La marcha, realizada en México por influencia de las feministas canadienses, obliga a replantear muchas actitudes masculinas que expresan voluntad de dominio y control.
La expectación parece estar centrada en otra parte: la mayoría de la gente que acapara el asfalto de Reforma anda sobre bicicletas o patines, curiosea en los puestos del lado derecho de la avenida que conforman el Tianguis de Libros de Reforma, y la canción “Oye” de La Sonora Dinamita, que se escucha a todo volumen y con los bafles mal ecualizados, pertenece a un estand del programa Muévete y Métete en Cintura, promovido por el gobierno del Distrito Federal. Enfrente hay una carpa donde reparten folletos de “Hipertensión: la enfermedad silenciosa”, “Embarazo: síntomas de alarma”, y uno de un tamaño tan compacto como para guardarlo en la cartera que dice “No te embarques, planea tu vida: métodos anticonceptivos”. Una docena de mujeres y un par de hombres por arriba de los 50 años y con un sobrepeso casi mórbido tratan de imitar las coreografías aeróbicas que imparte la instructora. No todos coordinan, al menos no como se debe para no tropezar las piernas izquierdas con las derechas al tratar de hacer una flexión al ritmo de 1, 2, 3, 4 de Pitbull, la siguiente canción del playlist anti obesidad.
A tan sólo unos pasos del grupo de entusiastas que quieren reducir centímetros a su talla de pantalón, los representantes de los medios de comunicación se aglutinan y preparan cámaras, cables, micrófonos, lentes de largo alcance, intentando buscar con la mirada algún indicio de que están en lugar correcto a la hora correcta. Parece un domingo común y corriente, y el sol se torna cada vez más despiadado.
Hasta que de un punto monótono al otro lado de Reforma avanza una chica hacia el cúmulo de cámaras y micrófonos. Lleva puesto un conjunto de brassiere y medias de red negras con un diminuto short encima, todo de un negro entre mate y charol, igual a sus botas largas de plataformas extravagantes que, sin embargo, tampoco son exageradas. Su cabello es rizado, cobrizo, y a la distancia parece húmedo. El outfit es rematado por unas grandes gafas oscuras. Se ha colocado más o menos al centro de la Glorieta de la Palma y lo cierto es que ella, al igual que todos, parece desorientada, como buscando a alguien. Hasta los hombres que insisten torpemente en bajar sus estómagos han volteado a ver a la mujer que hace tambalear la tarde familiar. “Ya están empezando a llegar”, dice uno de los tantos fotógrafos.
La chica sigue buscando con su mirada escondida tras las gafas. Se coloca en un punto alejado de las personas. Un muchacho de mezclilla y camiseta roja en una esquina lo suficientemente lejana como para echarse a correr le suelta el clásico chiflido o piropo con ese sonsonete inconfundiblemente chilango. La chica ha preferido acercarse hacia nosotros y “La marcha de las putas” ha comenzado.
DEL FEMINISMO CANADIENSE PARA EL MUNDO
“La idea de esta marcha surge en Toronto a través del comentario que hace un policía en una conferencia de seguridad de protección civil, cuando se le ocurre decirle a las estudiantes en esa conferencia que no se vistieran como putas si no querían ser violentadas. A partir de eso se organizan las estudiantes y en abril hombres y mujeres salen a manifestarse en contra de que existan justificaciones o etiquetas que puedan decir que se violenta a las mujeres porque se visten de tal o cual manera”, comenta Edith López, una de las organizadoras de la marcha, de oficio abogada feminista, me subraya. Edith lleva una camiseta de tirantes blanca de algodón, shorts de mezclilla abajo de los muslos, gafas oscuras y el cabello con los rizos perfectamente definidos: “Creemos que la violencia sexual no depende de la ropa con la que vayas vestida, no necesariamente tienes que ir con una minifalda o un short o un escote para que te violen. Puedes ir en pants por la mañana y puedes ser víctima de una violación; entonces, la idea es que la gente asista a esta marcha de forma más cómoda, como se sienta más feliz. Lo que sí propusimos es que en vez de usar pancartas usen una falda o una blusa, y que si lo quisieran, escribieran cosas como ‘yo llevaba esta falda cuando me tocaron’”.
