La temporada electoral ha dado
formal inicio. Como poderoso remolino, que aspira todo lo que pulula a
su derredor, la contienda por un escaño, presidencia municipal o
gubernatura se vuelve irresistible para muchos. Como todas las
elecciones intermedias, los pronósticos se arremolinan para indicar
derroteros que podrán cumplirse o, tal vez, quedar truncados. Pero las
ambiciones usualmente se desbocan en persecución de horizontes,
posiciones y certezas que, por lo regular, quedan cortos. Aún así, se
forma una avalancha de sentires que llegan a traicionar los principios y
la honorabilidad de aquellos que aspiran a ser electos. Ocupar una
curul en la Cámara de Diputados se torna una silla predilecta de
cualquier sujeto que merodea por los alrededores.
Simultáneamente, se desarrolla otro drama paralelo a la contienda que
ya se inicia: la disputa por la presidencia de Morena. Esta presidencia
no es cualquier puesto a elegir, sino, precisamente, el de mayor peso
partidario y político de la actualidad. Uno que representa y responde
por la mayoría de las legislaturas. Y lo que estará en disputa el año
entrante, en verdad, no sólo serán escaños, municipalidades o
gubernaturas, sino el destino, la continuidad, de un proyecto renovador.
Es por eso que la presidencia de Morena adquiere una importancia
crucial. Ahí se concentrará el remolino que indicará hacia dónde habrá
de girar la visión nacional. Ahí se esculpirán las consignas que,
puestas en práctica, habrán de tener resonancia en múltiples ámbitos de
la vida organizada del país. Luego entonces la lucha por escoger a quien
dirigirá sus derroteros, durante este crucial periodo, adquiere
significación especial.
Morena ha perdido fuelle ideológico en los últimos años si algún día,
en efecto, lo tuvo. Guiado por la fuerza gravitacional de un intento
transformador, no pudo hacer otra cosa que seguir tal huella. Incapaz de
levantarse por su propia voluntad para darle continuidad y horizonte a
la aventura, se refugió en posiciones de trincheras. Se afilió, sin
realmente fuerza, a la energía derramada por el obradorismo. Ha sido un
movimiento que tal vez concentró sus abundantes capacidades en asuntos
de menor catadura. Unos, marcados por abundantes pleitos y rivalidades
internas. Disputas que le impidieron aglutinar a sus agremiados tras
cuestiones trascendentes. No ha podido conjuntarlos y, menos aún,
animarlos a visualizar lo que al país le espera delante de las crisis
actuales. Tampoco ha sido capaz de apuntar salidas a las penalidades que
se abatieron sobre éste, ya de antemano, sitiado país de los mexicanos.
Y esto a pesar de las terribles exhibiciones que han ido brotando por
las vergonzosas desigualdades.
Es por ello que, en la disputa que se abre por estos aciagos días en
pos de la presidencia de Morena, habrá que escoger al dirigente, fijando
la vista en los días venideros. Tiempos que no tendrán compasión por
los equívocos, ambiciones espurias y las tonterías. Momentos que serán
recios, implacables en juzgar lo que se escoja. Dejarse ir por la
inercia de pasadas peleas entre burocracias y burócratas por aumentar
poder, no tendrá digna salida alguna. Repetirán lastimosas hazañas de
personajes menores que, ocupando sitiales en el espacio colectivo,
pretenderán encumbrarse como guías que nunca fueron tales, ni lo serán.
Morena requiere, a grito pelado, una presidencia que lo inspire más
allá de la crisis actual. Que le alumbre una perspectiva con consistente
y distinta luz. No puede recaer su liderazgo en personajes que no han
arrojado sus viejas pertenencias y gastados adornos conceptuales de
tiempos monótonos. Lo que sucede y constriñe hoy a la República se
empareja con las oscuridades de pandemias, violencia y la sequedad
económica. Los trabajos transformadores en que se ha concentrado el
Ejecutivo obliga al partido que lo acompaña a desbrozarle el sendero.
Quizá también adelantarse para hacer más ancha la avenida transitable.
No puede encargarse la presidencia a maniobreros o burócratas que han
dado un asombroso paso al mundo político, quizá con buena suerte o
muchos apoyos, pero sin la suficiente fuerza creativa exigida a un guía.
Tampoco a personajes ya muy versados que aspiran a capturar, una más,
de las oportunidades que pasan delante de ellos. Porfirio es uno de los
grandes políticos de este sufrido país, pero sus posibilidades quedaron
atrás de sus años. Se requieren, ahora, mentes abiertas que contraigan
sus propias sugerencias, nuevas aventuras, sus imaginadas perspectivas y
mundos posibles. Y de esos hay muy pocos aspirantes, en verdad sólo
uno: Gibrán Ramírez Reyes.
Es muy posible que no llegue a ganar la contienda, planteada por una
ilegal decisión del TEPJF hecha a medida de los usuales ocupantes
consuetudinarios del espacio difusivo. Será una lástima que triunfe una
opción configurada a partir de estos medios.
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