Una de las características de la situación actual es que se está
disputando la palabra. Durante décadas, el poder llenó el espacio
político con su propia palabra, la pronunciada por sus voceros
directamente autorizados o por aquellos que se dedicaban a reproducir,
elogiar, explicar, justificar a los poderosos: todo un oficio muy bien
pagado.
Andrés Manuel López Obrador carece de voceros oficiales y tampoco tiene a los pagados. Él es el vocero
de sí mismo. Habla todos los días, a veces no sólo por la mañana sino a
deshoras. Los reporteros le preguntan libremente, le encaran, le
refutan, le contradicen. El presidente responde y añade, se sale del
tema y luego tiene que regresar ante la presión del diálogo ingrato.
Este esquema es el medio de disputar la palabra tantos años capturada por los ahora desplazados del poder.
Antes, los grandes medios ofrecían lugares a los opositores,
incluyendo a López Obrador, pero no cedían la palabra, la cual estaba
bajo el control de los poderosos.
Hoy, como las oposiciones formales dicen y vuelven a decir, pero no alcanzan a rebatir al presidente de la República, esta función sólo la intentan los periodistas del foro presidencial y, a veces, algunos otros de aquí y de allá. Así, por infortunio, es la precariedad del discurso de los partidos opositores la que le otorga mayor fuerza a la prensa de todas las tendencias y querencias.
Quizá por eso mismo no descuellan las tesis contrarias a las de la nueva fuerza gobernante, sino las búsquedas incesantes de las contradicciones del discurso presidencial, los olvidos, las evasivas, las equivocaciones, las confusiones. No existe un debate político propiamente dicho porque algo que pudiera llevar ese nombre no se lograría en conferencia de prensa sino en tribuna, en acciones masivas, en conglomerados convocados para la protesta y la propuesta.
Durante las tres décadas del movimiento que recién triunfó, las proclamas opositoras eran hundidas en un mar de baterías propagandísticas, la mayoría de paga, y en hoyos de silencio. En los tiempos actuales, en cambio, quien fuera líder de aquella oposición, el presidente de la República, habla todos los días, con o sin tino, pero su palabra al fin se escucha, sin tener que pagar y se puede contradecir.
Cosa diferente, claro está, consiste en la práctica de desvirtuar o tergiversar lo dicho por Andrés Manuel o por cualquier otro funcionario o legislador de la 4T. Existen montones de notas periodísticas que dicen lo contario de lo expresado por la fuente y, a veces, los encabezados deforman lo escrito por el mismo reportero. Eso es algo de lo más común porque el más fácil es el periodismo sin responsabilidad social o el que soslaya su propia ignorancia.
Con o sin definiciones éticas, el caso es que nadie en los medios está obligado a hacer ditirambos al poder político de la República. Esto es parte del nuevo esquema de disputa de la palabra.
Un periódico o revista, emisora de radio o televisión, portal de noticias, etc., puede ser tan opositor como quiera y recurrir a su propia moral, por ejemplo, aquella que se deriva de sus ideas sobre el carácter de la fuente cuyos actos o pronunciamientos reseña, antes de la obligación de comunicar a su público lo que está pasando. Todo eso es parte de la nueva normalidad creada a partir de un nuevo sesgo que ha tomado la disputa de la palabra.
La prensa fifí siempre ha existido y se reconoce a sí misma de sobra. ¿Por qué tanto desconcierto? Porque expresar ideas y convicciones no es algo normal cuando se trata de un político poderoso, el cual debe “guardar las formas” aunque esas estén basadas en la hipocresía, denominada respeto. Se ha llegado a postular que los críticos no deben ser criticados por los sujetos de su propia crítica. Eso ya no es vigente. La libertad de difusión de ideas es para todos, todo el tiempo. Así lo señala la Constitución y lo confirma la práctica.
