Entre el asilo y el rechazo
Durante
su campaña electoral, el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador
(AMLO) afirmó repetidamente que «la política interior es la mejor
política exterior». Si bien como presidente electo y en su toma de
posesión recibió a numerosos mandatarios, se ha abstenido de viajar al
exterior ya como presidente en funciones, para concentrarse en sus
programas prioritarios y enviar un mensaje de austeridad. En el caso de
los mexicanos en el exterior, dio instrucciones a los consulados en
Estados Unidos y en el resto del mundo de que la defensa y protección de
los derechos sobre todo de los trabajadores migratorios sería una alta
prioridad de su gobierno. Pero esto sucedió hasta que Donald Trump le
rompió el guión.
El 7 de junio, con la amenaza de Trump de imponer
aranceles a las importaciones de productos mexicanos, el presidente de
México vio que un imperativo de política exterior prevalecía sobre su
propósito inicial de privilegiar una política migratoria humanitaria y
un programa de cooperación para el desarrollo integral de Guatemala, El
Salvador y Honduras. Y ese imperativo era simple: mantener buenos
términos con el presidente del país al que se dirigen casi el 80% de las
exportaciones mexicanas y del que provienen casi 60% de sus
importaciones.
La Casa Blanca hizo saber que esta amenaza estuvo
antecedida por sendas advertencias de la entonces Secretaria de
Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, y de Jared Kushner, yerno del
presidente Trump. Frente a ellas, el gobierno mexicano, no había acusado
recibo en plenitud, ni cambiado su política migratoria que incluyó el
otorgamiento de tarjetas de visita humanitaria a los migrantes
centroamericanos que quisieran atravesar su territorio para pasar a
Estados Unidos. Esto, al menos, fue lo que sostuvieron voceros de
Washington.
Con ese anuncio inicial de una política migratoria
humanitaria se produjo un «efecto llamada» que se escuchó hasta Camerún,
Mali, el Congo y Nigeria. Es decir, migrantes extra-continentales cuyo
número se ha incrementado sustancialmente. Y por supuesto, en
Centroamérica se interpretó como fronteras abiertas y libres. Aunque no
era esto lo que afirmaba el gobierno de México, la desesperación hizo
que muchos lo escucharan así.
Sin embargo, hubo también otro
«efecto llamada» mucho más poderoso: se corrió la voz de que la política
de asilo estadounidense hace imperativo que si una familia con niños
alega tener miedo creíble y también peligro inminente contra su vida de
permanecer en su país y solicita asilo, la legislación mandata que su
caso sea escuchado y procesado. No necesariamente anticipa un desenlace
favorable, pero le compra tiempo al solicitante para ver de qué manera
le permiten quedarse en suelo estadounidense.
Con la amenaza
trumpista, el pragmatismo político le ganó la partida a la solidaridad
internacional. La instrucción a la delegación mexicana encabezada por el
canciller Marcelo Ebrard fue contundente: evitar a toda costa que se
impusieran los aranceles. Aunque no se tenía la certeza de que Trump
pudiese salvar la oposición de numerosos empresarios y actores políticos
estadounidenses incluso dentro de su propio partido, el gobierno
mexicano quiso disipar de inmediato cualquier asomo de aranceles.
Las felicitaciones de Trump
AMLO
marcó temprano en su mandato el contraste respecto a la administración
anterior, emprendiendo una política migratoria humanitaria, expidiendo
tarjetas de visita a centroamericanos y prometiendo un respeto absoluto a
los derechos humanos. Sin embargo, en sus primeros siete meses, México
expulsó a 82.132 personas, 22.000 más que en el mismo periodo en el
gobierno de Enrique Peña Nieto. Tras el chantaje de Trump el 7 de junio
de 2019, las deportaciones de centroamericanos aumentaron un 37%,
incremento que perfiló ya un elogio de Trump. El 1 de julio alabó las
«medidas sin precedentes» tomadas por el presidente López Obrador para
contener a los migrantes centroamericanos: «Lo aprecio y quiero darles
las gracias por ello: tienen 6,000 tropas en su frontera sur, es muy
difícil entrar ahora».
El historiador Carlos Bravo Regidor se
preguntó en un artículo titulado «Elogios que son insultos» publicado en
el periódico Reforma hace pocos días, si AMLO, una vez en la
presidencia de México, es el mismo que en campaña presidencial le mandó
decir a Trump: «que no maltrate a los mexicanos, no queremos racismo ni
discriminación, queremos respeto mutuo».
En vez de resistir a
Trump, numerosos mexicanos adoptaron sus prejuicios e hicieron suyo su
lenguaje. Bravo Regidor, profesor en el Centro de Investigación y
Docencia Económicas (CIDE), afirma: «El problema, en última instancia,
no es López Obrador. Él es un presidente mexicano que está actuando como
a veces actúan los presidentes mexicanos frente a las presiones de
Estados Unidos, haciendo de la necesidad virtud. El problema es esa
mayoría de mexicanos que está apoyando tan decididamente la política
migratoria que nos impuso bajo amenaza, Trump. No queríamos pagar por el
muro, pero encantados nos estamos convirtiendo en él. Que Trump elogie a
México no deja de ser un insulto, pero es un insulto que la mayoría de
los mexicanos está dispuesto a recibir (no como a los migrantes
centroamericanos) con los brazos abiertos».
Los escenarios políticos analizados a fines de junio por el Grupo de Economistas y Asociados (GEA) e Investigaciones Sociales Aplicadas (ISA)
registran un panorama poco halagador respecto de la decisión mexicana
de ceder ante la amenaza y endurecer la política migratoria. Es mayor el
número de encuestados que piensan que prevalecieron los intereses del
presidente de Estados Unidos (48%) frente a quienes ven que prevaleció
la dignidad de México (40%). Asimismo, un 54% de los encuestados cree
que el gobierno mexicano debe impedir la entrada a centroamericanos,
frente a un 28% que favorece enfrentarse comercialmente a Washington.
