Por
Fuentes: Akal
Tomado de: Davis, Angela (2004): Mujeres, raza y clase, Ediciones Akal, S.A., Madrid
***
La infinidad de tareas que reunidas se conocen como «trabajo
doméstico» —cocinar, lavar los platos, hacer la colada, hacer las camas,
barrer, hacer la compra, etc.— se estima que consumen cerca de entre
tres y cuatro mil horas anuales del tiempo de una ama de casa media.[1]
Pero a pesar de lo asombrosas que puedan ser estas estadísticas, ni
tan siquiera son un reflejo de la constante e inconmensurable atención
que las madres deben prestar a sus hijos. Así como los deberes
maternales de una mujer se dan siempre por sentados, el interminable
trabajo de esta como ama de casa raras veces suscita expresiones de
reconocimiento dentro de su propia familia. A fin de cuentas, el
trabajo doméstico es prácticamente invisible: «Nadie lo nota hasta que
está hecho, notamos la cama sin hacer, pero no el suelo limpio y
reluciente».[2] Invisible, repetitivo, extenuante, improductivo, nada
creativo: estos son los adjetivos que de manera más atinada capturan la
naturaleza del trabajo doméstico.
La
nueva conciencia asociada al movimiento de mujeres contemporáneo ha
animado a un número creciente de mujeres a exigir que los hombres con
quienes conviven asuman parte de la responsabilidad de esta penosa
faena. El resultado ha sido que un número cada vez mayor de hombres ha
empezado a colaborar con sus compañeras en la casa e, incluso, algunos
dedican el mismo tiempo que ellas a las tareas del hogar. Pero ¿cuántos
de estos hombres se han liberado de la idea de que el trabajo doméstico
es un «trabajo de mujeres»? ¿Cuántos de ellos no describirían las tareas
que asumen en la limpieza del hogar como una «ayuda» a sus compañeras?
Si fuera en verdad posible acabar con la idea de que el trabajo
doméstico es un trabajo de mujeres y, al mismo tiempo, de
redistribuirlo de modo equitativo entre mujeres y hombres, ¿estaríamos
ante una solución satisfactoria?
Si se liberara de su adscripción exclusiva al sexo femenino, el trabajo doméstico ¿dejaría de ser opresivo?
Aunque
la mayoría de las mujeres acogen con entusiasmo el advenimiento del
«amo de casa», la desexualización del trabajo doméstico no alteraría en
verdad el carácter opresivo de este trabajo. En resumidas cuentas, ni
las mujeres ni los hombres deberían malgastar unas horas preciosas de
sus vidas en una labor que no es ni estimulante, ni creativa, ni
productiva.
Uno de los secretos más celosamente guardados en las sociedades del
capitalismo avanzado se refiere a la posibilidad —real— de transformar
de manera radical la naturaleza del trabajo doméstico. En efecto, una
parte sustancial de las labores domésticas del ama de casa pueden ser
incorporadas a la economía industrial.
En otras palabras, el carácter del trabajo doméstico no tiene por
qué seguir siendo considerado, necesaria e inevitablemente, privado.
Equipos de personas cualificadas y remuneradas de forma adecuada
podrían desplazarse de un domicilio a otro provistos de maquinaria de
ingeniería higiénica tecnológicamente avanzada y concluir, rápida y
eficazmente, las tareas que el ama de casa actual realiza de manera tan
ardua y primitiva.
¿Por qué nos topamos con este velo de silencio que rodea este
potencial de redefinir, de manera radical, la naturaleza del trabajo
doméstico? Porque la economía capitalista es, en su estructura
constitutiva, hostil a la industrialización del trabajo doméstico. La
socialización del trabajo doméstico obligaría al gobierno a destinar
una gran cantidad de subsidios a garantizar el acceso a tales
prestaciones de las familias de clase trabajadora cuya necesidad de
estos servicios es más obvia. Puesto que se trata de una medida que no
vaticina muchos beneficios económicos, el trabajo doméstico
industrializado —al igual que todas las iniciativas no rentables—
constituye una abominación para la economía capitalista. Sin embargo,
la acelerada expansión de la mano de obra femenina conlleva un ascenso
del número de mujeres que cada vez encuentra más difícil cumplir con su
papel de ama de casa de acuerdo a los patrones tradicionales. En otras
palabras, la industrialización del trabajo doméstico, junto a su
socialización, se está convirtiendo en una necesidad social objetiva.
El trabajo doméstico, como responsabilidad individual propia de las
mujeres y como trabajo femenino desempeñado bajo unas condiciones
técnicas primitivas, puede estar aproximándose, al fin, a su
obsolescencia histórica.
Aunque exista la posibilidad de que el trabajo doméstico, tal y como
se lo conoce en la actualidad, se esté convirtiendo en una reliquia
del pasado, las actitudes sociales más generalizadas continúan ligando
la eterna condición femenina a las imágenes de la escoba y el
recogedor, del cubo y la fregona, del delantal y la cocina y de la olla
y la sartén. Es cierto que el trabajo de las mujeres, a través de
diferentes etapas históricas, ha estado ligado en general a la casa y a
sus terrenos aledaños. Pero el trabajo doméstico femenino no siempre
ha sido lo que es hoy, ya que como todo fenómeno social es un producto
mutable de la historia. Al igual que los sistemas económicos emergen y
se desintegran, el alcance y los rasgos del trabajo doméstico han
experimentado transformaciones radicales. Como Friedrich Engels sostiene
en su clásica obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,[3]
antes del advenimiento de la propiedad privada, la desigualdad sexual
no existía tal y como hoy se la conoce. Durante las primeras etapas de
la historia, la división sexual del trabajo dentro del sistema de
producción económica estaba regida por un criterio de complementariedad y
no de jerarquía. En las sociedades donde los hombres habrían sido los
responsables de la caza de animales salvajes y las mujeres, a su vez,
de recolectar las verduras y las frutas silvestres, ambos sexos
desempeñaron tareas económicas igualmente esenciales para la
supervivencia de su comunidad. Dado que en aquellas etapas la comunidad
era, en esencia, una familia extendida, el lugar central de las mujeres
en la economía llevaba aparejado que ellas fueran valoradas y
respetadas en calidad de miembros productivos de la comunidad.
