicen drogas de diseño? ¿Debería estar permitido
poner implantes a los niños para que aprendan idiomas? ¿Queremos que los
vehículos autónomos prioricen la vida de los peatones por encima de la
de los pasajeros? ¿Las primeras colonias de Marte deberían regirse por
un sistema democrático? ¿Si cambio mi ADN estoy debilitando mi
identidad? ¿Deben de tener derechos los robots?
Por muy
entretenido que resulte en términos filosóficos plantearnos este tipo de
cuestiones, lo cierto es que no contribuye demasiado a lidiar con las
verdaderas disyuntivas morales que plantea el desarrollo tecnológico
desatado en nombre del capitalismo corporativo. Las plataformas
digitales han logrado convertir un mercado ya de por sí explotador y
extractor (véase Walmart), en una versión del mismo aún más
deshumanizante (véase Amazon). La mayor parte de nosotros ya fuimos
conscientes de los inconvenientes que plantea la automatización de los
trabajos, la gig economy y la desaparición del comercio local.
Pero
el desarrollo a toda velocidad del capitalismo digital tiene un impacto
devastador sobre el medioambiente y la población más pobre a escala
global. Las redes de trabajo en condiciones de esclavitud están detrás
de la fabricación de algunos de nuestros ordenadores y smartphones.
Estas prácticas están tan profundamente arraigadas que en una ocasión
una compañía llamada Fairphone, fundada desde la base con la intención
de fabricar y comercializar teléfonos éticos, acabó concluyendo que era
imposible. (Por desgracia, el fundador de la compañía se refiere a sus
productos ahora como teléfonos “más justos”.)
Mientras tanto, la
extracción de metales preciosos y los residuos que generan nuestros
dispositivos de alta tecnología digital destruyen los hábitats humanos,
que son sustituidos por vertederos tóxicos que acaban siendo recogidos
por niños campesinos y sus familias, que vuelven a vender los materiales
reutilizables a los fabricantes.
“Ojos que no ven corazón que no
siente”, pero la externalización de la pobreza y del veneno no
desaparece por el mero hecho de que nos pongamos unas gafas de tres
dimensiones y nos sumerjamos en una realidad alternativa. Cuanto más
ignoremos las repercusiones sociales, económicas y medioambientales, más
problemáticas se tornarán estas. A su vez, esta situación genera una
dinámica de mayor repliegue, aislamiento y fantasías apocalípticas, a la
par que la necesidad de inventar desesperadamente más tecnología y
planes de negocio. El ciclo se retroalimenta a sí mismo.
Cuanto
más comulgamos con esta interpretación del mundo, más tendemos a ver al
ser humano como parte del problema y a la tecnología como una solución
al mismo. La propia esencia de la condición humana se considera cada vez
menos como un rasgo definitorio y más como un virus. Las nuevas
tecnologías se consideran como algo neutro, obviándose el sesgo que
encierran. Así, los malos hábitos que inducen en nosotros no son más que
un mero reflejo de la corrupción de nuestra propia esencia. Como si la
culpa de nuestros problemas radicara de alguna forma en nuestro
salvajismo innato. Igual que la ineficacia del sector del taxi se
“soluciona” mediante una aplicación que arruina a los conductores
humanos, las molestas inconsistencias de la psique humana se pueden
corregir mediante una versión mejorada digital o genética.
En
último término, de acuerdo a la ortodoxia de la tecnología que todo lo
resuelve, el clímax del futuro de la humanidad llegará con la capacidad
de subir nuestra conciencia a un ordenador o, quizá mejor aún, aceptar
que la propia tecnología es nuestro sucesor lógico evolutivo. Ansiamos
entrar en la siguiente fase trascendente de nuestra evolución, como si
fuéramos miembros de un culto gnóstico, mudando de cuerpo y dejando el
viejo tras nosotros, junto con nuestros pecados y pesares.
