Desde hace más de un
mes, antes de los inicios del verano, los habitantes de Francia son
bombardeados, a través de todos los medios de comunicación, con la
alerta a los peligros de la canícula y los métodos para escaparles. Esta
situación se repite año tras año y, sobre todo, después de las 14 mil
802 personas fallecidas en Francia durante los 15 días del periodo
canicular de 2013. Las víctimas eran en su mayoría personas ‘‘de la
tercera edad” o, para decirlo sin eufemismos ni rodeos, personas viejas.
Hombres y mujeres olvidados por sus parientes más jóvenes o residentes
de hospicios y otros establecimientos consagrados a personas más o menos
dependientes. Es evidente el traumatismo generado que afectó sobre todo
a las autoridades responsables, es decir, al gobierno. Los numerosos
fallecimientos no se limitaron a Francia, pues diversos países europeos
sufrieron la misma suerte.
Si bien es necesaria y positiva la campaña de prevención contra los
riesgos de la canícula, ahora se agrega la visión apocalíptica del
calentamiento del planeta. Hay quienes, sin bromear, hablan ya de
‘‘refugiados climáticos”. Un motivo más para que los habitantes de
África soliciten asilo en Europa. Y para que los pobladores de la Costa
Azul tomen sus vacaciones en Finlandia o Noruega. La joven sueca Greta
Thunberg, de visita en París, tuvo derecho a exponer su preocupación por
el calentamiento del planeta ante la Asamblea Nacional francesa. Su
presencia en el hemiciclo fue causa de aplausos por unos, de protestas
por otros, en ambos lados: políticos, expertos y comentaristas. La
escandinava fue tratada por estos últimos de Casandra, profetisa de la
catástrofe, manipulada por familiares adultos y negociantes del miedo.
Paradójicamente, el bombardeo de prevención contra la canícula,
campaña cuyo objetivo es evitar los riesgos y tranquilizar a la
población, tiende a propagar temores casi ancestrales y a crear un clima
de inseguridad frente al polémico calentamiento planetario. ‘‘Tome
mucha agua”, ‘‘si puede quedarse en casa, no salga”, ‘‘remójese el
cuerpo varias veces al día”, ‘‘no haga ejercicios”, ‘‘refúgiese en
lugares frescos”… Consejos de sentido común evidente y que parecería
inútil repetir una y otra vez como si la población fuera infantil,
cuando en realidad se la infantiliza. Y para que las posibles víctimas
no olviden tomar agua, pues los viejos pierden la sensación de sed, las
alcaldías parisienses han creado módulos telefónicos, donde puede usted
mismo inscribirse o inscribir a un pariente o vecino sospechoso de
olvidar beber agua. Una vez inscrito, una amable persona se ocupará de
telefonear para recordarle que beba agua y evite la mortal
deshidratación. Mi hija, a quien no falta el sentido del humor, más
amarillo que negro, me amenaza con inscribirme para que me recuerden
beber. Como si no bastara con responder a vendedores que trabajan por
teléfono.
Más inquietante que la canícula es acaso el ambiente de temor que se
ha ido creando en las últimas décadas. En nombre de la higiene, de una
larga vida, de la salud del planeta, de una conducta correcta y otras
causas humanitarias, se alerta contra comportamientos dudosos y
productos nocivos. No pasa un día sin que se descubra una nueva y fatal
enfermedad, los riesgos de epidemias mortales, el fin del mundo. Los
peligros no son sólo la alta velocidad o el alcohol al volante. Son
también el cigarro y el teléfono celular, y no sólo cuando se conduce.
Dos peligrosas drogas comparables a los más fuertes estupefacientes.
Pero la amenaza se encuentra, muy cerca, en la sospechosa comida
semejante a un veneno. Cuando no es la vaca loca es la fiebre avícola,
las legumbres contaminadas por fertilizantes y pesticidas, los pescados
criados con harinas de esqueletos, el azúcar, la sal, las latas de
conserva, el agua misma… El aire que se respira.
Qué lejos parece la época cuando se dejaba vagar la imaginación fumando, como escribió Italo Svevo sobre este placer.
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