Carmen Boullosa
Con el “affaire Aristegui” que sacude México, recordamos la importancia de la defensa de la libertad de expresión y la necesidad de absoluta honestidad en las periodistas. Muchas de las batallas por las conquistas de los derechos han sido encabezadas, y a veces ganadas, por mujeres. Como la que apodaban “Princesa de la prensa”, autora de la frase: “Los errores se corrigen iluminándolos con la luz de la verdad”, Ida B. Wells, que nació semanas antes de la emancipación de los esclavos, en la turbulenta posguerra civil americana, la “reconstrucción” del sur de EUA.
Los padres de Ida salieron de la esclavitud armados de oficios redituables, ella era una cocinera de primer orden, él era carpintero (como el mítico José), por lo que pudieron dar a Ida la mejor educación. Involucrados activamente en la defensa de los derechos civiles, mueren en una epidemia de fiebre amarilla cuando Ida tiene 16 años. Como Ida es la mayor de siete hermanos, queda al frente de la familia, responsable de llevar a el pan al hogar. Consigue trabajo como maestra rural, se desplaza a casa a lomo de mula los fines de semana.
Décadas antes que la célebre Rosa Parks se negó a ceder su lugar en un transporte público. Viajaba en el vagón reservado para mujeres; le piden su asiento para un hombre blanco y cambiarse al vagón “de negros”; se niega; el conductor le pone las manos encima para sacarla, e Ida responde mordiéndole la mano. Cuando entre varios empleados la expulsan del transporte a fuerzas —y los pasajeros de su vagón, todos blancos, festejan con aplausos la moción—, Ida Wells demanda a la compañía de trenes, y gana la primer ronda legal, pero pierde la siguiente frente a una instancia mayor —los jueces consideran que, si bien era verdad su argumento (“es un vagón para damas y yo soy una dama”), su comportamiento distaba de reflejar su condición— no creyeron femenino morder en autodefensa, tampoco la fiera batalla que había emprendido para reivindicar sus derechos. Fue por este incidente que comenzó a escribir en la prensa.
Ida Wells era una guerrera, lo fue contra el racismo, la segregación y la exclusión, y por el voto para las mujeres. En una ocasión supo asestar un golpe doble, cuando en una manifestación sufragista le ordenaron incorporarse al último contingente con los de “su” raza y, en contra de las indicaciones recibidas, se incorporó, sobre la marcha, al principio, negándose a disociarse de las otras líderes por motivos de raza.
Fue la apóstol (¿o apóstola?) de la campaña contra los linchamientos en Estados Unidos, escribió panfletos y reportajes contra la “Ley Linchamiento”, como se llamaba desde 1780 al castigo sumario infringido por “ciudadanos no autorizados, que actúan a título privado”.
Desde niña sabía de los linchamientos. Cada vez que su papá asistía a alguna asamblea política, su mamá temía por su vuelta —los activistas y los que se atrevieran a testificar en cualquier proceso legal que atentara contra la supremacía blanca eran víctimas usuales de linchamiento, so pretexto de crímenes inventados—. Pero la chispa por la que Ida Wells se lanzó a luchar contra la “Ley Linchamiento” se encendió cuando en Memphis, donde estaba la casa de su familia, después de un juego de canicas entre niños blancos y negros del que salieron victoriosos los segundos, la turba sacó de la cárcel a tres exitosos comerciantes —acusados arbitrariamente de crímenes construidos (el único real es que se habían “robado” los clientes de la tienda vecina)— para lincharlos a plena luz del día. El acto había sido planeado y aprobado por las autoridades. Ida era amiga de uno de estos tres. Sabía que era un hombre impecable.
Las periodistas, como Ida Wells, han dado y darán la batalla para construir un mundo mejor. ¿Qué sería de nosotros sin las que pelearon en los medios —como por ejemplo, Emma Goldman o Margaret Sanger por el derecho al control natal, atreviéndose a ir en contra de otra “ley” y lo pagaron con la cárcel?—.
Si así estamos como estamos, sin el valor y las batallas fieras de ellas no habría para nosotros aire respirable.
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