Las
películas y series de televisión se encargan de la representación de
estas fantasías. Las series de zombis nos muestran un mundo post
apocalíptico en el que la gente no es mucho mejor que los muertos
vivientes, y parece ser consciente de ello. Y, lo que es aún peor,
invitan a los espectadores a imaginarse el futuro como una batalla de
suma cero entre los pocos humanos que quedan, en la cual la
supervivencia de un grupo depende de la destrucción del otro. Incluso la
segunda temporada de Westworld, basada en una novela de ciencia ficción
en la que los robots corren por ahí enloquecidos, termina con una
revelación final: los humanos somos más simples y predecibles que las
inteligencias artificiales que nosotros mismos hemos creado. Los robots
aprenden que cada uno de nosotros puede ser reducido a unas pocas líneas
de código y que somos incapaces de elegir deliberadamente. Qué
demonios, hasta los robots de la serie quieren trascender los límites de
sus cuerpos y pasar el resto de sus vidas en una simulación de
ordenador.
Semejante intercambio de roles entre los humanos y las
máquinas requiere una gimnasia mental que parte de la presunción
implícita de que los humanos dejamos bastante que desear. O bien los
cambiamos o bien nos alejamos de ellos para siempre.
Así, los
tecnomultimillonarios lanzan coches eléctricos al espacio, como si esto
simbolizara algo más que la capacidad de un multimillonario de hacer un
poco de promoción corporativa. Y, si algunos pocos logran escapar a
velocidad de vértigo y sobrevivir de alguna forma en una burbuja en
Marte –a pesar de nuestra incapacidad para lograr generar una burbuja
similar aquí en la Tierra, tal y como se demostró en las dos pruebas de
la biosfera, que costaron miles de millones- será más bien porque la
élite se ha provisto de un bote salvavidas, pero no garantizará a la
diáspora humana una oportunidad de supervivencia.
Cuando los hedge
funders me preguntaron cómo podrían ejercer su autoridad sobre las
fuerzas de seguridad después de “el acontecimiento”, sugerí que la mejor
apuesta sería empezar a tratarles muy bien desde ya. Entablar relación
con ellos como si fueran miembros de su propia familia. Y cuanto más
impregnaran sus prácticas empresariales, su gestión de la cadena de
suministros, sus esfuerzos por contribuir a la sostenibilidad y la
distribución de la riqueza de este ethos de inclusividad, menos probable
sería, para empezar, que se produjera un “acontecimiento” de estas
características. Toda esa magia tecnológica podría empezar a aplicarse
desde hoy mismo a unos intereses quizá menos románticos pero sí más
colectivos.
Mi optimismo les hacía gracia pero en ningún momento
me lo compraron. No tenían ningún interés en evitar la desgracia; están
convencidos de que ya no hay tiempo para ello. Por mucho poder y riqueza
que acumulen, no se creen capaces de influir en el futuro.
Sencillamente, se limitan a aceptar el más oscuro de los escenarios y a
reunir la mayor cantidad de dinero y tecnología que les permita
aislarse, sobre todo si se quedan sin sitio en el cohete rumbo a Marte.
Por
suerte, aquellos de nosotros que no disponemos de los fondos
suficientes como para renegar de nuestra propia humanidad, disponemos de
un buen número de opciones mucho mejores. Ni siquiera tenemos que
utilizar la tecnología de una forma tan antisocial y atomizada. Basta
con que no nos convirtamos en los consumidores y perfiles individuales
que quieren nuestros dispositivos y plataformas, y podemos recordar que
el ser humano verdaderamente evolucionado no opta por una salida
individual.
La condición humana no tiene que ver con la
supervivencia o escapatoria individual. Es un deporte de equipo.
Cualquiera que sea el futuro que aguarda a la humanidad, nos afectará a
todos.
(Este artículo se publicó originalmente en Medium).
Traducción de Olga Abasolo.
https://ctxt.es/es/20180801/Politica/21062/tecnologia-futuro-ricos-pobres-economia-Douglas-Rushkoff.htm
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