Detrás de la Noticia | Ricardo Rocha
Así lo consignó EL UNIVERSAL apenas este sábado 23. Luego, como si la premonición fuera también un acierto, al día siguiente otra cabeza estremecedora: Nueva masacre de jóvenes en Juárez; por si fuera poco, la de ayer lunes fue que 21 universidades están en bancarrota.
Es obvio que la secuencia de las tres “notas de ocho” no fue premeditada. Pero la suma es escalofriante. Y sintetiza la terrible realidad que viven siete millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. A los que este país ha ignorado y minusvaluado. A quienes ha violentado el presente y cancelado el futuro.
Todavía no se acallan los ecos de la masacre de Salvárcar hace ocho meses —16 jóvenes asesinados y falsamente acusados— cuando otra vez los disparos destrozan la vida de 14 muchachos más, también en Ciudad Juárez. Ahora con el agravante de que los asesinos, según testigos, “eran unos mocosos de entre 16 y 21 años”.
Es brutal: ¿en qué hemos convertido este México nuestro de todos los días? ¿Qué clase de país hemos hecho que los jóvenes se matan unos a otros? ¿Cómo es que han llegado a esta violencia despiadada? ¿Qué les hemos quitado? ¿Por qué los hemos empujado a este extremo? ¿A quién le importa realmente la sangre derramada entre quienes empiezan a vivir apenas? ¿De veras creen que son suficientes las condenas… que ayuda en algo la tristeza… que consuela la indignación… que reconfortan las condolencias? ¿De verdad no vamos a hacer nada aparte de condolernos, de entristecernos y de indignarnos?
¿Qué hemos hecho como sociedad? ¿Qué como gobierno? ¿Dónde fue que perdimos nuestra capacidad de asombro? ¿Cuándo diremos ya basta? ¿O vamos de plano a matar desde ahora a los años que vendrán? ¿Cuántos miles de muchachos necesitan morir para que hagamos algo?
Porque eso es lo que significa el descuido criminal de una generación no sólo perdida sino también explosiva. A la que la falta de cupo en las escuelas, las puertas en las narices cuando busca empleo y la exclusión están aventando a la migración, la prostitución o la delincuencia.
Lo peor del caso es que el mismo estudio de la UNAM citado por EL UNIVERSAL establece contundentemente que “no se advierten signos de que el Estado mexicano haya comprendido y asumido las dimensiones y costos, en toda su magnitud, de que esta situación se mantenga en el futuro”. Los precios serán impagables en desigualdad, enfermedades y violencia.
Así que urge que, desde el Congreso, desde el gobierno, desde la sociedad, hagamos algo ya por darle sentido y rumbo a esta nación. Porque mientras tanto, qué vergüenza.
Es obvio que la secuencia de las tres “notas de ocho” no fue premeditada. Pero la suma es escalofriante. Y sintetiza la terrible realidad que viven siete millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. A los que este país ha ignorado y minusvaluado. A quienes ha violentado el presente y cancelado el futuro.
Todavía no se acallan los ecos de la masacre de Salvárcar hace ocho meses —16 jóvenes asesinados y falsamente acusados— cuando otra vez los disparos destrozan la vida de 14 muchachos más, también en Ciudad Juárez. Ahora con el agravante de que los asesinos, según testigos, “eran unos mocosos de entre 16 y 21 años”.
Es brutal: ¿en qué hemos convertido este México nuestro de todos los días? ¿Qué clase de país hemos hecho que los jóvenes se matan unos a otros? ¿Cómo es que han llegado a esta violencia despiadada? ¿Qué les hemos quitado? ¿Por qué los hemos empujado a este extremo? ¿A quién le importa realmente la sangre derramada entre quienes empiezan a vivir apenas? ¿De veras creen que son suficientes las condenas… que ayuda en algo la tristeza… que consuela la indignación… que reconfortan las condolencias? ¿De verdad no vamos a hacer nada aparte de condolernos, de entristecernos y de indignarnos?
¿Qué hemos hecho como sociedad? ¿Qué como gobierno? ¿Dónde fue que perdimos nuestra capacidad de asombro? ¿Cuándo diremos ya basta? ¿O vamos de plano a matar desde ahora a los años que vendrán? ¿Cuántos miles de muchachos necesitan morir para que hagamos algo?
Porque eso es lo que significa el descuido criminal de una generación no sólo perdida sino también explosiva. A la que la falta de cupo en las escuelas, las puertas en las narices cuando busca empleo y la exclusión están aventando a la migración, la prostitución o la delincuencia.