En 1973, realicé un viaje en jeep a
través de las llanuras de Masai, en el que se puso de manifiesto la
centralidad de las tareas domésticas de las mujeres en las culturas
precapitalistas. En un solitario camino de tierra en Tanzania me fijé en
seis mujeres masai que, de manera enigmática, hacían equilibrios con
una enorme madera que portaban sobre sus cabezas. Según me explicaron
mis amigos de Tanzania, es probable estas mujeres estuviesen
transportando el tejado de una casa a una aldea nueva que estarían
construyendo. Entonces, supe que, entre los masai, las mujeres son
responsables de todas las actividades domésticas y, por lo tanto,
también de la construcción de las casas que su pueblo nómada cambia con
frecuencia de lugar. Para las mujeres masai, el trabajo doméstico no
solo conlleva cocinar, limpiar, criar a los niños, coser, etc., sino que
también implica la construcción de las viviendas. A pesar de la
importancia que puedan tener las funciones relativas a la cría de ganado
que realizan los hombres de su pueblo, el «trabajo doméstico» de las
mujeres no es ni menos productivo ni menos esencial que las
contribuciones económicas de los hombres masai.
Dentro
de la economía nómada y precapitalista de los masai, el trabajo
doméstico de las mujeres es tan esencial para la economía como los
trabajos de cría de ganado realizados por los hombres. En calidad de
productoras, ellas disfrutan de un status social
investido de una importancia equivalente a la de ellos. En las
sociedades del capitalismo avanzado, la dimensión servil de la función
de las amas de casa, que pocas veces pueden producir pruebas palpables
de su trabajo, menoscaba el status social de las
mujeres en general. En resumen, según la ideología burguesa, el ama de
casa no es más que la sirvienta vitalicia de su marido.
La
aparición de la concepción burguesa de la mujer como eterna sirvienta
del hombre es en sí misma una historia reveladora. Dentro de la historia
relativamente corta de Estados Unidos, el «ama de casa», en tanto que
producto histórico acabado, apenas cuenta con más de un siglo de
antigüedad. Durante el periodo colonial, el trabajo doméstico era por
completo distinto a la rutina del trabajo diario que hoy realiza el ama
de casa estadounidense.
«El trabajo de una mujer comienza
cuando sale el sol y continúa bajo la lumbre hasta que ya no puede
mantener los ojos abiertos. Durante dos siglos, prácticamente todo lo
que una familia utilizaba o comía se producía en el hogar bajo su
batuta. Ella teñía y hacía girar en la rueca el hilo con el que tejía
la tela que cortaba y cosía a mano para hacer la ropa. Cultivaba gran
parte de la comida que servía para alimentar a su familia y guardaba la
suficiente para pasar el invierno. Hacía la mantequilla, el queso, el
pan, las velas y el jabón y zurcía las medias de su familia.»[4]
En
la economía agraria de la América del Norte preindustrial, una mujer
que realizaba las tareas de la casa era hilandera, tejedora y costurera,
además de panadera, mantequera y elaboradora de velas, de jabón, y de
un largo etcétera. De hecho,
«[…] las presiones del ritmo de la
producción doméstica dejaban muy poco tiempo para las labores que hoy
en día identificaríamos como trabajo doméstico. Según los criterios
actuales, las mujeres de la época anterior a la Revolución Industrial
eran unas amas de casa descuidadas. En lugar de la limpieza diaria o
semanal, se hacía la limpieza de primavera. Las comidas eran simples y
repetitivas, los miembros de la familia pocas veces se cambiaban de
ropa, además de dejar que la ropa sucia de la casa se acumulara, y la
colada se hacía una vez al mes o, en algunos hogares, una vez cada tres
meses. Y, por supuesto, dado que cada colada requería transportar y
calentar muchos cubos de agua, fácilmente se descartaban unos elevados
niveles de limpieza.»[5]
Más
que dedicarse a la «limpieza de la casa» o a «velar por el hogar», las
mujeres del periodo colonial eran expertas trabajadoras de pleno derecho
dentro de una economía que se basaba en el hogar. No solo fabricaban la
mayoría de los productos que precisaban sus familias, sino que también
cuidaban de la salud de sus familias y de sus comunidades.
«Era responsabilidad [de las mujeres de
las colonias] recoger y secar hierbas silvestres para ser utilizadas
[…] como medicinas; además, hacían las veces de doctoras, enfermeras y
parteras dentro de su propia familia y de su comunidad.»[6]
El United States Practical Receipt Book — un popular libro
de recetas colonial— contiene recetas culinarias así como de productos
químicos y de medicinas caseras. Por ejemplo, para curar la tiña «hay
que tomar un poco de sanguinaria del Canadá […], cortarla y ponerla en
vinagre y, luego, lavar el lugar afectado con el líquido».[7]
La
relevancia económica de las funciones domésticas de las mujeres en la
América colonial se veía agudizada por su visible protagonismo en la
actividad económica que se desarrollaba fuera de la casa. Un ejemplo de
ello descansa en que solía ser aceptado que una mujer regentara una
taberna.
«Las mujeres también tenían aserraderos y molinos de grano, hacían
sillas de mimbre y fabricaban muebles, dirigían mataderos, estampaban
tejidos de algodón y otras telas, hacían encaje y eran propietarias de
mercerías y almacenes de ropa. Trabajaban en tiendas de tabaco, de
fármacos (donde vendían preparados elaborados por ellas mismas) y en
almacenes generales donde se vendía todo tipo de productos, desde
alfileres hasta balanzas para la carne. Las mujeres montaban anteojos,
confeccionaban redes y cuerdas, hacían cardas para cardar lana e,
incluso, pintaban casas. A menudo eran las directoras de pompas
fúnebres de la ciudad.»[8]
La
irrupción de la industrialización en la época posrevolucionaria condujo
a la proliferación de las fábricas en la parte nororiental del nuevo
país. Las fábricas de tejidos de Nueva Inglaterra fueron las exitosas
pioneras del sistema fabril. Debido a que hilar y tejer eran ocupaciones
domésticas tradicionalmente femeninas, las mujeres integraron el primer
contingente de mano de obra que emplearon los dueños de los talleres
para manejar los nuevos telares mecánicos. Si se atiende a la
subsiguiente exclusión de las mujeres del conjunto de la producción
industrial, una de las mayores ironías de la historia económica de este
país estriba en el hecho de que los primeros trabajadores industriales
fueron mujeres.
El
avance de la industrialización, en la medida en que llevó aparejado el
desplazamiento de la producción económica del hogar a la fábrica,
produjo la erosión sistemática de la importancia del trabajo doméstico
realizado por las mujeres. Ellas fueron las perdedoras en un doble
sentido: cuando sus trabajos tradicionales fueron usurpados por la
floreciente industria, toda la economía salió del hogar dejando a muchas
mujeres privadas, en buena medida, de ocupar papeles económicos
significativos. A mediados del siglo XIX, la fábrica suministraba
tejidos, velas y jabón. Incluso la mantequilla, el pan y otros productos
alimenticios comenzaron a ser fabricados en serie.
