La transición
Paco Ignacio Taibo II
Me cuestiono si vale la pena contar estas historias. Quizá sea un ejercicio destinado a no tener que andar narrando lo mismo a compañeros que me acosan con preguntas y a quienes desde estas letras agradezco por las miles de muestras de apoyo y solidaridad.
Supuestamente todo empezó con mi respuesta a las declaraciones de Alfonso Romo de que la reforma energética no sería echada para atrás si ganaba Andrés Manuel López Obrador. O como decía la experta en temas petroleros María Fernanda Campa: De Alfonso Romo a los inversionistas: respiren tranquilos. El virtual presidente electo no utilizará su mayoría en el Congreso para dar marcha atrás a la histórica reforma que permitió el regreso de las petroleras extranjeras a la industria. En palabras del propio Romo: Va a ser un paraíso para los inversionistas extranjeros.
Mi respuesta fue preguntarme en nombre de quién hablaba Romo, porque en los congresos y consejos nacionales de Morena había quedado claro que no se negociaba con las reformas neoliberales. Quizá el tono con que hablé no era el adecuado, porque siempre he sido incapaz de vivir en los marcos de la educación formal, pero era clave fijar la posición de millones de mexicanos que veíamos en las reformas una ofensiva envenenada del Estado. El asunto fue materia de amplia circulación mediática, que trataba de confrontar a López Obrador con las dos posiciones. Andrés salió de la trampa señalando la pluralidad de Morena.
Los operadores negros de la red vieron que ahí podía haber veta y sin que le costara mucho trabajo encontraron una.
Un año antes o cosa por el estilo, discutiendo en una mesa redonda sobre cardenismo y la interacción entre el caudillo y las bases sociales, yo había dicho que la presión social era indispensable, que nos imagináramos –y en que aquel entonces había que hacer un ejercicio de imaginación potente– que un día después de haber llegado a Los Pinos, los magnates de la industria amenazaban a López Obrador para que suavizara sus propuestas amagando con llevarse sus empresas a Costa Rica, y que la única opción es que esa misma noche millones de mexicanos marcharan a palacio diciendo si actúan así: ¡expropia!
Las legiones negras de la campaña sucia pusieron en la red el mensaje en términos de que yo proponía la expropiación generalizada en el país e incluso, de nuevo, los diarios se hicieron eco de esa versión, bastante sacada de los pelos. ¿Iban los grandes capitalistas a chantajear con llevarse sus industrias a Costa Rica? ¿Creo en la necesidad de las expropiaciones en abstracto? Vale madres lo que yo crea, están consagradas en la Constitución y definidas como el derecho a expropiar bienes privados por razones de utilidad pública. ¿Se presentaría ese excepcional caso y de presentarse estaría en derecho la nación a utilizar esta carta extrema?
A los operadores alquilados se sumaron varias decenas de columnistas, muchos de ellos conocidos por cobrar de los fondos de chayotes del aparato del Estado, otros simplemente, y quiero creer en la bondad de sus actos, alucinados y paranoicos reaccionarios.
No me sentía particularmente afectado por la campaña, que tuvo momentos particularmente divertidos, como decir que mis padres eran exiliados españoles comunistas de los cuales había heredado mi delirio radical (cosa por cierto falsa: mis abuelos eran socialistas y anarcosindicalistas). Que no te quieran tus enemigos produce un poco de insano orgullo; me enfadaba que a veces algunas voces de la izquierda dieran como válidas las versiones de los titulares de la prensa, como las del insistente caso del diario Reforma o de la totalidad de la cadena de El Sol de México (gracias a eso se enteraron hasta en Irapuato que yo quería expropiar todas las empresas de la nación), sin ver el contexto y el tiempo en que se habían producido las declaraciones.
Salí en esos días a una gira en Italia programada seis meses antes para participar en las ferias del libro de Perugia y Turín y presentar la versión italiana de El olor de las magnolias en otras cinco ciudades de la península. Volvió a actuar la campaña negra diciendo que era falso, que yo estaba escondido, y por más que Guillermo Arriaga, que me acompañaba en la gira presentando su libro, mandó fotos, no hubo manera y hasta a él le llovió en la red.
Que la campaña se estaba volviendo bastante sucia no me cabía duda, pero que yo sólo era una divertida víctima colateral y los cañones estaban dirigidos a López Obrador, era obvio. El siguiente paso fue la aparición en las redes de una declaración mía cuando estaba hace dos años en las presentaciones de Patria, en la que comentaba las intenciones de Benito Juárez de no amnistiar a Maximiliano y terminaba diciendo que aún quedaba mucha tierra libre bajo el cerro de las Campanas para los traidores. Recordaba el artículo 23 de la Constitución del 57 que otorgaba la pena de muerte a los culpables de traición a la patria en guerra extranjera. La declaración tomada por los artífices de la campaña negra enloqueció a varios más. Desde columnistas no muy serios hasta adolescentes mochas que aseguraban que yo proponía fusilarlas se dieron por aludidos en la definición de traidores que fraguaron.
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