María Teresa Priego
“¿Por qué estoy enfermo?” ¿Qué le explico? ¿Qué hace años comenzaron las constantes traiciones del cuerpo? ¿Que así va la vida?
El derrumbe. El del cuerpo del padre, el de toda una vida. Ese jueves llegamos a su casa. Me reconoció. Dijo mi nombre. Hasta nos reímos juntos. Estaba bien. Así como es ahora “estar bien”. Para el viernes de golpe se desató el desastre. Su cuerpo delgadísimo ya no lo sostenía. Una supone que va asimilando su delgadez y su fragilidad. Pero, ¿de verdad? ¿qué tanto? Una no lo asimila y él tampoco. Lo toman bajo los brazos, lo llevan hasta su silla de ruedas. Emergencias. Esas noches larguísimas. Su dolor físico. Su angustia.
Me
dice: “Eres mi hermana mayor y tú estás muy bien”. La doctora de los
ricitos me dice con una voz dulce: “tiene usted como 95 años, señora.
Qué conservada”. Luego fui su hermana menor, su madre. Sus fantasmas.
Habitamos Tabasco y Yucatán. Nos paseamos por su infancia. Por su adolescencia. Esa habitación de hospital.
Ese espacio del desamparo. Cada vez los médicos dicen lo mismo: “usted
tiene que entender que es un hombre muy mayor”, “usted tiene que
entender que a la edad que tiene”. “Usted tiene que entender…” Sí, los
órganos fallan. Claro que lo entendemos. Es un hecho. Un estallido.
Casi
diría: “usted tiene que entender doctor, que creí que entendía lo que
no entiendo”. Traemos dentro una niña/un niño aferrada/o a la
atemporalidad que se niega a entenderlo. Me acerco y me dice: “¿cómo
llegamos aquí? A esto. ¿Por qué estoy enfermo?” ¿Qué le explico? ¿Qué hace años comenzaron las constantes traiciones del cuerpo? ¿Que así va la vida?
¿Le hablo de su edad? ¿cuál sería esa reflexión “racional” que le
ayudaría a tener menos miedo? ¿cuál? No. Nada de eso. Él no quiere
escucharlo y yo no quiero decirlo. ¿Qué es lo que él quiere escuchar
cuando su mente viaja? Que soy su hermana. Quizá así se siente un
poquito menos desamparado. Así. En el pasado.
Alguna vez fuimos
juntos los más fuertes del mundo. Es tan importante. Fuimos afortunados.
Muy. Nos hemos amado muchísimo. Y respetado. A pesar de ser tan
distintos. Nos encontrábamos en los ríos, en el mar, en su amor por los
animales. Nos encontrábamos en los juegos de palabras. A lo largo de mi vida
he cerrado los ojos y lo he convocado cada vez que me falla la fuerza.
Vivimos muy pronto en ciudades distintas. A mí me daba y me da por
sentir que a pesar de las geografías, caminábamos cercanos. Tal vez
porque hicimos un pacto sin demasiadas palabras en mi adolescencia: no
juzgarnos.
Lo recuerdo sano, joven, extendiendo los brazos
(siempre fue un madrugador) y diciendo en voz muy alta antes de irse al
rancho: “hoy seré un hombre libre, correré por los campos”. Lo recuerdo y
me río en esa habitación de cuerpo estallado. Recuerdo
nuestro viaje a Mérida en diciembre del 2015. La esquina de La
Calandria donde vivió hasta que se fue a buscar trabajo en Tabasco.
La tierra de sus padres. La nuestra. Lo recuerdo a caballo con mi hijo
pequeñito en sus brazos. Lanzándose al mar junto a su perro Nohoch (“el
gran sacerdote”) que lo buscaba ansioso cada vez hasta que lo veía
emerger de entre las olas. Las enfermeras entran y salen.
Dos
enfermeros lo cargan para acomodarlo en la cama. Me dice: “sácame de
esta jaula”. Alzaron las protecciones de metal porque insistía en
salirse. “Sácame de esta jaula”. ¿A dónde te llevo, papá? ¿hacia dónde
querrías ir? Algunas veces viajamos juntos en la realidad. Muchísimas
veces viajamos juntos en nuestras historias imaginarias. Quisiera
volverlo a hacer. Ningún abrazo lo arranca de esa desesperación que
siente. No aceptó comer hasta que pudo regresar a su casa. Años ya de
litigio contra esos límites que le ha ido imponiendo el cuerpo. Ya está en su casa.
A mi padre le gustaba negar. Quizá a mi también. Hace muchísimos años –en Tabasco-
le dije que iba por cajas para llevarme los libros que había dejado en
su casa. Hacía años que yo ya no vivía allí. Es más, vivía lejísimos.
“No te los lleves, lagartija, por favor. Necesito ir a
tus libreros y verlos. No te los lleves, entonces sí sentiría que ya no
vas a regresar “. Allí se quedaron mis libros. Es probable que ya no
recuerde que me decía “lagartija” y que a mis hijos les decía “tus lagartijitos”.
En
algún momento se le comenzaron a confundir los tiempos e insistía en
hablar de ellos como si se hubieran quedado niños. En algún momento me
buscaba y me reconocía en las calles en muchachas de la edad de mis
hijos. Tal vez ambos pensamos que era eterno. O que teníamos el infinito
y descabellado poder de detener el tiempo. Nos encantaba inventar. Es
cierto. En mucho nuestro amor se fue tejiendo de historias que nos
contábamos. Esa primera noche me aprieta fuerte la mano y debe
representarle un gran esfuerzo: “mamá, ¿eres tú?” “Sí”.
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