«Antes de finalizar el siglo, casi no
había nadie que almidonara o que hirviera su ropa sucia en una olla. En
las ciudades, las mujeres compraban su pan y al menos su ropa interior
ya hecha, mandaban a sus hijos a la escuela y, también, probablemente,
a lavar y planchar algunas prendas de ropa fuera de casa, y debatían
sobre las ventajas de la comida enlatada […]. La corriente de la
industria se había abierto camino y había dejado abandonado el telar en
el desván y la olla del jabón en el cobertizo.»[9]
A
medida que se fue consolidando el capitalismo industrial, la escisión
entre la nueva esfera económica y la antigua economía doméstica se tornó
cada vez más rigurosa. Es indudable que la reubicación física de la
producción económica provocada por la expansión del sistema fabril
supuso una drástica transformación. Sin embargo, no fue tan radical como
la revalorización generalizada de la producción que precisaba el nuevo
sistema económico. Aunque los bienes producidos en el hogar eran
valiosos ante todo porque satisfacían las necesidades básicas de la
familia, la importancia de las mercancías producidas en la fábrica
residía en su valor de cambio, es decir, en su capacidad para satisfacer
la demanda de beneficios de los empresarios. Esta revalorización de la
producción económica revelaba, más allá de la separación física entre el
hogar y la fábrica, una separación estructural fundamental
entre la economía doméstica del hogar y la economía orientada a la
obtención de beneficios del capitalismo. Debido a que el trabajo
doméstico no generaba beneficios, de manera necesaria fue definido como
una forma inferior de trabajo frente al trabajo asalariado capitalista.
Un
importante subproducto ideológico de esta radical transformación
económica fue el nacimiento del «ama de casa». Las mujeres comenzaron a
ser redefinidas ideológicamente como las guardianas de una devaluada
vida doméstica. Sin embargo, en tanto que ideológica, esta redefinición
del lugar de las mujeres estaba muy en contradicción con el ingente
número de mujeres inmigrantes que engrosaban las filas de la clase
trabajadora en el nordeste. En primer lugar, estas mujeres inmigrantes
blancas eran asalariadas, y solo de manera secundaria, amas de casa.
Además, había otras mujeres, millones de mujeres, que realizaban duras
faenas fuera del hogar como productoras involuntarias de la economía
esclavista en el Sur. La realidad del papel de las mujeres en la
sociedad decimonónica estadounidense englobaba a mujeres blancas que
empleaban su tiempo manejando las máquinas de las fábricas a cambio de
salarios miserables, del mismo modo que abarcaba a mujeres negras que
trabajaban bajo la coerción de la esclavitud. El «ama de casa» reflejaba
una realidad parcial en la medida en que, en realidad, era un símbolo
de la prosperidad económica que disfrutaban las clases medias
emergentes.
Aunque
el «ama de casa» hundía sus raíces en las condiciones sociales de la
burguesía y de las clases medias, la ideología decimonónica instituyó a
esta figura y a la madre como modelos universales de la feminidad. Desde
el momento en el que la propaganda popular representaba la vocación de todas las
mujeres en función de su papel en el hogar, las mujeres obligadas a
trabajar para obtener un salario pasaron a ser tratadas como extraños
visitantes dentro del mundo masculino de la economía pública. Al haberse
salido de su esfera «natural», las mujeres no iban a ser tratadas como
trabajadoras asalariadas de pleno derecho. El precio que pagaron incluía
horarios dilatados, condiciones de trabajo por debajo de los mínimos
normales y salarios muy insuficientes. Eran explotadas, incluso, de
manera más intensa que los hombres de su misma clase. No es preciso
indicar que el sexismo se reveló una fuente de salvajes sobre-beneficios
para los capitalistas.
La
separación estructural de la economía pública del capitalismo y de la
economía privada del hogar se ha visto continuamente reforzada por el
obstinado primitivismo de las labores de la casa. A pesar de la
proliferación de aparatos para el hogar, el trabajo doméstico ha
permanecido inalterado, en un plano cualitativo, por los avances
tecnológicos propiciados por el capitalismo industrial. El trabajo
doméstico todavía consume miles de horas al año al ama de casa media. En
1903, Charlotte Perkins Gilman propuso una definición del trabajo
doméstico que reflejaba las sacudidas que habían transformado la
estructura y el contenido del trabajo doméstico en Estados Unidos:
«La expresión ‘trabajo doméstico’ no se
aplica a un tipo especial de trabajo, sino a cierto nivel de trabajo, a
un estado de desarrollo que atraviesa todo tipo de trabajos. Todas las
industrias fueron en algún momento ‘domésticas’, es decir, fueron
realizadas en el hogar y para el beneficio de la familia. Desde aquella
época remota, todas las industrias han alcanzado etapas superiores,
salvo un par de ellas que nunca han abandonado su etapa primaria.»[10]
«El hogar», para Gilman, «no se ha desarrollado en proporción al resto de nuestras instituciones». La economía doméstica revela:
«[…] el mantenimiento de labores
rudimentarias en una comunidad industrial moderna y el confinamiento de
las mujeres en estas labores y en su limitada área de expresión.»[11]
E insiste en que el trabajo doméstico vicia la humanidad de las mujeres:
«Ella es sobradamente femenina, como el
hombre es sobradamente masculino; pero ella no es humana como sí lo es
él. La vida doméstica no estimula nuestra humanidad, ya que todos los
rasgos característicos del progreso humano se encuentran en el
exterior.»[12]
La
experiencia histórica de las mujeres negras en Estados Unidos corrobora
la afirmación de Gilman. A lo largo de toda la historia de este país,
la mayoría de las mujeres negras ha trabajado fuera de sus hogares.
Durante la esclavitud, las mujeres faenaban junto a los hombres negros
en los campos donde se cultivaban el tabaco y el algodón y, cuando la
industria se trasladó al Sur, se las podía ver en las fábricas de
tabaco, en las refinerías de azúcar e, incluso, en los aserraderos e
integrando los equipos que martilleaban el acero para construir las vías
del ferrocarril. Las mujeres esclavas eran iguales que los hombres en
el trabajo. El hecho de que sufrieran una penosa igualdad sexual en el
trabajo hacía que disfrutaran de una mayor igualdad sexual en el hogar,
de los núcleos donde residían los esclavos, que sus hermanas blancas
«amas de casa».
