Foto Carlos Ramos Mamahua
iempre ha sorprendido la tendencia profundamente conservadora de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se entiende, jurídica y políticamente, que así sea, porque la misión de la Corte es, ante todo, mantener incólume el ordenamiento jurídico del país. Se entiende, pero no se justifica. De los tres poderes de la Unión, el encargado de salvaguardar el orden constitucional y, desde luego, la justicia para todos, es el Judicial Federal. Que el conservadurismo de la Corte llegue a denegar sistemáticamente la justicia es inaceptable. La mayoría de las veces, hacer justicia implica ir más allá de lo que existe y más allá de lo que merece ser conservado.
Si a lo anterior agregamos una persistente muestra de incompetencia y hasta de ignorancia para resolver los problemas de la justicia, la cosa se vuelve atroz. Que en la Corte se haga política y se tomen decisiones políticas no debería extrañarnos. Se trata de un poder político integrante del Estado federal. Que hacer política signifique encubrir designios extraños a la justicia o intereses ajenos al interés público es, simplemente, deleznable. Si al menos se hiciera inteligentemente, pero no es así. Se peca no sólo de numerosas sinrazones, sino de una indecente impericia y de una flagrante ignorancia.
En el pasado, como nadie se ocupaba de ese alto tribunal, la cuestión no pasaba a mayores. Ahora es otra cosa. Veamos el contenido del segundo párrafo del artículo 97 que establece que la Corte podrá nombrar a alguno o algunos de sus miembros o a algunos jueces o magistrados o comisionados especiales y a petición del Ejecutivo federal, alguna de las cámaras del Congreso o el gobernador de algún estado, únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual
. También podrá solicitar que el Consejo de la Judicatura averigüe a jueces o magistrados federales.
Qué querrá decir averiguar
no es problema. Es investigar y es la palabra que se prefiere hoy en día. El texto original de la Constitución de 1917 introdujo la cuestión, al estipular que los designados serían nombrados para que averiguaran
únicamente la conducta de algún juez o magistrado federal o algún hecho o hechos que constituyan la violación de alguna garantía individual o la violación del voto público o algún otro delito castigado por la ley federal
. La imperfección del texto era notoria y lo peor de todo fue que nadie la cuestionó. ¿Para qué se metió en honduras el Constituyente al estatuir semejante institución? Qué se ganaba con ello era claro: preservar las garantías individuales y el voto público o actuar contra delitos. La pregunta era y sigue siendo, ¿para qué?
No se puede hacer otra cosa más que suponer. El fin de dicha averiguación
no implica, de ningún modo, juzgar, lo que es el resultado de un juicio en forma y aquí no se trata de un juicio, sino, precisamente, de una averiguación
. Pero averiguar por averiguar no conduce a nada. Debe haber algún fin, cosa que no se indica en el precepto constitucional, pero debe haberlo, pues, si no, no tiene caso averiguar. Estas cuestiones deberían haberlas discutido los mismos ministros de la Corte a través del tiempo desde 1917, pero nunca lo hicieron. El ministro Arturo Zaldívar, en su dictamen sobre el informe de los hechos del caso ABC, apunta, por primera vez, al objetivo: señalar, no juzgar, responsable o responsables de los hechos que se averiguan. Sí, en efecto, no podría haber otro fin.
Qué seguiría después de señalar responsables es otra materia. Los responsables, como ocurre después de un juicio de procedencia o juicio político, en un auténtico Estado de derecho, deberían ser sometidos a juicio. El asunto aquí entraña varios problemas que no han sido precisados en el debate a que ha dado lugar la ponencia de Zaldívar. El mismo ministro ha dado lugar a que se le ataque por los flancos cuando pretende justificar la averiguación
como una condena moral y política
de los responsables. La Corte, como atinadamente lo señala José Woldenberg, no es ningún tribunal moral
y, la verdad sea dicha, su función no tiene nada que ver con la moral como los moralizadores de todas la materias sociales lo vienen pregonando.
