Pedro Miguel
La campaña de odio e
intoxicación de la opinión pública en contra del gobierno de Andrés
Manuel López Obrador que la reacción mantiene desde el primero de
diciembre de 2018 es continuación de la que empezó más de 12 años antes,
con
el peligro para México,
el mesías tropicaly
el huevo de la serpiente, o incluso antes, con la fabricación de los videoescándalos de 2004.
A la postre fue posible superar el permanente y poderoso operativo
propagandístico de la reacción mediante la organización popular que
encarnó en Morena. Allí se logró convertir el descontento en esperanza y
se construyó la gran red que impulsó la insurrección cívica del primero
de julio de 2018. Morena fue el eje articulador entre la propuesta de
nación y las causas sociales más diversas; el horizonte de justicia,
bienestar y probidad gubernamental adquirió significaciones precisas en
los ámbito de los derechos humanos, el ambientalismo, las luchas
campesinas, las reivindicaciones de género, las demandas urbanas y
laborales.
Pero la conquista de la silla presidencial y el inicio de la
revolución pacífica tuvieron un costo altísimo: la desarticulación del
organismo promotor de la transformación –muchos de cuyos dirigentes y
cuadros debieron ocuparse en tareas de gobierno–, la contaminación del
partido por las lógicas del viejo régimen y el surgimiento de ambiciones
y luchas por el poder como fin en sí mismo.
Peor aun, la materialización en curso de la Cuarta Transformación
dejó al partido sin un programa explícito propio, y en lugar de
colaborar en la construcción de uno, quienes aspiran a hacerse con el
control de Morena han optado por la autopromoción personal y por
descalificar a sus competidores por la vía de partidarios del denuesto
fácil. Esas pugnas, aunadas a la pandemia, han empantanado el proceso de
transición que habría debido emprenderse con la dirección provisional
electa en febrero y abrieron la vía para que el Tribunal Electoral
impusiera, por medio del INE –organismos, ambos, dominados por las
lógicas oligárquicas del viejo régimen–, un abusivo e ilegal
protectorado sobre el partido.
En estas circunstancias, la reacción, que no tiene nada que ofrecer
al país salvo el retorno al pasado de corrupción, autoritarismo y
descomposición neoliberal, ha buscado apoderarse sin escrúpulo alguno de
banderas que hasta hace dos años le resultaban ajenas, adversas y hasta
odiosas: el combate a la corrupción, el feminismo, las causas
ecológicas, los derechos humanos y las luchas campesinas.
Ahora mismo hay en curso dos conflictos que objetivamente constituyen
oxígeno puro para la alicaída y desarticulada oposición oligárquica y
reaccionaria: la toma de la sede de la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos en el Centro Histórico por víctimas reales que han contado con
el apoyo de grupos oscuros, y las protestas de agricultores
chihuahuenses por el cumplimiento del acuerdo de aguas de 1944 entre
México y Estados Unidos que obliga al país a compensar al vecino con una
cantidad de recursos hídricos.
La convergencia en el tiempo de ambos asuntos puede ser casual por lo
que hace a sus componentes legítimos, pero ciertamente no lo son el
inusitado respaldo que han concitado, las dimensiones que han adquirido
ni las trágicas consecuencias del segundo, las cuales deben ser
obligadamente esclarecidas, sin duda, porque no puede permitirse el
retorno de la impunidad para agentes de seguridad del Estado.
Más allá de lo fundamentadas que pudieran estar las inconformidades
con la operación de la CNDH, las acciones de protesta exhiben una
desmesura que poco abona a legitimarlas, como la destrucción de
expedientes depositados en el recinto de la calle de Cuba.
Independientemente del nivel de llenado –o de vaciado– de las presas
de Chihuahua, resulta llamativo, por decir lo menos, que grupos de
agricultores se animen a acciones que difícilmente habrían adoptado en
el régimen anterior, como atacar a la fuerza pública para tomar y cerrar represas.
Aunque en ninguno de los casos fuera posible demostrar que los
conflictos hayan sido organizados y promovidos por la reacción, en ambos
es patente el aprovechamiento propagandístico de las respectivas crisis
por parte de los sectores desplazados en 2018, quienes deben estar
observando con deleite la ausencia de Morena en el escenario nacional.
En tanto que el gobierno debe hacer frente a situaciones difíciles
como las señaladas, en el partido del Presidente se desarrolla una lucha
desoladora en la que proliferan las campañas de desprestigio, así sean
de bajo perfil, y la propaganda personalista, como si un nombre y un
apellido fueran la solución mágica. La abnegación y la combatividad de
la militancia son conducidas a la lucha intestina. Es patente en varios
el abominable recurso al marketing político. Y de debate de ideas y de reflexión y acción ante los problemas nacionales, ni una palabra.
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