El último presidente del PAN confió plenamente en la estrategia de
persecución que Genaro García Luna le presentó para combatir al crimen
organizado: una mezcla de participación intensiva del Ejército y la
Policía Federal en aquellas poblaciones vulneradas por la criminalidad.
Otorgó, sin embargo, un papel secundario a la institución responsable
de investigar los delitos y de consignar a los responsables ante los
jueces. Para Calderón la PGR fue un instrumento político bajo su mando
dispuesto para resolver los problemas de seguridad. Debía obedecer
órdenes del presidente, del secretario de seguridad y atender también
las consignas de persecución integradas por los mandos militares.
Cuando el procurador Eduardo Medina Mora se enfrentó al secretario
de Seguridad Pública, el todopoderoso Genaro García Luna, salió
perdiendo. Luego Calderón se trajo de Chihuahua al muy inepto Arturo
Chávez Chávez, quien antes había sembrado pésimos resultados en su
tierra. Pero al entonces presidente lo conmovieron los peores
argumentos: su filiación panista y también la amistad.
La política de procuración terminó, en el último tramo de aquella
administración, en manos de Marisela Morales, una mujer con fama de dura
y también de arbitraria, que dio resultados en algunos temas pero que –
igual a sus antecesores– no se ocupó de construir vida institucional en
la PGR ni de capacitar a su personal, de cara al nuevo sistema penal
que ese mismo gobierno había promovido.
Si un error sobresale, entre muchos, a propósito de la política
criminal calderonista, fue el de haberle dado la espalda a la reforma de
la procuraduría. Por eso la institución se ha empeñado en la
fabricación de culpables, en el populismo punitivo, en atacar a los
enemigos del gobierno en turno y en hacer favores a los poderes más
oscuros.
Préndase la alarma porque el error está a punto de repetirse cuando
la Guardia Nacional es la pieza principal de la política de seguridad
anunciada por el flamante presidente López Obrador. Es evidente que ha
dedicado muchas horas a pensar esta institución y también a enfrentar
las críticas, en su mayoría fundadas, de quienes le reclaman que haya
dado un paso adelante en la militarización de la vida cívica del país.
Pero lo más preocupante es que haya dejado de lado el expediente de
la Fiscalía General de la República. No está de acuerdo con que sea
autónoma ni independiente; la quiere como en los viejos tiempos: bajo el
mando presidencial, al servicio de la política de seguridad y conducida
por un incondicional.
No estuvo dispuesto a nombrar un procurador con energía para
transformar esta instancia clave de la justicia. La llegada del maestro
Bernardo Bátiz no es alentadora. Tiene como virtud que se trata de un
individuo honesto y honorable, pero ese no es un puesto que pueda
ofrecerse a un hombre que con dificultad podrá arremangarse, meterse al
lodo y operar una de las reformas más complicadas del sistema político
mexicano.
¿Por qué López Obrador prefirió a Bátiz y no, por ejemplo, a Juan
Luis González Alcántara, quien en otra época fuera el presidente del
Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México?
La respuesta tiene que ver con que el presidente quiere a González
Alcántara para que sustituya a José Ramón Cossío en la Suprema Corte de
Justicia de la Nación. Ahí hará sin duda un gran papel, pero la
República lo necesitaba en este otro puesto –la PGR– porque la Corte va
bien, pero la justicia va pésimamente.
Mucha Guardia Nacional y poca procuración de justicia son un caldo
venenoso para los derechos humanos y, sobre todo, pospone en el
calendario el día en que la Constitución gobernará por fin en esos
territorios del país donde hoy el crimen organizado es rey.
Este análisis se publicó el 2 de diciembre de 2018 en la edición 2196 de la revista Proceso.
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