Sólo que los ministros que se lo reprocharon a Zaldívar lo hicieron sólo por conservadurismo (por el prurito de no entrar en conflicto con los demás poderes de la Unión, se justificaron), sino también por incompetencia. La Corte no puede ser juez y parte
, se dijo con ignominiosa ignorancia, sin que ninguno entendiera de verdad de qué se trata. No se trata de ningún juicio, hay que repetirlo una y otra vez. Se trata de una averiguación
para señalar o establecer responsables probados de violaciones a las garantías individuales, los que, luego, podrán ser sometidos a juicio. Muchos piensan que se trata de una atribución que no tiene ningún asidero y, además, ningún fin aceptable en derecho. Se equivocan.
Al otorgar esa facultad investigadora a la Corte, el Constituyente del 17 no quiso erigir ningún poder extraño al orden constitucional, sino reforzar su poder de control constitucional con una facultad específica que le permitiera investigar y señalar responsables de violaciones graves a las garantías individuales (y, originalmente también, de delitos), sin juzgar ni condenar. Mi referencia anterior al juicio político, por si no se entendió, iba dirigida a encontrar el mejor símil. No se juzga, aunque hay un proceso interno para fijar responsabilidades. Sólo se fijan esas responsabilidades y, después, un juez determinará la penalidad del caso.
Una de las muchas necedades que se han dicho en este debate, aparte de atribuir a la Corte la naturaleza de un tribunal moral
, es la de negar que la misma sea un poder político y que sus determinaciones sean, como tales, de carácter político. El control de constitucionalidad, que es propio de ella, es una facultad política y no jurídica ni, mucho menos, moral. Implica que la Corte vela porque todos, dentro del orden público, cumplan con lo que señala la Carta Magna y se apeguen en sus funciones y facultades a lo que ella dispone. El investigar o averiguar
hechos susceptibles de ser violadores de los derechos humanos por parte de algún funcionario, cualquiera que sea su categoría, es una facultad de control de constitucionalidad.
En su determinación sobre el dictamen del ministro Arturo Zaldívar, la Corte abdicó claramente de esa facultad y fue incapaz de dilucidar su propia función como garante de la Constitución y sus leyes. Es un baldón que la exhibe de cuerpo entero. Nunca como ahora se vio a cada uno de sus ministros enseñar el cobre, sus prejuicios, sus intereses y también su ignorancia del derecho. Desde luego que a un cuerpo colegiado como ése no podría entregársele la moralidad del país. No sólo falló como órgano investigador, sino además como órgano de equidad, que es lo menos que podría esperarse de un tribunal del que depende la salvaguardia del estado de derecho entre nosotros.
A mi querido Monsi que sigue entre nosotros.
Como ciudadano y profesor universitario mexicano que no quiere seguir avergonzándose ante sus alumnos, quiero recordarles que, si conceden la libertad a los presos políticos de San Salvador Atenco, condenados por sentencias aberrantes, además de hacer valer la Constitución y las leyes que han sido conculcadas con violencia y groseramente, podrán ayudar poderosamente a cambiar en el país y el mundo la tristísima visión que tiene hoy la opinión pública de lo que es la justicia en México.
Ni la inmensa mayoría de la población mexicana ni la casi totalidad de los observadores informados de la realidad de México en el resto del mundo creen actualmente, en efecto, en la imparcialidad del aparato judicial ni en la separación entre las motivaciones del mismo al dictar sus fallos y las órdenes que emanan del Poder Ejecutivo, tanto estatal como federal. La justicia en México aparece así ante el propio país y el mundo como el muñeco de los ventrílocuos mandamases y corruptos que ocupan –o usurpan– los altos cargos estatales, no sólo por su sumisión en el pasado a las órdenes del PRI-gobierno, sino también por sus fallos u omisiones recientes.
¿Cómo explicar de otro modo que la salvaje brutalidad policial que todos vieron por televisión, y que fue denunciada a los cuatro vientos por sus víctimas extranjeras violadas y golpeadas sin piedad, esté aún impune, a pesar de las palizas a mujeres y ancianos, de las violaciones de jóvenes de ambos sexos, de las humillaciones, los allanamientos ilegales de domicilios y hasta de una muerte provocadas por la policía de un gobernador-mandante priísta con fines electorales?