Lo peor del caso es que el mismo estudio de la UNAM citado por EL UNIVERSAL establece contundentemente que “no se advierten signos de que el Estado mexicano haya comprendido y asumido las dimensiones y costos, en toda su magnitud, de que esta situación se mantenga en el futuro”. Los precios serán impagables en desigualdad, enfermedades y violencia.
Así que urge que, desde el Congreso, desde el gobierno, desde la sociedad, hagamos algo ya por darle sentido y rumbo a esta nación. Porque mientras tanto, qué vergüenza.
Alberto Aziz Nassif
El país de las inercias
Todos los días llegan noticias que muestran cómo las inercias tienen atrapado al país. Las inercias son propiedades de los cuerpos que se resisten al cambio. Casi en cualquier campo de la vida pública hay intereses políticos y económicos que mantienen el estado de cosas. Por ejemplo, la muerte sigue tan campante en Juárez, la opacidad se mantiene y el gasto público en los estados crece, y los monopolios imponen sus condiciones.
La inercia entre los poderes hizo que el Ejecutivo y el Legislativo se acomodaran para sacar adelante la Ley de Ingresos, en donde los estados tendrán cada vez mayores recursos y, al mismo tiempo, habrá menores mecanismos de rendición de cuentas. Las auditorías que se han practicado a la contabilidad estatal muestran de qué forma, independientemente del partido político (Nuevo León, PRI; Aguascalientes, PAN, o Zacatecas, PRD), los gobiernos de los estados incurren en deficiencias y anomalías como las que estableció el propio Ejecutivo: manejos financieros discrecionales, adjudicaciones de contratos mal hechas, obras no autorizadas, deficiencias en la planeación, etcétera (Reforma, 22/X/2010). En el aumento del presupuesto para los estados hay una inercia que parece imbatible, pero cuando se habla de más transparencia y rendición de cuentas la opacidad se impone.
Otra expresión de las inercias son los intereses dominantes que en cada actividad de la vida productiva, social o política imponen sus condiciones y se oponen a cualquier modificación que amenace sus territorios. Resulta explicable que un actor dominante se oponga al cambio y a la competencia, pero resulta problemático entender cómo la autoridad, el Estado, ha dejado que prevalezca este conjunto de intereses particulares que poco a poco se han comido los bienes públicos. México padece el fenómeno de un Estado capturado. En estos días el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naím, planteó el tema de los monopolios en México en los siguientes términos: “en el país hay dos empresas que controlan canales de TV abierta; tres bancos, los servicios financieros; una empresa, la conexión de internet vía telefónica; dos, el negocio del cemento; dos, la producción de carne y huevo, y dos, la distribución de medicamentos, entre otros casos” (Reforma , 22/X/2010). Con estos dominios resulta difícil que el país se encamine a mejores servicios y más competitividad. Esta fuerza inercial parece no tener límites, por lo menos mientras no cambie la lógica monopólica del desarrollo.
La inercia de la muerte sigue destruyendo. En Ciudad Juárez, una de las más violentas del mundo, el pasado sábado un comando asesinó a otros 14 jóvenes y dejó heridos a otros 15. Es un nuevo episodio del juvenicidio, como lo ha llamado Víctor Quintana. Es la quinta ocasión en menos de dos años en la que mueren grupos de jóvenes en esa frontera (EL UNIVERSAL, 24/X/2010). Así, de masacre en masacre, discursos van y vienen, planes, giras presidenciales, se implementan operativos que cambian de nombre, llega el Ejército y se va, llega la Policía Federal, arriban nuevas autoridades y la muerte sigue imponiendo su ley en una inercia que cada vez resulta más mortífera. En 20 días de la administración de César Duarte van 226 muertos en el estado de Chihuahua (Reforma, 25/X/2010). En Juárez todas las autoridades han fallado y ninguna estrategia parece funcionar porque la impunidad, la falta de Estado y el dominio de las bandas forman el paisaje cotidiano de una ciudad en donde ha reventado el modelo del ensamble maquilador; lo que fue una frontera moderna que se integraba al mundo hoy es tierra de nadie. Las estadísticas del alcalde que se acaba ir muestran el terrible balance: 7 mil muertos, 10 mil huérfanos, la fuga de 250 mil habitantes, el cierre de 10 mil negocios, la pérdida de 130 mil empleos, el abandono de más de 25 mil viviendas y 80 mil adictos (Proceso, 1771).