Ante la existencia de unas oposiciones bastante extraviadas y desmovilizadas, en la actual disputa de la palabra han ganado los medios, tanto los tradicionales como los emergentes, aunque muchos han perdido ingresos. Se han hundido el “chayote” y la gacetilla, aunque sobreviven, pero todos pueden ahora decir libremente lo que piensan y difamar a quien deseen, a la espera, eso sí, de una eventual respuesta que se escucharía.
Bien, la disputa de la palabra abierta por la 4T es también un invaluable instrumento de aquella prensa que le sirve a sus lectores o escuchas.
Este esquema es el medio de disputar la palabra tantos años capturada por los ahora desplazados del poder.
Hoy, como las oposiciones formales dicen y vuelven a decir, pero no alcanzan a rebatir al presidente de la República, esta función sólo la intentan los periodistas del foro presidencial y, a veces, algunos otros de aquí y de allá. Así, por infortunio, es la precariedad del discurso de los partidos opositores la que le otorga mayor fuerza a la prensa de todas las tendencias y querencias.
Quizá por eso mismo no descuellan las tesis contrarias a las de la nueva fuerza gobernante, sino las búsquedas incesantes de las contradicciones del discurso presidencial, los olvidos, las evasivas, las equivocaciones, las confusiones. No existe un debate político propiamente dicho porque algo que pudiera llevar ese nombre no se lograría en conferencia de prensa sino en tribuna, en acciones masivas, en conglomerados convocados para la protesta y la propuesta.
Durante las tres décadas del movimiento que recién triunfó, las proclamas opositoras eran hundidas en un mar de baterías propagandísticas, la mayoría de paga, y en hoyos de silencio. En los tiempos actuales, en cambio, quien fuera líder de aquella oposición, el presidente de la República, habla todos los días, con o sin tino, pero su palabra al fin se escucha, sin tener que pagar y se puede contradecir.
Cosa diferente, claro está, consiste en la práctica de desvirtuar o tergiversar lo dicho por Andrés Manuel o por cualquier otro funcionario o legislador de la 4T. Existen montones de notas periodísticas que dicen lo contario de lo expresado por la fuente y, a veces, los encabezados deforman lo escrito por el mismo reportero. Eso es algo de lo más común porque el más fácil es el periodismo sin responsabilidad social o el que soslaya su propia ignorancia.
Con o sin definiciones éticas, el caso es que nadie en los medios está obligado a hacer ditirambos al poder político de la República. Esto es parte del nuevo esquema de disputa de la palabra.
Un periódico o revista, emisora de radio o televisión, portal de noticias, etc., puede ser tan opositor como quiera y recurrir a su propia moral, por ejemplo, aquella que se deriva de sus ideas sobre el carácter de la fuente cuyos actos o pronunciamientos reseña, antes de la obligación de comunicar a su público lo que está pasando. Todo eso es parte de la nueva normalidad creada a partir de un nuevo sesgo que ha tomado la disputa de la palabra.
La prensa fifí siempre ha existido y se reconoce a sí misma de sobra. ¿Por qué tanto desconcierto? Porque expresar ideas y convicciones no es algo normal cuando se trata de un político poderoso, el cual debe “guardar las formas” aunque esas estén basadas en la hipocresía, denominada respeto. Se ha llegado a postular que los críticos no deben ser criticados por los sujetos de su propia crítica. Eso ya no es vigente. La libertad de difusión de ideas es para todos, todo el tiempo. Así lo señala la Constitución y lo confirma la práctica.
Ante la existencia de unas oposiciones bastante extraviadas y desmovilizadas, en la actual disputa de la palabra han ganado los medios, tanto los tradicionales como los emergentes, aunque muchos han perdido ingresos. Se han hundido el “chayote” y la gacetilla, aunque sobreviven, pero todos pueden ahora decir libremente lo que piensan y difamar a quien deseen, a la espera, eso sí, de una eventual respuesta que se escucharía.
Bien, la disputa de la palabra abierta por la 4T es también un invaluable instrumento de aquella prensa que le sirve a sus lectores o escuchas.
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