Poco a poco van llegando más chicas, muchas de ellas se aglutinan alrededor de Edith y las demás organizadoras; han decidido quitarse la ropa deportiva y los pantalones de mezclilla y ponerse las medias y las minifaldas frente al grupo que insiste en bajar de peso, aunque los hombres de plano han dejado de levantar las piernas e intentan mirar por arriba de la cabezas de los fotógrafos y camarógrafos concentrados en grabar las piernas de las manifestantes en el momento justo cuando son aderezadas con medias y tacones deslumbrantes.
Un hombre que debe medir por debajo del 1.70, de camisa blanca y pantalones grises más bien formales, seguido por un séquito de otros hombres vestidos bajo la misma lógica oficinista, se acerca con una sonrisa fanfarrona a Minerva Valenzuela, el personaje que desató el furor por esta marcha que, creo ir entendiendo, es una combinación de feminismo y reivindicación de las minifaldas y el escote. Sobreactuado y nervioso, le extiende la mano, se ostenta como representante del Gobierno del Distrito Federal y le ofrece todo el apoyo necesario durante el transcurso de la marcha; cualquier cosa que necesite, que ni dude en buscarlo. El equipo que preside este hombre intenta mantener una actitud discreta, pero es evidente que no puede: se ríen como una manera de mitigar las miradas lascivas hacia las chicas.
Valenzuela es de profesión cabaretera y escribe una columna en el portal de Animal Político (animalpolitico.com) desde un 12 de mayo, cuando publicó allí un texto sobre el Slut Walk (que si bien una de las acepciones de slut es puta, también puede traducirse como sucia o guarra, la mayoría de las veces dentro de un contexto sexual) que se llevaría a cabo en Seattle. “Curiosamente, justo cuando me llega la información del Slut Walk, en México la marcha que había convocado Javier Sicilia estaba haciendo mucho ruido, una marcha donde quedaban en evidencia los reclamos de violencia sexual y acoso, y aprovechando que la palabra ‘marcha’ la traemos todo mundo en la punta de la lengua, a la columna, donde hablaba de lo que estaba sucediendo en Seattle y en Toronto y otras muchas ciudades más, le puse ‘La marcha de las putas’”, cuenta Minerva mientras sostiene una pancarta de plástico de color fiusha que dice: “No estigmatices… Ella dice no, significa no”. Será el letrero que encabece la marcha.
La nota incentivó el espíritu de varias chicas que empezaron a preguntarse por qué no replicar la marcha en la Ciudad de México, donde los chiflidos en la calle, las miradas lascivas y los toqueteos en el Metro casi se vuelven rutina hacia el trabajo, la escuela, el supermercado, etcétera. Las redes sociales sirvieron como un hervidero de activismo donde, sin proponérselo, Minerva fungía como la administradora del grupo en Facebook. En un mes la marcha se hizo realidad.
PIROPOS BUENOS, CHIFLIDOS MALOS
“Cuando un amigo o el novio te dice ‘qué bonitas piernas se te ven con esa falda’, pues sí se agradece el cumplido, pero la realidad cotidiana es que, tras el pretexto de ‘estoy diciendo qué guapa estás’, hay un impulso de ejercer un poder sobre la otra persona, y sabes que quien te está aventando el piropo no está siendo amable ni mucho menos”, explica Blanca Loaria, quien contribuye a la marcha repartiendo calcomanías con el dibujo de un tacón a cambio de una cuota voluntaria. Un gran número de chicas son universitarias y la mayoría estudia comunicación. Les suelen gustar Los Strokes, Phoenix o Fionna Apple, y curiosamente nadie ha mencionado a Le Tigre, la banda de electro-punk de Kathleen Hanna, casi indispensable en el feminismo post-grunge: su música y sus letras son himnos de potentes guitarras a favor de las mujeres en muchas ciudades del mundo.