La resistencia al cambio en los casos anteriores sólo tiene una coincidencia temporal, son noticias que se han presentado en los días anteriores. Cualquier semana que se haga este ejercicio el resultado será perecido. La falta de transparencia en el gasto y una débil rendición de cuentas, la ausencia de competitividad y regulación estatal, el fracaso en la política de seguridad en ciudades como Juárez. Sin duda, el ingrediente de las resistencias al cambio y de la falta de un horizonte de sentido es uno de los problemas centrales del país. La enumeración de las inercias sería larga, pero algo queda claro: mientras no se muevan estos nudos no habrá futuro para el país. Mientras otros países construyen su desarrollo y le dan vuelta a la página, aquí seguimos sometidos a las inercias.
Investigador del CIESAS
La inercia entre los poderes hizo que el Ejecutivo y el Legislativo se acomodaran para sacar adelante la Ley de Ingresos, en donde los estados tendrán cada vez mayores recursos y, al mismo tiempo, habrá menores mecanismos de rendición de cuentas. Las auditorías que se han practicado a la contabilidad estatal muestran de qué forma, independientemente del partido político (Nuevo León, PRI; Aguascalientes, PAN, o Zacatecas, PRD), los gobiernos de los estados incurren en deficiencias y anomalías como las que estableció el propio Ejecutivo: manejos financieros discrecionales, adjudicaciones de contratos mal hechas, obras no autorizadas, deficiencias en la planeación, etcétera (Reforma, 22/X/2010). En el aumento del presupuesto para los estados hay una inercia que parece imbatible, pero cuando se habla de más transparencia y rendición de cuentas la opacidad se impone.
Otra expresión de las inercias son los intereses dominantes que en cada actividad de la vida productiva, social o política imponen sus condiciones y se oponen a cualquier modificación que amenace sus territorios. Resulta explicable que un actor dominante se oponga al cambio y a la competencia, pero resulta problemático entender cómo la autoridad, el Estado, ha dejado que prevalezca este conjunto de intereses particulares que poco a poco se han comido los bienes públicos. México padece el fenómeno de un Estado capturado. En estos días el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naím, planteó el tema de los monopolios en México en los siguientes términos: “en el país hay dos empresas que controlan canales de TV abierta; tres bancos, los servicios financieros; una empresa, la conexión de internet vía telefónica; dos, el negocio del cemento; dos, la producción de carne y huevo, y dos, la distribución de medicamentos, entre otros casos” (Reforma , 22/X/2010). Con estos dominios resulta difícil que el país se encamine a mejores servicios y más competitividad. Esta fuerza inercial parece no tener límites, por lo menos mientras no cambie la lógica monopólica del desarrollo.
La inercia de la muerte sigue destruyendo. En Ciudad Juárez, una de las más violentas del mundo, el pasado sábado un comando asesinó a otros 14 jóvenes y dejó heridos a otros 15. Es un nuevo episodio del juvenicidio, como lo ha llamado Víctor Quintana. Es la quinta ocasión en menos de dos años en la que mueren grupos de jóvenes en esa frontera (EL UNIVERSAL, 24/X/2010). Así, de masacre en masacre, discursos van y vienen, planes, giras presidenciales, se implementan operativos que cambian de nombre, llega el Ejército y se va, llega la Policía Federal, arriban nuevas autoridades y la muerte sigue imponiendo su ley en una inercia que cada vez resulta más mortífera. En 20 días de la administración de César Duarte van 226 muertos en el estado de Chihuahua (Reforma, 25/X/2010). En Juárez todas las autoridades han fallado y ninguna estrategia parece funcionar porque la impunidad, la falta de Estado y el dominio de las bandas forman el paisaje cotidiano de una ciudad en donde ha reventado el modelo del ensamble maquilador; lo que fue una frontera moderna que se integraba al mundo hoy es tierra de nadie. Las estadísticas del alcalde que se acaba ir muestran el terrible balance: 7 mil muertos, 10 mil huérfanos, la fuga de 250 mil habitantes, el cierre de 10 mil negocios, la pérdida de 130 mil empleos, el abandono de más de 25 mil viviendas y 80 mil adictos (Proceso, 1771).
La resistencia al cambio en los casos anteriores sólo tiene una coincidencia temporal, son noticias que se han presentado en los días anteriores. Cualquier semana que se haga este ejercicio el resultado será perecido. La falta de transparencia en el gasto y una débil rendición de cuentas, la ausencia de competitividad y regulación estatal, el fracaso en la política de seguridad en ciudades como Juárez. Sin duda, el ingrediente de las resistencias al cambio y de la falta de un horizonte de sentido es uno de los problemas centrales del país. La enumeración de las inercias sería larga, pero algo queda claro: mientras no se muevan estos nudos no habrá futuro para el país. Mientras otros países construyen su desarrollo y le dan vuelta a la página, aquí seguimos sometidos a las inercias.
Investigador del CIESAS
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