El hallazgo, efectuado ayer por elementos del Ejército, de 11 fosas clandestinas en el municipio de Benito Juárez, en Nuevo León, es el más reciente de una cadena de hechos similares entre los que destacan los atroces descubrimientos realizados en San Fernando, Tamaulipas, y en Durango, en donde se han encontrado, en conjunto, más de 400 cuerpos. A la desmoralización producida por el reguero diario de cadáveres en el país se suma la provocada por la descomposición de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad pública, que ayer cobró forma con la detención de 88 policías estatales de Tlaxcala.
Otro indicador alarmante del retroceso del estado de derecho y de la crisis de seguridad pública vigente es la anarquía que impera en las cárceles del país: significativamente, ayer mismo tuvieron que ser trasladados, bajo fuertes medidas de seguridad, 43 internos de alta peligrosidad
del Centro de Readaptación Social de Acapulco, luego del violento motín registrado desde el pasado miércoles en ese centro penitenciario.
Los asesinatos en masa perpetrados en distintos puntos del país, la cooptación de corporaciones policiales por parte de la delincuencia y la pérdida de control en los penales son, entre otras, expresiones de descontrol gravísimo y generalizado, que se expresan incluso en aquellos ámbitos en los que la capacidad del Estado para hacer prevalecer el orden tendría que ser inobjetable, como las cárceles.
La crisis de seguridad pública a la que se asiste no puede remontarse solamente con golpes contundentes
a la criminalidad, con gestos retóricos y burocráticos ni, mucho menos, con llamados a la unidad nacional sin propósito ni rumbo claros: al contrario, los sucesos cotidianos confirman la percepción de que las acciones adoptadas en contra de la delincuencia en el contexto de la estrategia adoptada por el gobierno federal no sólo no han logrado disminuir el sentir de inseguridad que recorre el país ni reducir el margen de maniobra de los grupos criminales; antes bien, éstos perpetran acciones cada vez más bárbaras que, además de sembrar temor y angustia en la población, constituyen mensajes de abierto desafío a las fuerzas del Estado.
En tal circunstancia, resulta desolador que el mensaje que envían las autoridades a la población no sea el de un compromiso por restablecer cuanto antes la paz pública, la legalidad y la justicia, sino una invitación a acostumbrarse a vivir en un entorno privado de tales elementos: ello se desprende de la negativa del gobierno federal a apartarse de su ruta actual en materia de seguridad pública, así como de medidas como los simulacros contra balaceras organizados por autoridades estatales en diversas escuelas del país.
El pasado jueves, en el contexto del encuentro realizado en el Castillo de Chapultepec con deudos de víctimas de la violencia que azota el territorio, Felipe Calderón Hinojosa centró su defensa de la actual estrategia de seguridad pública en la incuestionable necesidad de que las autoridades combatan la criminalidad. Nadie en su sano juicio reclamaría al Estado desentenderse de su responsabilidad de prevenir, perseguir y sancionar los actos delictivos: a fin de cuentas, proteger la integridad física de los habitantes es la primera y la más obvia obligación de cualquier Estado. Ocurre, sin embargo, que para cumplir cabalmente con esa responsabilidad se requiere de articulación institucional en todos los niveles de gobierno, de probidad y transparencia en las oficinas públicas y de capacidad de control sobre las corporaciones de seguridad federales, estatales y municipales, aspectos que, a juzgar por los hechos referidos, brillan por su ausencia. Si el Ejecutivo federal aspira a respaldarse en consensos sociales, debe empezar por propiciar su construcción, y para ello se requiere que rectifique políticas de seguridad que simplemente no han frenado la violencia –más bien, la han exacerbado–, y que ahondan y extienden la percepción social de descontrol, desprotección y vacío de poder.
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