Luis Linares Zapata
Terminó un año entero (2019)
de crítica feroz y maximalista a todo lo que provenga de Palacio
Nacional. Los días y semanas que han transcurrido de este 2020 apuntan a
continuar empeñados en la misma tarea. No habrá siquiera una tregua
temporal que permita replantear posturas. Cierto que, los efectos
disolventes, que se aprecian detrás de dicho esfuerzo contestatario, no
encuentren resonancia alguna en las opiniones de la mayoría. Han, eso
sí, llevado hasta el paroxismo, a una capa poblacional –esa situada en
la cúspide de la pirámide (10 por ciento) económica– cuyas opiniones son
hasta violentamente epidérmicas. La erisipela que causan los dichos y
acciones presidenciales ya la llevan incrustada en lugares recónditos.
La crítica cotidiana, terminal, condenatoria y burlona que se
extiende por todos los medios de comunicación masiva es, por lo demás,
previsible. Contiene buena dosis de raquitismo conceptual que no ayuda a
extender sus impactos. No logra penetrar en auditorios diversos a los
que, usualmente, les remueve sus escozores. Pero la perseverancia de los
emisores, acompasada con nueva iracundia, es notable.
Siempre van, críticos y opositores, en la retaguardia. No cuajan ni
insertan en sus argumentos una mirada que atraiga a contingentes que
buscan o deseen oír una disidencia propositiva iluminadora de rutas
alternas. No, eso no aparece por ningún lado, sólo lo que se desprende
al contrariar al oficialismo que, por lo demás, va presuroso a
consolidar sus posiciones. Las debilidades de la crítica se van haciendo
obvias con la persistente repetición. Son, además, circulares en sus
sustentos. Vuelven, una y otra vez, sobre los mismos supuestos y pierden
el ardor que se requiere para atraer adeptos. En esencia, la crítica se
da por bien servida cuando recala sobre las que parecen verdades
consagradas: ubícuitas, entendidas a cabalidad por cualquiera y con experiencias probadas como apoyo.
La división de poderes es un cántico ya sin vapor aunque se citen
autores varios, tesis famosas y libros de eminencias ilustres. Lo mismo
sucede a las plegarias lanzadas para concitar los peligros que amenazan a
la democracia. Una democracia, claro está, referida, como modus vivendi,
a otras sociedades, especialmente aquellas que se suponen avanzadas en
esa virtuosa práctica. La conjunción de democracia y libertad sostienen
todo el cuadro argumentativo opositor. No dan, la menor cabida, a
enlazar ambos valores con sus consecuencias en la ya dramática, por
injusta, distribución del ingreso y la riqueza del
libre mercado. El uso continuo e indiscriminado de libertad y democracia, con sus referentes economicistas, cae en el foso de los rechazos masivos que han puesto, al neoliberalismo y su entramado institucional, en la picota del descrédito.
Los organismos autónomos y sus precarias existencias ahora amenazadas
por el orden (quizá ogro) concentrador, dicen preocuparles a variados
opositores de diversa catadura. Los han capturado casi todos y, los que
subsisten, circulan por el filo de la navaja, aseguran contagiados de
alarma. No reparan en el significado elitista que estos instrumentos de
gobierno y adoctrinamiento acarrean. Fueron pensados como un medio para
que
los mejoressigan encaramados en las decisiones públicas. Los pocos capaces, según esta visión, deben de ser incluidos aunque no logren apoyos, aunque sean mínimos, en las urnas. Son organismos indispensables para contrapesar lo que se califica como arranques e improvisaciones de aquellos que fueron electos por la mayoría. Una figura de raigambre seudodemocrática por excelencia pero que gusta a las élites.
Los autónomos tienen, según sus promotores, el cometido de matizar
los desplantes y las tentaciones autoritarias de los ignorantes o poco
entrenados en aspectos complicados de la administración. Asuntos que
deben ser manejados por los técnicos y especialistas, aseguran con firme
convicción. Además, estos instrumentos –calificados de modernos– deben
contar con funcionarios pagados con largueza debido a un depurado
mercado de especialidades. En el reciente pasado, todos y cada uno de
los órganos autónomos fueron colonizados, en su entera estructura, por
individuos practicantes de la convenenciera fe dominante. Ninguno de
ellos escapa a tal situación de apego al faccioso modelo vigente: una,
en verdad, flagrante captura. Las excepciones, que se dieron, fueron
posibles por rupturas cupulares o franca tontería.
La casi totalidad de sus elegidos sucumbieron a la férrea lógica de
los negocios o al simple cuatismo. Fueron aves raras aquellos
colaboradores funcionales, abiertos a corrientes de pensar y dominar. La
real integración de tales instrumentos, arriba descrita, suscitó
alegrías y apoyos por doquier sin importar, la muy dudosa, legitimidad
de los padrinos, emergidos, bien se sabe, de elecciones trampeadas.
Ahora, con un gobierno sin tacha de fraude, sus acciones
descolonizadoras les aparecen insoportables.
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