Una consecuencia directa de su trabajo fuera de la casa —en calidad
de mujeres «libres» no menos que como esclavas— radica en que el
trabajo doméstico nunca ha sido el eje central de las vidas de las
mujeres negras. Ellas han escapado, en gran medida, al daño psicológico
que el capitalismo industrial ha infligido a las amas de casa de clase
media, cuyas supuestas virtudes eran la debilidad femenina y la
obediencia conyugal. Las mujeres negras difícilmente podían esforzarse
por ser débiles, tenían que hacerse fuertes puesto que sus familias y
su comunidad necesitaban su fortaleza para sobrevivir. La prueba de las
fuerzas acumuladas que las mujeres negras han forjado gracias al
trabajo, trabajo y más trabajo, se puede encontrar en las contribuciones
de las muchas destacadas líderes femeninas que han emergido dentro de
la comunidad negra. Harriet Tubman, Sojourner Truth, Ida Wells y Rosa
Parles no son tanto mujeres negras excepcionales como arquetipos de la
feminidad negra.
Sin
embargo, las mujeres negras han pagado un precio muy elevado por las
fuerzas que han adquirido y por la relativa independencia de la que han
disfrutado. A pesar de que pocas veces han sido «solo amas de casa»,
nunca han dejado de realizar su trabajo doméstico. Así pues, han asumido
la doble carga del trabajo asalariado y del trabajo en el hogar, una
doble carga que exige siempre de las trabajadoras estar dotadas de la
perseverancia de Sísifo. En 1920, W. E. B. DuBois observaba:
«[…] unas pocas mujeres nacen libres y
otras alcanzan la libertad en medio de insultos y de letras escarlatas,
pero a nuestras mujeres de piel negra la libertad les fue impuesta
como un desprecio. Con esta libertad están comprando una independencia
sin trabas y costosa, ya que, al final, el precio lo pagarán con cada
uno de sus escarnios y de sus quejidos.»[13]
Al igual que los hombres negros, las mujeres negras han trabajado
hasta el límite de sus fuerzas. Como ellos, han asumido las
responsabilidades de sostener a sus familias. Las poco ortodoxas
cualidades femeninas de la asertividad y la autosuficiencia —por las
que las mujeres negras han sido con frecuencia alabadas pero, más a
menudo, reprendidas— son un reflejo de su trabajo y de sus luchas fuera
del hogar. Del mismo modo que sus hermanas blancas, llamadas «amas de
casa», ellas han cocinado, han limpiado y han alimentado y criado a un
número incalculable de niños. Sin embargo, a diferencia de las amas de
casa blancas que han aprendido a contar con la seguridad económica
facilitada por sus maridos, a las esposas y a las madres negras
raramente se les ha brindado el tiempo y la energía para convertirse en
expertas de la domesticidad.
Como
sus hermanas blancas de clase obrera, que también soportan la doble
carga de trabajar para vivir y de atender sus hijos y a sus maridos, las
mujeres negras han necesitado ser liberadas de esta opresiva situación
durante muchísimo tiempo.
En
la actualidad, para las mujeres negras y para todas sus hermanas
blancas de clase obrera, la idea de que la carga del trabajo doméstico y
del cuidado de los hijos pueda ser descargada de sus espaldas y asumida
por la sociedad contiene uno de los secretos milagrosos de la
liberación de las mujeres. La atención a la infancia y la preparación de
la comida deberían ser socializadas, el trabajo doméstico debería ser
industrializado, y todos estos servicios deberían estar al alcance de
las personas de clase trabajadora.
La
escasez, cuando no la ausencia, de un debate público sobre la
viabilidad de transformar el trabajo doméstico en un horizonte social da
fe de los poderes cegadores de la ideología burguesa. No se trata, en
absoluto, de que la función doméstica de las mujeres no haya recibido
ningún tipo de atención. Por el contrario, el movimiento contemporáneo
de las mujeres ha representado el trabajo doméstico como un elemento
esencial de su opresión. Incluso hay un movimiento en algunos países
capitalistas cuya motivación principal es la terrible situación del ama
de casa. Después de haber llegado a la conclusión de que el trabajo
doméstico es degradante y opresivo, primordialmente porque es un trabajo
no retribuido, este movimiento ha alzado una
reivindicación a favor del salario. Sus activistas sostienen que un
cheque semanal del gobierno es la clave para mejorar el status del ama de casa y la posición social de las mujeres en general.
El
movimiento a favor del salario para el trabajo doméstico tuvo su origen
en Italia, donde se celebró su primera manifestación pública en marzo
de 1974. Una de las oradoras que se dirigió a la multitud congregada en
Mestre proclamó:
«La mitad de la población mundial no
recibe un salario. ¡Esta es la mayor contradicción de clase que existe!
Y aquí reside nuestra lucha por el salario del trabajo doméstico. Es
la reivindicación estratégica; en estos momentos, se trata de la
reivindicación más revolucionaria para toda la clase obrera. Si
ganamos, es una victoria para la clase; si perdemos, es una derrota
para la clase.»[14]
Según
la estrategia de este movimiento, el salario contiene la llave de la
emancipación de las amas de casa, y esta reivindicación se presenta como
el eje central de la campaña para la liberación de las mujeres en
general. Además, la lucha del ama de casa por el salario se proyecta
sobre todo el movimiento de la clase obrera convirtiéndola en su
elemento cardinal.
Los orígenes teóricos del movimiento a favor del salario para el
trabajo doméstico se pueden encontrar en un ensayo escrito por
Mariarosa dalla Costa titulado Las mujeres y la subversión de la comunidad[15].
En este texto, Dalla Costa defiende una redefinición de las tareas del
hogar basada en su tesis de que el carácter privado de los servicios
que se prestan en el hogar, en realidad, es una ilusión. Ella mantiene
que el ama de casa solo parece estar atendiendo las necesidades
privadas de su marido y de sus hijos porque, en realidad, los
auténticos beneficiarios de sus servicios son el patrón, en esos
momentos, de su marido y los futuros patrones de sus hijos.
«La mujer […] ha sido aislada en la
casa, forzada a llevar a cabo un trabajo que se considera no
cualificado: el trabajo de dar a luz, criar, disciplinar y servir al
obrero para la producción. Su papel en el ciclo de la producción social
ha permanecido invisible porque solo el producto de su trabajo, el
trabajador, era visible.»[16]
La
exigencia de una retribución para las amas de casa se basa en la
presunción de que ellas producen una mercancía poseedora de la misma
importancia y del mismo valor que las mercancías producidas por sus
maridos en el trabajo. En sintonía con la lógica de Dalla Costa, el
movimiento a favor de un salario para el trabajo doméstico define a las
amas de casa como las creadoras de la fuerza de trabajo que los miembros
de su familia venden como mercancías en el mercado capitalista.
