Carlos Bonfil
Un corazón sencillo.
Nada puede triunfar contra la armadura invisible de una sencillez afectiva, ni la duda, ni el cálculo, ni la ironía. Con estas palabras el escritor francés Michel Tournier evoca, en un prólogo, el carácter excepcional de Felicité, la célebre criada de Un coeur simple (1876), el relato breve del novelista Gustave Flaubert. Algo similar puede decirse del personaje Philomena (una Judi Dench memorable), y su capacidad de derribar, pieza por pieza, el escepticismo moral y la suficiencia intelectual de Martin Sixsmith (Steve Coogan), el periodista que acepta acompañarla en la búsqueda del hijo ya quincuagenario, que supuestamente ella abandonó de niño, pero que en realidad le fue arrebatado por unas monjas cuya fe religiosa sabía combinarse con el afán de lucro.
Basado en The lost child of Philomena Lee, el libro de recuerdos del propio Sixsmith, ex corresponsal de la BBC, Philomena, filme
más reciente del británico Stephen Frears, narra el encuentro del autor
con la anciana irlandesa que durante más de 50 años purgó la penitencia
por un amorío adolescente que hizo de ella una madre soltera.
En una serie de flashbacks sobriamente presentados, los
guionistas Steve Coogan y Jeff Pope muestran a la protagonista como
reclusa en un convento para mujeres descarriadas, y describen luego el
desasosiego de la mujer solitaria que ya nada supo del paradero de ese
hijo suyo que a los tres años fue vendido a una familia estadounidense
por mil libras esterlinas.
El asunto remite, en primer término, a The Magdalene sisters
(2002), del también británico Peter Mullan, una de las películas más
dramáticas sobre la vocación represiva de la Iglesia católica, con su
recuento de las atrocidades padecidas por un grupo de jóvenes madres
solteras en los años 60 del siglo pasado, a quienes se les ofreció en
una correccional irlandesa, administrada por monjas, la purificación de
sus pecados (violación o embarazo indeseado), mediante un régimen de
privaciones y castigos que sólo exhibía la insensibilidad moral y la
crueldad del dogma. A la atención que en fechas recientes ha recibido
el escándalo imparable de la pedofilia clerical, se añade, como pieza
complementaria, los abusos a jóvenes madres cuyas existencias se vieron
destrozadas por un oscurantismo que sólo hasta ahora recibe, por
presiones internacionales, un mínimo de atención por parte de la más
alta jerarquía eclesiástica.
Lo interesante en Philomena es
el modo en que Stephen Frears coloca el acento en el personaje del
periodista Sixsmith y en su novedosa educación sentimental. Decidido a
acompañar a Philomena hasta Washington en busca del hijo desaparecido,
lo que finalmente descubre a título personal es la impecable victoria
moral de la vieja mujer pecadora sobre la institución intolerante y
rancia que la condenó. Descubre también que en su propia capacidad de
indignación –esa misma que pudiera compartir el lector o lectora de
estas líneas– apenas cabe la difícil generosidad moral que lleva al
ofendido a perdonar a sus ofensores, un privilegio moral inalcanzable
para el inquisidor y defensor del dogma. Sin mayores aspavientos, con
la sencillez de la Felicité flaubertiana y un sentido del humor afinado
por la madurez, Philomena va resolviendo en su viaje todos los asuntos
pendientes antes de ese gran final suyo que imagina próximo.
Su compañero Martin la observa confundido, impaciente e irritado, a
la manera de un discípulo que asimila la lección a regañadientes. Y
ante los dos personajes desfilan, en muy poco tiempo, algunas
instancias de las intolerancias más graves de las últimas décadas: la
manera en que los gobiernos asistieron indiferentes a los estragos de
la epidemia del sida sobre una minoría sexual estigmatizada, hasta el
momento en que advirtieron su expansión indeseada; la forma también en
que las instituciones religiosas cubren todavía hoy de oprobio a las
mujeres que juzgan pecadoras (lo que no les impide lucrar con el fruto
del pecado), gozando al mismo tiempo de encubrimiento eclesiástico y de
impunidad en el mundo de la justicia laica. Ante estas dos realidades
que afectaron de modo muy directo la vida de Philomena, su reacción
será sorprendente y conmovedora.
El director Stephen Frears recobra aquí el brío contestatario que volvió emblemáticas algunas de sus películas de los años 80 (Mi hermosa lavandería, Sammy y Rosie se lo montan, Ábrete de orejas),
pero al ánimo iconoclasta de aquellos tiempos le añade ahora una
solvencia narrativa abierta a públicos más amplios y sobre todo, a la
manera de un inesperado discípulo de la propia Philomena, una nueva
lucidez que le permite ser implacable y a la vez sensible. Una buena
muestra de madurez intelectual.
Se exhibe en salas de Cinemark, Cinemex y Cinépolis.
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