10/16/2011

Borrar de la memoria al cine mexicano



Carlos Bonfil
Desde hace ya largos años, y de manera recurrente, se producen en los medios y en las cámaras legislativas sendas discusiones en torno al apoyo estatal efectivo que debe darse al cine mexicano, ante la evidente invasión en cartelera de la oferta hollywoodense. El debate ha sido hasta la fecha estéril. La hegemonía del cine estadunidense sigue incuestionada y lo que se le opone, tímidamente, es el triunfalismo en declaraciones oficiales que hablan de la buena salud de nuestro cine con una producción de alrededor 70 títulos por año, cifra mágica que se considera, por sí sola, un gran logro. La realidad es más desoladora.

En declaraciones recientes (Reforma, 7/10/11), Alejandro Ramírez, presidente de la Cámara Nacional de la Industria del Cine (Canacine), respondió de modo claro y en tono inusitado a los señalamientos de la comunidad fílmica nacional y a su reclamo por los obstáculos que las políticas de distribución y exhibición imponen al cine mexicano: “En los últimos cuatro años, el Imcine ha dado apoyos por 275 millones de dólares; es decir, más de 3 mil millones de pesos, con lo que se hicieron muchas películas basura. Quiero que hagamos un acto de conciencia, y me pregunto: ‘¿No debieron mejor haberse canalizado estos recursos a hospitales o escuelas?”

Aunque la aseveración del también director de Cinépolis –la más grande y próspera cadena exhibidora en México– es interesante, no resiste en realidad un examen crítico. Desde hace más de cuatro años el cine nacional ha tenido que enfrentarse, en condiciones de evidente desventaja, fomentadas por la firma del Tratado de Libre Comercio y por la ausencia de un vigoroso marco legislativo de defensa clara de la producción local, a la hegemonía en las pantallas no de un cine estadunidense de calidad indiscutible, sino de productos de altos costos y muy elevada rentabilidad comercial que, salvo honrosas excepciones, son un entretenimiento basura muy valorado y respetado por los exhibidores mexicanos. Esta situación ha creado un círculo vicioso que de entrada desalienta el impulso de búsqueda artística y de innovación creadora en muchos cineastas nacionales que deben enfrentarse a condiciones muy desfavorables en el terreno de competencia neoliberal. Las películas nacionales de calidad son vistas fugazmente en los festivales, recicladas por poco tiempo en el circuito de exhibición cultural, ignoradas en la cartelera comercial, y rápidamente borradas de la memoria colectiva, excepto si trata de producciones novedosas que logran despertar la curiosidad pública o el escándalo mediático por su referencia directa a la realidad nacional, tipo Presunto culpable, El infierno o Miss bala. El Estado apoya en efecto al cine mexicano, particularmente con la aplicación reciente del artículo 226 de estímulo fiscal, pero no ha sido capaz, hasta el momento, de traducir dicho apoyo en políticas coherentes que permitan distribuir y exhibir dicho cine de manera digna y eficaz.

El Estado promueve el cine mexicano, gasta mucho en él por razones de prestigio (a sabiendas de su muy improbable recuperación económica), y cuando descubre, una y otra vez, que las películas apoyadas no tienen salida en la cartelera comercial, les reserva una permanencia artificial en la Cineteca Nacional, desentendiéndose después de su suerte. Los ejemplos abundan, y entre ellos figuran la cinta muy reciente del veterano Alfredo Gurrola, Borrar de la memoria, de título tristemente búmeran, o Juventud, la exploración muy personal de Jaime Humberto Hermosillo. Se pueden mencionar muchas más, y de hecho más de 70 por ciento de la producción actual corre una suerte idéntica (una semana en cartelera, salas en la periferia capitalina, horarios ingratos, publicidad limitada, respiración artificial en la Cineteca), y las preguntas que algunos miembros de la comunidad fílmica se hacen repetidamente son: ¿por qué invertir tanto dinero en formatos costosos, en producciones ambiciosas, cuando se sabe de antemano que las películas apoyadas no tendrán salida adecuada ni una recuperación posible?, ¿por qué la falta de filtros más rigurosos en la selección de los guiones y los proyectos que terminan apoyándose?, ¿por qué no elegir filmar en formato digital, mucho más económico y de calidad probada, y crear, de modo sensato, una red alternativa de salas con proyección digital que permitan exhibir esas películas? Aunque las películas son borradas de la cartelera y de la memoria, las ganancias de quienes al invertir en ellas se benefician con el estímulo fiscal y de los laboratorios que procesan los materiales, y de las compañías publicitarias que participan ventajosamente en el derroche, apenas se ven afectadas. Sin una intervención estatal vigorosa, que implique un compromiso político y un marco jurídico que proteja y estimule al cine nacional, el festejo oficial de 70 películas al año será lamentable y vacío, la calidad de las cintas seguirá siendo mediocre, y el empresario fílmico Alejandro Ramírez tendrá razón en lo esencial de sus señalamientos incómodos.

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