Dalla Costa no fue la primera teórica en proponer este análisis de la opresión de las mujeres. Tanto Mary Inman en su libro In Woman’s Defense (1940)[17]
como Margaret Benston en «The Political Economy of Women’s Liberation»
(1969)[18] definen el trabajo doméstico de tal forma que colocan a las
mujeres dentro de una clase específica de la fuerza de trabajo
explotada por el capitalismo que se denomina las «amas de casa». Es
indudable que las funciones procreadoras, de crianza de los niños y de
mantenimiento del hogar de las mujeres hacen posible que los miembros
de sus familias trabajen, es decir, que intercambien su fuerza de
trabajo por salarios. Pero ¿de ello se deduce automáticamente que las
mujeres en general, independiente de su raza y de su clase, pueden ser,
en un plano elemental, definidas por sus funciones domésticas? ¿Se
deduce automáticamente que el ama de casa es, en realidad, una
trabajadora oculta dentro del proceso de producción capitalista?
Si
la Revolución Industrial produjo la separación estructural entre la
economía doméstica y la economía pública, el trabajo doméstico no puede
ser definido como un elemento integrante de la producción capitalista.
Más bien, este se encuentra ligado a la producción en tanto que precondición.
En última instancia, el empresario no está preocupado por el modo en el
que se produce y se sostiene la fuerza de trabajo, puesto que a él solo
le preocupa su disponibilidad y su capacidad para generar beneficios.
En otras palabras, el proceso de producción capitalista presupone la
existencia de una masa explotable de trabajadores.
«El reemplazo de la fuerza de trabajo
(de los trabajadores) no es una parte del proceso de producción social,
sino un prerrequisito del mismo. Tiene lugar fuera del proceso de
trabajo. Su función es la conservación de la existencia humana, que es
el fin último de la producción en todas las sociedades.»[19]
En
la sociedad sudafricana, donde el racismo ha llevado la explotación
económica a sus límites más brutales, la economía capitalista traiciona
su separación estructural de la vida doméstica de un modo en particular
violento. Sencillamente, los artífices sociales del apartheid han
determinado que el trabajo negro proporciona más beneficios cuando la
vida doméstica está excluida por completo. Los hombres negros son
considerados unidades de trabajo cuyo potencial productivo les dota de
valor para la clase capitalista. Pero sus esposas y sus hijos…
«[…] son apéndices superfluos, es
decir, no productivos, las mujeres no son más que accesorios de la
capacidad procreadora que posee la unidad de fuerza de trabajo
masculina negra.»[20]
Esta
caracterización de la mujer africana como «apéndice superfluo» no tiene
mucho de metáfora. A tenor de la legislación sudafricana, las mujeres
negras tienen prohibida la entrada en las zonas blancas (¡el 87 por 100
del país!), que en la mayoría de los casos son las ciudades donde viven y
trabajan sus maridos.
Los defensores del apartheid consideran
que la vida doméstica negra en los centros industriales de Sudáfrica es
superflua y carece de rentabilidad. Pero, también, que supone una
amenaza.
«Los funcionarios del gobierno
reconocen el papel de las mujeres en la formación de los hogares y
temen que su presencia en las ciudades conduzca al establecimiento de
una población negra estable.»[21]
La consolidación de familias africanas en las ciudades
industrializadas es percibida como una amenaza porque la vida doméstica
podría convertirse en una base para aumentar el nivel de resistencia
al apartheid. Esta es la razón por la que, a un elevado número
de mujeres con permisos de residencia en las zonas blancas, se les
asigna vivir en residencias segregadas por un criterio sexual. Las
mujeres casadas, así como las solteras, terminan viviendo en estas
viviendas de construcción oficial donde la vida familiar está
rigurosamente prohibida, de modo que los esposos no pueden visitarse y
que ni la madre ni el padre pueden recibir visitas de sus hijos.[22]
Este intenso ataque contra las mujeres negras en Sudáfrica ya ha
pasado su factura, puesto que hoy solo el 28,2 por 100 opta por el
matrimonio[23]. Por razones de rentabilidad económica y de seguridad
política, el apartheid está erosionando —con el objetivo
evidente de destruirlo— el propio tejido de la vida doméstica negra. De
este modo, el capitalismo sudafricano demuestra, de manera
desgarradora, hasta qué punto la economía capitalista es dependiente
del trabajo doméstico.
El
gobierno no tendría por qué haber emprendido la disolución deliberada
de la vida familiar en Sudáfrica si en verdad sucediera que los
servicios prestados por las mujeres en el hogar fueran un elemento
constitutivo, esencial, del trabajo asalariado bajo el capitalismo. El
hecho de que la versión sudafricana del capitalismo pueda prescindir de
la vida doméstica es una consecuencia de la separación entre la economía
privada del hogar y el proceso de producción en la esfera pública que
caracteriza a la sociedad capitalista en su conjunto. Todo parece
indicar que resulta fútil sostener, en virtud de la lógica interna del
capitalismo, que las mujeres tendrían que ser retribuidas por el trabajo
doméstico.
No
obstante, aun aceptando que la teoría subyacente a la reivindicación
del salario padece una debilidad incurable, a un nivel político podría
ser deseable insistir en que las amas de casa deben ser retribuidas. ¿No
se podría apelar a un imperativo moral para fundamentar el derecho de
las mujeres a cobrar por las horas que dedican al trabajo doméstico? Es
probable que a muchas mujeres les suene bastante atractiva la idea de
pagar un talón a las amas de casa. Pero seguro que esta atracción no
duraría mucho. Porque ¿cuántas de esas mujeres estarían en verdad
dispuestas a resignarse a realizar las tareas nada prometedoras e
interminables del hogar solo por un salario? Tampoco está claro que un
sueldo alteraría el hecho descrito por Lenin:
«[…] el banal trabajo doméstico
frustra, estrangula, embrutece y degrada [a la mujer], la encadena a la
cocina y al cuidado de los niños y hace que malgaste su fuerza de
trabajo en una labor penosa, salvajemente improductiva, banal,
irritante, embrutecedora y frustrante.»[24]
Todo
indica que estos cheques salariales para las amas de casa, emitidos por
el gobierno, legitimarían más esta esclavitud doméstica.
El
hecho de que las mujeres que dependen para subsistir del sistema
público de protección social pocas veces hayan exigido una compensación
por asumir las responsabilidades domésticas ¿no es una crítica implícita
al movimiento por el salario doméstico? La consigna en la que en la
mayoría de las ocasiones se articula la alternativa inmediata que ellas
proponen al deshumanizante sistema asistencial no ha sido «un salario
para el trabajo doméstico», sino preferiblemente «una renta anual
garantizada para todos». Sin embargo, su deseo a largo plazo es un
empleo y un servicio de atención a la infancia público y accesible. Por
lo tanto, la renta anual garantizada sirve como un seguro de desempleo
hasta que no se creen más puestos de trabajo dotados de salarios
adecuados y esto no vaya acompañado de un sistema de financiación
pública de atención a la infancia.