La disyuntiva está servida: ¿Hay piropos buenos, malos o, de plano, todo piropo es sinónimo de violencia soterrada? Algunas chicas, como unas estudiantes de la Universidad del Valle y otra que estudia en la Panamericana, me dicen que les valen madre, que a veces se ríen y lo toman como un halago cotidiano y otra veces se sienten ofendidas; sin embargo, para otras como Edith López, todo piropo es un síntoma de violencia.
Una cosa es cierta: conforme la marcha avanza sobre Reforma rumbo al Hemiciclo a Juárez, los hombres que caminan por las aceras y que han sido sorprendidos por consignas como “Alerta, alerta, alerta que camina, la marcha de las putas por América Latina” o “No soy una vagina, tampoco unos pechos, soy una mujer exigiendo mis derechos”, se han quedado paralizados ante la muchedumbre de minifaldas, corpiños y cabellos alborotados. Se trepan a las estructuras de los semáforos para tomar fotos con sus celulares: “Ya viste, pendejo, ¡esa vieja va enseñando las chichis! Vente, córrele”, y los dos jóvenes, que deben rondar los 23 años, saltan del semáforo e intentan abrirse paso entre la multitud.
Aquella “vieja que va enseñando las chichis” se llama Joyce Jandette. Desempleada, acaba de abandonar la carrera de música justo en el último semestre y, en efecto, va con los senos descubiertos. Encima de ellos ha escrito con marcador negro “ES MI CUERPO!”, y su cabello le cuelga lacio por debajo de los hombros. Lleva lentes oscuros y al parecer es una de las sensaciones de la marcha. Todos se arremolinan por tomarle una foto y, cuando me acerco a ella, un señor obeso con el cabello salpicado de canas y un bigote espeso y desparramado casi pisa a un fotógrafo con tal de obtener un close up de Joyce, o de sus senos, acelerando el paso cuando varios hombres más le increpan su actitud. Cuando le digo que soy gay, Joyce acepta platicar conmigo. “Ya estoy hasta la madre de reproducir discursos que no me van, de tener que vivir censurada y al mismo tiempo decir que soy libre; me siento con una libertad presupuesta, si fuera libre, como dicen, no tendría miedo de salir por las noches o de ponerme una minifalda sin miedo a que me griten ‘mamacita’ o a que todo el tiempo me echen en cara que estoy bien buena. Todavía hay mucho machismo en el DF, en todo México”, me cuenta. Joyce viene acompañada por su madre, señora divorciada que se sonroja y medio ríe cuando las cámaras abordan a su hija.
ESCOTES, TACONES, MADRES, ABUELAS
Las palabras que más he escuchado a lo largo de “La marcha de las putas” es escote, minifaldas, tacones, senos, vagina, cuerpo, acoso. Mientras en los sesenta las feministas quemaban los sostenes, este domingo parece haber una extraña adoración por estas prendas. Varias mujeres alzan pancartas que llevan el logo de una marca de lencería con frases como: “¿Quién decidió que la belleza sólo cabe en una talla?”.
A partir de esto, devienen los discursos de las distintas manifestaciones de la violencia, desde aquellas que se entienden como normales (una chica me cuenta una anécdota de un antro en el DF donde hicieron un concurso: aquella mujer que se atreviera a enseñar los senos ganaba un premio) hasta los casos de golpes y asesinatos. En algún momento la activista Marta Lamas se integra al grupo que encabeza la marcha, llegando a sostener la pancarta fiusha. Por ahí también deambulan los sexólogos Luis Delfín y Óscar Chávez Lang. A punto de llegar al Hemiciclo a Juárez, un hombre con un sombrero tipo Indiana Jones empieza a gritar “Un hombre de verdad respeta a la mujeres”. Cuando le pregunto cómo es que decidió venir a la marcha y apoyar la causa, me dice que es por el cariño y admiración que siente por su madre, su abuela y sus medias hermanas.
En el Hemiciclo todo es fiesta. Las chicas gritan que el que no brinque es un acosador. Hoy todas son putas y un feminismo reloaded pulula en el aire. Mientras, una madre con sus dos hijas se mueve entre las chicas que festejan con un carrito, vendiendo chamoyadas. Me pregunto qué pensará de la marcha. Otra duda me sigue rondando la cabeza: ¿a las mujeres les gusta que les digan piropos, o no?
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