La Jornada: Relatos del ombligo
Juan Becerra Acosta
Quien anda la calle de Francisco Sosa, en Coyoacán, recorre más de 500 años y las muchas historias que, a su paso y tras los muros de sus construcciones, forman parte de la identidad de un pueblo que hace poco más de medio siglo fue alcanzado por la mancha urbana. Antes de tierra, después de piedra, luego con vías y asfalto y hoy con adoquines, fue trazada, a diferencia de lo que algunos historiadores señalan, antes de la llegada de los españoles; prueba de ello es uno de los hallazgos arqueológicos más recientes en México: el quinto tecpan excavado en el valle del Anáhuac, construcción que, en el México prehispánico, funcionó como edificio administrativo para la nobleza mexica; un palacio, pues, que hospedó a la máxima autoridad del barrio y a su familia.
Este tecpan fue hallado en una de las casonas más emblemáticas de la zona: Arboretum, lugar de descanso y laboratorio de Miguel Ángel de Quevedo, ubicado en el número 440 de Francisco Sosa. La propiedad fue confundida, durante años, con la casa del ex presidente Miguel de la Madrid –situada justo enfrente– debido a que en cada extremo de su puerta, siempre abierta, había guardias presidenciales que, no se confunda, no resguardaban su interior, sino lo que tenían delante. Pero aun así, su mera presencia cohibía a turistas y locales a adentrarse en aquel parque privado que, con tres hectáreas de extensión, guardaba distintas especies vegetales, ensoñados caminos, caballos y, durante un par de meses, un toro de lidia que, tras accidentarse el vehículo en el que era transportado de la plaza México a la Facultad de Veterinaria de la UNAM, escapó y se adentró en el primer lugar agreste que percibió, Arboretum. Se sabe con certeza que la familia propietaria de la casa, en lugar de asustarse, se puso a torear al burel sin saber que lo hacía sobre un antiguo palacio mexica.
La calle de Francisco Sosa inicia justo donde se ubica la capilla de San Antonio de Padua, al lado de un puente virreinal por donde pasa, aún vivo, el río Magdalena, y concluye en Tres Cruces, a la altura del jardín Hidalgo. Se le llamó calle Real, camino a San Ángel y, aunque mucho se sabe de ella, poco del personaje a quien se rinde homenaje con la nomenclatura de, si no la más famosa, sí la calle más bonita de la capital del país.
Francisco Sosa nació el 2 de abril de 1848 en el contexto de la pérdida de la mitad del territorio nacional a cambio de unos dólares y de la paz. Su origen es yucateco y campechano, pues nació en Campeche cuando aún formaba parte de Yucatán. Siempre a la izquierda, Sosa fue periodista y escritor que, además, ejerció los cargos de diputado federal, senador de la República y director de la Biblioteca Nacional. Fundó el periódico El Radical y la Revista Mérida, donde publicó artículos en contra del entonces gobierno yucateco, lo que le llevó, a mediados de la década de los 60 del siglo XIX, a ser recluido en la prisión de San Juan de Ulúa. Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, y a él se debe la primera parte de las esculturas de héroes históricos en el Paseo de la Reforma a las que, finalmente en días recientes, se sumó la colocación de una heroína, Leona Vicario. Murió en 1925 en su casa de Coyoacán.
Si algo sobra alrededor de la calle de Francisco Sosa son historias y leyendas. Dentro de las más recientes destaca aquella que narra cuando, durante los años 70, vecinos creyeron haber sido testigos de un encuentro cercano del tercer tipo bajo el puente de Panzacola. Un par de distinguidas damas que se dirigían a misa de ocho, vieron el cuerpo inmóvil de una criatura tendida en el río. Al no encontrarle similitud con ninguna especie que les resultara conocida asumieron que, seguramente, se trataba de un ser de otro planeta. A gritos dieron la alarma y, a los pocos minutos, más de 50 personas estaban –asombradas ante la macabra imagen que no podían descifrar– reunidas en el puente virreinal. Al lugar llegaron policías, un vehículo de bomberos y finalmente alumnos de la Facultad de Veterinaria de la UNAM, quienes determinaron que la bestia sin vida no provenía de otro mundo, aunque sí de otro continente: se trataba de un león, del cual a los pocos días se confirmó que pertenecía a un político avecinado en la zona quien, al morir su mascota, decidió quitare la piel y arrojarlo al cauce del río.
También se cuenta que por ahí se aparecía, a altas horas de la noche e injuriando y amenazando a quien osase cruzar por su camino, el Charro sin Cabeza a lomos de su corcel. En efecto, aquella aparición era la de un charro, aunque no sin cabeza y más vivo que muerto: se trataba de un caballerango de nombre don Chuy, quien, debido a su afición por el pulque, cabalgaba en dirección a Las Buenas Amistades –pulquería en la calle de Tata Vasco y su esquina con Francisco Sosa– después de haber terminado sus labores para ahí coronar, con el elixir de los dioses, su ardua jornada de cepillar y alimentar los caballos a su cuidado.
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