La naturaleza problemática de la estrategia que consiste en exigir
un «salario para el trabajo doméstico» se pone de manifiesto en las
experiencias de otro grupo de mujeres. Las mujeres de la limpieza, las
empleadas de hogar, o las criadas, son las que saben mejor que nadie lo
que significa recibir un salario por este trabajo. La película de
Ousmane Sembene titulada La Noire de… captura de modo brillante
su trágica situación[25]. La protagonista de la película es una joven
senegalesa que, después de intentar encontrar trabajo, se convierte en
la institutriz de una familia francesa que reside en Dakar. Cuando la
familia regresa a Francia, ella les acompaña llena de ilusiones. Sin
embargo, al llegar a este país, no solo tiene que responsabilizarse de
los niños sino que, además, tiene que cocinar, limpiar, lavar y
realizar todo el resto de las tareas de la casa. No pasa mucho tiempo
antes de que su inicial entusiasmo haya dejado paso a una depresión tan
profunda que le lleve a rechazar la paga ofrecida por sus empleadores.
El salario no puede compensar su situación sumamente parecida a la de
una esclava. Como no dispone de los medios para regresar a Senegal, le
embarga la desesperación y opta por el suicidio ante un destino
indefinido de dedicación a cocinar, barrer, limpiar el polvo, fregar,
etcétera.
En Estados Unidos, las mujeres de color —y, en especial, las mujeres
negras— llevan un sinfín de décadas recibiendo salarios por el trabajo
doméstico. En 1910, cuando más de la mitad de las mujeres negras tenía
un empleo fuera de su hogar, una tercera parte de ellas trabajaba como
empleada doméstica asalariada. En 1920 más de la mitad tenía un
trabajo en el servicio doméstico y en 1930 la proporción había
aumentado hasta alcanzar a tres de cada cinco[26]. Una de las
consecuencias de la enorme transformación operada en el empleo femenino
durante la Segunda Guerra Mundial fue el ansiado declive en el número
de mujeres negras en este sector. Sin embargo, en 1960, un tercio de
todas las que tenían un puesto de trabajo todavía estaba atrapada en
sus ocupaciones tradicionales[27]. Su proporción en el servicio
doméstico no tomó una dirección definitivamente descendente hasta que
el trabajo de oficina no se volvió algo más accesible para ellas. En la
actualidad la cifra se sitúa alrededor del 13 por 100.[28]
Las
enervantes obligaciones domésticas descargadas sobre el conjunto de las
mujeres proporcionan una muestra flagrante del poder del sexismo. A
raíz de la injerencia añadida del racismo, un ingente número de mujeres
negras ha tenido que hacer frente a sus propias labores del hogar y,
también, a las tareas domésticas de otras mujeres. Y, en muchas
ocasiones, las exigencias del trabajo en la casa de una mujer blanca han
obligado a la empleada doméstica a desatender su propio hogar e incluso
a sus propios hijos. Como trabajadoras del hogar asalariadas, ellas han
sido llamadas a ser esposas y madres subrogadas en millones de hogares
blancos.
Durante sus más de cincuenta años de esfuerzos por organizarse, las
empleadas domésticas han intentado redefinir su trabajo oponiéndose al
papel de ama de casa subrogada. Las labores del ama de casa son
interminables e indefinidas. Lo primero que han exigido las
trabajadoras del hogar es una clara delimitación de las tareas que se
espera que realicen. El nombre mismo de uno de los sindicatos de
empleadas domésticas más importantes en la actualidad —Técnicas del
Hogar de Estados Unidos [Household Technicians of America]— incide en
su rechazo a servir de amas de casa subrogadas cuyo trabajo es
«simplemente las tareas propias del hogar». Mientras las trabajadoras
domésticas permanezcan a la sombra del ama de casa, continuarán
recibiendo salarios mucho más cercanos a la «asignación» del ama de
casa que al cheque salarial de un trabajador. Según la Comisión
Nacional para el Empleo Doméstico, en 1976 el salario medio de un
técnico del hogar con una jornada laboral completa era solo de 2,732
dólares, y dos tercios de los mismos percibía menos de 2 dólares[29]. A
pesar de que han transcurrido muchos años desde que se extendió la
protección de la regulación del salario mínimo al personal empleado en
el servicio doméstico, en 1976 un asombroso 40 por 100 recibía salarios
muy por debajo del mínimo establecido. El movimiento a favor del
salario por el trabajo doméstico asume que si las mujeres cobraran por
ser amas de casa disfrutarían de un status social más
elevado. Sin embargo, nada de ello se deduce del dilatado pasado de
luchas protagonizado por la trabajadora doméstica retribuida, cuya
condición es más paupérrima que la de ningún otro grupo de trabajadores
bajo el capitalismo.
Más del 50 por 100 de las mujeres estadounidenses trabaja para
mantenerse, constituyendo el 41 por 100 de la fuerza de trabajo del
país. Sin embargo, hoy día, un gran número de ellas es incapaz de
encontrar un empleo digno. Al igual que el racismo, el sexismo es una
de las justificaciones más importantes para explicar las elevadas tasas
de desempleo femenino. En realidad, muchas mujeres son «solo amas de
casa» porque son trabajadoras desempleadas. Por lo tanto, ¿no cabe que
sea más efectivo, para transformar el papel de «solo ama de casa»,
exigir empleos para las mujeres en condiciones de igualdad con los
hombres y presionar para obtener servicios sociales —como, por ejemplo,
de atención a la infancia— y beneficios laborales —como permisos de
maternidad, etc.— que permitan a más mujeres trabajar fuera de casa? El
movimiento a favor del salario por el trabajo doméstico desalienta a
las mujeres a salir de casa en busca de empleo, sosteniendo que «la
esclavitud en la cadena de montaje no es la liberación de la esclavitud
en la pila de la cocina»[30]. No obstante, las portavoces de la
campaña insisten en que no promueven la continuación del confinamiento
de las mujeres dentro del entorno aislado de sus hogares. Proclaman que
aunque se niegan a trabajar en el mercado capitalista per se,
no desean asignar a las mujeres la responsabilidad definitiva de las
tareas del hogar. En palabras de una representante estadounidense de
este movimiento:
«[…] no estamos interesadas en hacer
más eficiente o más productivo nuestro trabajo para el capital. Nos
interesa reducir nuestro trabajo y, en último término, la negación
absoluta a realizarlo. Pero mientras sigamos trabajando en la casa a
cambio de nada, nadie prestará en verdad atención a cuánto tiempo
trabajamos y a lo duro que lo hacemos. Porque el capital solo introduce
tecnología avanzada para reducir los costes de producción después de
que la clase obrera haya conseguido victorias salariales. Solo si
contabilizamos nuestro coste de producir (es decir, si hacemos que no
sea rentable) el capital «descubrirá» la tecnología para aminorar dicho
coste. Hoy día a menudo tenemos que salir a cumplir con otro turno de
trabajo para poder permitimos el lavaplatos que reduce nuestro trabajo
doméstico.»[31]
Una
vez que las mujeres hayan alcanzado el derecho a percibir un salario
por su trabajo, podrán exigir salarios más elevados y, de este modo,
obligar a los capitalistas a emprender la industrialización del trabajo
doméstico. ¿Se trata de una estrategia concreta para la liberación de
las mujeres o de un sueño irrealizable? ¿Cómo se supone que las mujeres
van a conducir la lucha inicial por el salario? Dalla Costa recomienda
la huelga de las amas de casa:
«Debemos rechazar la casa porque
queremos unirnos a otras mujeres para luchar contra todas las
situaciones que parten del supuesto de que las mujeres permanecerán en
la casa […]. Abandonar la casa es ya una forma de lucha porque los
servicios sociales que desempeñamos dejarían de ser llevados a cabo en
esas condiciones.»[32]
Pero, si las mujeres han de dejar la casa, ¿adónde van a ir? ¿Cómo
se unirán a otras mujeres? ¿En verdad van a dejar sus hogares movidas
por el único deseo de protestar por su trabajo doméstico? ¿No es mucho
más realista invitar a las mujeres a «dejar la casa» para buscar un
empleo o, al menos, para participar en una campaña masiva a favor de
empleos dignos para las mujeres? Por supuesto, bajo las condiciones del
capitalismo el trabajo significa trabajo embrutecedor. Y, por
supuesto, no es creativo y sí es alienante. Pero a pesar de todo ello,
el hecho sigue siendo que en el trabajo las mujeres pueden unirse con
sus hermanas —y, de hecho, con sus hermanos— en aras de desafiar a los
capitalistas en el centro de producción.