La violación de las leyes y de la Constitución, en México, es obra siempre del poder: en Oaxaca, como en el caso de la represión a los maestros y a la APPO, o en la infame inactividad del aparato estatal ante los crímenes que, a ojos de todos, se cometen contra los habitantes del municipio autónomo de San Juan Copala o, en el plano federal, con las matanzas de civiles e incluso de niños, so pretexto de combatir el narcotráfico, o con el intento de destruir sindicatos enteros, como el de electricistas o el de mineros. No existe en México un estado de derecho, como lo ha reconocido en diversas ocasiones el propio gobierno, y el país se ha hundido velozmente en un pasado que parecía superado, anulando incluso las conquistas de la Revolución y del gobierno de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, la barbarie del régimen porfirista tardaba en ser conocida en el plano mundial, pero en esta época cibernética, es vivida como propia en tiempo real por millones de personas que, en todo el planeta, se indignan, sufren junto a las víctimas y juzgan al gobierno de México y sus instituciones.
Por eso el neoporfirismo es condenado por centenares de miles de personas, tal como expresan las declaraciones de los premios Nobel y de los miles de intelectuales, más las manifestaciones populares y los pronunciamientos de sindicatos que han pedido y exigen la libertad de los presos políticos de Atenco y el respeto por los derechos humanos y sindicales en México y que, significativamente, se dirigen tanto al Poder Ejecutivo como al Poder Judicial.
Ustedes, señores jueces, tienen ante sí dos caminos: el primero, que espero que sigan por dignidad y conciencia, es el de reivindicar la independencia política de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y restablecer la justicia liberando a todos los presos de Atenco; el segundo, en el que no quiero ni pensar, es retomar el camino de los jueces
de Porfirio Díaz. En el primer caso, serán recordados por su probidad y su valor; en el segundo, en cambio, demostrarán ante el país y el mundo que en México se cierran todos los caminos legales para hacer respetar los derechos políticos y humanos y sólo quedaría el legítimo derecho de resistencia a la opresión y el desconocimiento de los desconocedores de las libertades, la Constitución y las leyes que conquistaron con sangre, en Cananea y después en la Revolución Mexicana, nuestros antepasados jamás olvidados, quienes para imponer un régimen legal tuvieron que alzarse contra los que esgrimían sus leyes de clase como garrotes contra el pueblo. Señores jueces: ¡que así no sea!
Señores magistrados: el pueblo de Atenco y sus militantes y dirigentes presos, desde la resistencia inicial al despojo de sus tierras y bienes para construir en esa zona, sin consulta alguna, un nuevo aeropuerto, han seguido en cada uno de sus pasos el camino legal y la vía judicial, que acompañaron con movilizaciones porque el bronco gobierno priísta que padece el estado de México no reconoce la legalidad, sino sólo las relaciones de fuerza. Sus movilizaciones fueron siempre defensivas, para que no les conculcasen derechos o para enfrentar la violencia estatal. Lo que, en un fallo aberrante, se equipara a un secuestro de persona, lo están haciendo todos los días los obreros franceses cuando les cierran la fuente de trabajo sin que la justicia francesa recurra a algún Almoloya; o lo hicieron en 1964 los obreros argentinos cuando ocuparon simultáneamente 4 mil fábricas, manteniendo en ellas a patrones y gerentes como garantía contra la represión de la dictadura militar.
El secuestro con fines de extorsión convierte al rehén en mercancía, lo cosifica; la retención de un funcionario para que cumpla su palabra o con lo firmado es, en cambio, una presión extrema pero transitoria que no anula la individualidad del retenido. Por tanto, es insostenible alegar que esa privación momentánea de la libre circulación de una persona sea un secuestro, porque entonces hasta una manifestación secuestraría
un barrio o una ciudad. Señores jueces: ¡desarmen el andamiaje político de falsedades lanzadas contra militantes sociales por quienes, en la cabeza de ellos, quieren hacer un escarmiento y aterrorizar a la sociedad! ¡Liberen a todos los presos políticos, comenzando por los de Atenco!.
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