Una mayoría (51%) postula que el gobierno mexicano debe deportar a los
migrantes centroamericanos que entran por México, mientras que solo 29%
sostiene que se debe permitirles el paso a Estados Unidos. Finalmente,
una abrumadora mayoría se muestra escéptica sobre las posibilidades de
éxito del acuerdo: mientras solo 15% piensa que se resolvió el problema
con Trump, un 77% plantea que Trump seguirá presionando y atacando.
El escenario pesimista
Transcurridos
45 días del plazo establecido por Trump para constatar que el flujo
migratorio hacia el norte ha disminuido sustancialmente, el 22 de julio
vendrá otro forcejeo entre México y Estados Unidos. Incluso es
previsible que el gobierno de México adelante los plazos, con la
expectativa de satisfacer la exigencia trumpista de la contención
migratoria, y así retirar la espada de Damocles sobre su cabeza.
El
problema es que Trump ya midió que México está preparado para ceder una
y otra vez, y nos dejará ver una vez más que es insaciable. Para él,
que su rival ceda no es un gesto de conciliación, sino una muestra de
debilidad.
Lo que es seguro es que la respuesta a la amenaza de
Trump marcará al gobierno de López Obrador. Tal como escribió Rodrigo
Morales Elcoro en el diario Reforma el 3 de julio: «El mismo día de la
amenaza, sin tomar tiempo para evaluar respuestas alternas ni de
conformar un equipo de decisión, AMLO envió al mandatario estadounidense
una carta que establecía de inicio que no quería la confrontación.
Desde la óptica perversa de Trump, ello presagiaba la rendición. Los
americanos supieron que habían ganado cuando se envió intempestivamente
al Canciller a Washington». Y el analista continúa diciendo: «¿Cómo
responder al próximo chantaje? Se deberá mostrar que México está
dispuesto a perderlo todo…se deberá conformar un equipo deliberativo
capaz de reaccionar, procesar información, adoptar un proceso de acción
ordenado, responder oportunamente, y aprovechar la buena voluntad en
segmentos de la clase política americana…dada la incapacidad del
gobierno de funcionar estratégicamente hasta hoy, existen razones para
el pesimismo».
Lo único previsible hacia adelante es que Donald
Trump continuará presionando al gobierno de México con nuevas embestidas
chantajistas. Lo ha hecho ininterrumpidamente desde julio de 2015,
cuando empezó su precampaña para alcanzar la candidatura Republicana a
presidente de Estados Unidos. Continuará haciéndolo porque ha constatado
una y otra vez dos cosas fundamentales. La primera es que no paga costo
político alguno por insultar o hacer bullying a los mexicanos. La segunda es que, por el contrario, la base electoral de Trump se energiza cuando ataca a México.
El
arsenal de Trump no tiene límite. Si se termina la excusa de los
aranceles porque enfrenta oposición de su propio partido y de sus
legisladores, así como de la Cámara Estadounidense de Comercio (United
States Chamber of Commerce), entonces tendrá a la mano algún otro
chantaje, como detener el flujo de drogas de México hacia Estados
Unidos, propósito que tendría que abordarse fundamentalmente desde el
lado de la demanda, representada por los ávidos consumidores
estadounidenses que registran adicciones múltiples, y que constituye un
grave problema de salud pública.
El viraje estratégico.
En
contraste con el escenario anterior, podría ocurrir que el presidente
de México le volteara el tablero a Trump y decidiera hacerle frente con
una estrategia que combine resistencia y negociación. En esta tesitura
optaría por la imposición quirúrgica de aranceles a los productos
estadounidenses, destinada a afectar principalmente a sus electores en
los estados que le dieron la victoria en 2016, es decir Michigan,
Pennsylvania y Wisconsin, donde ganó por 107.000 votos, menos de uno de
cada mil sufragios. O también podrían aplicarse a productos originados
en estados campos de batalla como Florida, donde el desenlace favoreció a
Obama en 2008 y 2012, pero se inclinó por Trump en 2016.
Otra característica de este viraje es el llamado bypass
por el cual México diversificaría su política de alianzas externa para
darle la vuelta a Trump sin confrontarlo, ruta que ya ha empezado a
recorrer Canadá en sus diferendos comerciales con la Casa Blanca.
Como
lo ha expresado la ex embajadora de Estados Unidos en México, Roberta
Jacobson (designada por Obama, quien permaneció en su cargo durante el
primer año del cuatrienio de Trump): a AMLO le va a llegar muy pronto el
momento en que tenga que decidir si va a seguir haciendo espacio para
complacer a Trump o va a tener que confrontarlo forzado por las
circunstancias.
La llamada «crisis migratoria» es una fabricación
de Trump, un invento que no se sostiene pues las ciudades más seguras de
Estados Unidos son precisamente las ubicadas en los estados fronterizos
con México: San Diego, El Paso, San Antonio, Austin, entre otras.
A
final de cuentas, no estamos ante una pelea arancelaria ni ante una
negociación migratoria. Se trata de una disputa política. Asistimos al
inicio de la campaña electoral de Donald Trump para reelegirse el martes
3 de noviembre de 2020. La calidad del análisis, de la estrategia y de
las alianzas del gobierno de México dependen de un buen diagnóstico y de
una comprensión plena de que para Estados Unidos, paradójicamente, toda
la política sigue siendo local. Tal como nos advierte Jorge Durand
Arp-Nisen,«las
medidas actuales de control migratorio forzado, de concesiones
extraordinarias en la relación bilateral y de sometimiento a la política
del garrote, llegaron para quedarse».
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