Como trabajadoras, y como militantes activistas en el movimiento
obrero, las mujeres pueden generar la fuerza real para luchar contra el
pilar y el beneficiario del sexismo, que no es otro que el sistema
capitalista monopolista.
Si la estrategia del salario para el trabajo doméstico apenas sirve
para proporcionar una solución a largo plazo al problema de la opresión
de las mujeres, tampoco aborda, en lo sustantivo, el profundo
descontento que sienten las amas de casa. Recientes estudios
sociológicos han revelado que las amas de casa actuales están más
frustradas con sus vidas que en ninguna época anterior. Cuando Ann
Oakley realizó una serie de entrevistas para su libro The Sociology of Housework[33],
descubrió que incluso las amas de casa que en un principio parecían no
estar preocupadas por su trabajo doméstico acababan expresando una
honda insatisfacción. Los siguientes comentarios provenían de una mujer
que tenía un empleo externo en una fábrica:
«(¿Te
gusta el trabajo doméstico?). Me da igual […]. Supongo que me es
indiferente porque no le dedico todo el día. Voy a trabajar y solo hago
el trabajo doméstico la mitad del tiempo. Si lo hiciera durante todo el
día no me gustaría; el trabajo de la mujer nunca se acaba, te pasas el
día trajinando e incluso antes de irte a la cama te queda algo que hacer
como vaciar ceniceros o fregar unas copas. No paras de trabajar. Todos
los días lo mismo; no puedes decir cosas como que no lo vas a hacer;
porque tienes que hacerlo. Como preparar la comida: se tiene que hacer
porque si tú no lo haces los niños no comen […]. Supongo que te
acostumbras, simplemente lo haces de manera automática […]. Soy más
feliz en el trabajo que en casa.
(¿Cuáles dirías que son las peores cosas que tiene ser ama de
casa?). Supongo que tienes días con la sensación de que te levantas y
de que tienes que hacer las mismas cosas de siempre y de que te
aburres, que estás estancada en la misma rutina. Creo si le preguntas a
cualquier ama de casa, si es honesta, te dirá que la mitad del tiempo
se siente como una esclava; todo el mundo piensa cuando se levanta por
la mañana: «Oh no, hoy tengo que hacer las mismas cosas de siempre,
hasta que me acueste por la noche». Es siempre hacer lo mismo, es un
aburrimiento.»[34]
¿Los
salarios disminuirán el aburrimiento? Por supuesto, esta mujer diría
que no. Un ama de casa que no trabajaba fuera de su domicilio habló a
Oakley del carácter obligatorio del trabajo doméstico:
«Supongo que lo peor es que tienes que
hacer el trabajo porque estás en casa. Aunque tengo la opción de no
hacerlo, no siento que en verdad pudiera no hacerlo porque tendría que
hacerlo.»[35]
Lo más probable es que recibir un salario por hacer este trabajo agravaría la obsesión de esta mujer.
Oakley
llegó a la conclusión de que el trabajo doméstico, en particular cuando
ocupa toda la jornada, invade tanto la personalidad femenina que el ama
de casa se torna indistinguible de su trabajo.
«El ama de casa es, en gran medida, el
trabajo que realiza: por ello la separación entre los elementos
subjetivos y objetivos en la situación que se crea es, en esencia, más
difícil de establecer.»[36]
A
menudo, el efecto psicológico es una personalidad trágicamente inmadura
y abrumada por sentimientos de inferioridad. Es muy difícil que la
liberación psicológica se pueda alcanzar pagando un salario al ama de
casa.
Otros estudios sociológicos han confirmado la honda desilusión que
sufren las amas de casa contemporáneas. En las entrevistas realizadas
por Myra Feree[37] a más de cien mujeres en una comunidad obrera
cercana a Boston, «casi el doble de las amas de casa, con respecto a
las esposas empleadas, manifestaron estar descontentas con sus vidas».
Como es lógico, la mayoría de las mujeres trabajadoras no tenían
trabajos per se gratificantes: eran camareras, empleadas
fabriles, mecanógrafas, dependientas en supermercados y en grandes
almacenes, etc. Sin embargo, su facultad para dejar el aislamiento de
sus hogares «saliendo fuera y viendo a otra gente» era tan importante
para ellas como sus salarios. ¿Las amas de casa que sentían que se
estaban «volviendo locas quedándose en casa» acogerían con agrado la
idea de recibir un salario por volverse locas? Una mujer se lamentaba
de que «quedarse en casa todo el día es como estar en la cárcel», ¿los
salarios derribarían los muros de las prisiones? El único camino
realista para escapar de esta cárcel es la búsqueda de un trabajo fuera
del hogar.
Cada una de las más del 50 por 100 de las mujeres estadounidenses
que en la actualidad trabajan es un poderoso argumento para aliviar la
carga del trabajo doméstico. De hecho, los empresarios capitalistas ya
han comenzado a explotar la nueva necesidad histórica de las mujeres de
emanciparse de su papel de amas de casa. Innumerables y boyantes
cadenas de comida rápida como McDonald y Kentucky Fried Chicken
confirman el hecho de que si hay más mujeres en el trabajo ello
significa que hay menos comidas preparadas en casa. Aparte de la mala
calidad de la comida, de que su nivel nutritivo deje mucho que desear y
de que exploten a sus trabajadores, el despliegue de estas cadenas de
comida rápida llama la atención sobre el hecho de que el ama de casa
está tocando a su fin. Como es natural, se necesitan nuevas
instituciones sociales que asuman buena parte de sus antiguas tareas.
Este es el desafío que se deriva de las copiosas filas de mujeres en la
clase obrera. La demanda de una atención a la infancia universal y
financiada públicamente es una consecuencia directa del creciente
número de madres trabajadoras. Y a medida que más mujeres se organicen
en torno a la reivindicación de que se creen más empleos —de empleos en
condiciones de plena igualdad con los hombres—, de manera progresiva
se irán planteando más cuestiones importantes sobre la futura
viabilidad de las labores de ama de casa de las mujeres. Es muy
probable que «la esclavitud en la cadena de montaje» no sea en sí misma
la «liberación de la pila de la cocina», pero no cabe duda de que la
cadena de montaje es el mayor incentivo para que las mujeres hagan
presión para acabar con su vieja esclavitud doméstica.
La abolición del trabajo doméstico como responsabilidad exclusiva e
individual femenina es un objetivo estratégico de la liberación de las
mujeres. Pero la socialización de este trabajo —incluida la preparación
de las comidas y el cuidado de los niños— presupone el final del
reinado de la búsqueda del beneficio en la economía.
De hecho, el único paso significativo para terminar con la esclavitud doméstica se ha dado en los países socialistas.
Por lo tanto, las mujeres trabajadoras tienen un interés especial, y vital, en la lucha por el socialismo.
Bajo
el capitalismo, las campañas a favor de que se creen más empleos en
igualdad de condiciones con los hombres, acompañadas de movimientos a
favor de instituciones que proporcionen una atención a la infancia
pública y subvencionada, contienen un potencial revolucionario
explosivo. Esta estrategia cuestiona la validez del capitalismo
monopolista y, en última instancia, debe indicar el camino al
socialismo.
Notas:
[1] A. Oakley, Woman’s Work The Housewife Past and Present, Nueva York, cit., p. 6.
[2] Barbara Ehrenreich y Deirdre English, «The Manufacture of Housework», Socialist Revolution 26, vol. 5, núm. 4 (octubre-diciembre de 1975), p. 6.
[3] Friedrich Engels, Origen of the Family, Private Property and the State,
ed. e intro. de Eleanor Burke Leacock, Nueva York, International
Publishers, 1973. Véase capítulo II. La introducción de Leacock a esta
edición contiene numerosas observaciones esclarecedoras sobre la teoría
de Engels acerca de la emergencia histórica de la dominación masculina
[ed. cast.: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Madrid, Fundamentos, 1982].
[4] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 12.
[5] B. Ehrenreich y D. English, «Microbes and the Manufacture of Housework», cit., p. 9.
[6] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 12.
[7] Citado en R. Baxandall et al. (eds.), America’s Working Women: A Documentary History — 1600 to the Present, cit., p. 17.
[8] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 13.
[9] B. Ehrenreich y D. English, «The Manufacture of Housework», cit, p. 10.
[10] Charlotte Perkins Gilman, The Home: Its Work and Its Influence [1903], Urbana, Chicago y Londres, University of Illinois Press, 1972, pp. 30–31.
[11] Ibíd., p. 10.
[12] Ibíd., p. 217.
[13] W. E. B. DuBois, Darkwater, cit., p. 185.
[14] Discurso pronunciado por Polga Fortunata. Citado en Wendy Edmon y Suzie Fleming (eds.), All Work and No Pay. Women, Housework and the Wages Due!, Bristol, Falling Wall Press, 1975, p. 18.
[15] Mariarosa dalla COsta y Selma James, The Power of Women and the Subversion of the Community, Bristol, Falling Wall Press, 1973 [ed. cast.: El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, México, Siglo XXI, 1975].
[16] Ibíd., p. 28.
[17] Mary Inman, In Woman’s Defense, Los Angeles, Comittee to Organize the Advancement of Women, 1940. Véase, también, de la misma autora, The Two Forms of Production Under Capitalism, Long Beach, California, publicado por la autora, 1964.
[18] Margaret Benston, «The Political Economy of Women’s Liberation», Monthly Review XXI, 4 (septiembre de 1969).
[19] «On the Economic Status of the Housewife», comentario editorial en Political Affairs LIII, 3 (marzo de 1974), p. 4.
[20] Hilda Bernstein, For TheirTriumphs and For Their Tears: Women in Apartheid South Africa, Londres, International Defence and Aid Fund, 1975, p. 13.
[21] Elizabeth Landis, «Apartheid and the Disabilities of Black Women in South África», Objective: Justice VII, 1 (enero-mayo de 1975), p. 6. Algunos fragmentos de este documento fueron publicados en Freedomways XV, 4 (1975).
[22] H. Bernstein, For Their Triumphs and For Their Tears: Women in Apartheid South Africa, cit., p. 33.
[23] E. Landis, «Apartheid and the Disabilities of Black Women in South Africa», cit., p. 6.
[24] Vladimir llich Lenin, «A Great Beginning», panfleto publicado en julio de 1919. Citado en Collected Works, vol. 29, Moscú, Progress Publishers, 1966, p. 429.
[25] Estrenada en Estados Unidos bajo el título de Black Girl.
[26] J. J. Jackson, «Black Women in a Racist Society», cit., pp. 236–237.
[27] Victor Perlo, Economics of Racism U.S.A., Roots of Black Inequality, Nueva York, International Publishers, 1975, p. 24.
[28] R. Staples, The Black Women in America, cit., p. 27.
[29] Daily World, 26 de julio de 1977, p. 29.
[30] M. Dalla Costa y S. James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, cit., p. 42.
[31] Pat Sweeney, «Wages for Housework: The Strategy for Women’s Liberation», Heresies (enero de 1977), p. 104.
[32] M. Dalla Costa y S. James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, cit., p. 51.
[33] Ann Oakley, The Sociology of Housework, Nueva York, Pantheon Books, 1974.
[34] Ibíd., p. 65.
[35] Ibíd., p. 44.
[36] Ibíd., p. 53.
[37] Myra Feree, Psychology Today X, 4 (septiembre de 1976), p. 76.
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